Después del paraíso de Luis Alberto de Cuenca

Después del paraíso es una obra publicada en 2021 (Visor, Palabra de Honor, Madrid); contiene poemas escritos entre 2018 y 2021. En la “Nota del autor”, preliminar, Luis Alberto de Cuenca señala acerca del título, y las palabras valen para el texto que vamos a comentar en primer lugar:

Luis Alberto de Cuenca. Il. D´Gioko

“Después del paraíso, cuando la serpiente se salió con la suya haciendo que nuestra madre primigenia -Lucy la llaman los paleoantropólogos- comiera del fruto prohibido, las cosas no les han ido bien a los seres humanos. Demasiadas preocupaciones, demasiadas angustias, demasiadas desilusiones para tan pocos años de vida. La poesía es una de las consecuencias de nuestro destierro de aquel edén de delicias interminables del que, por desgracia, fuimos expulsados sin revisión posible de causa ni posibilidad de regreso. De ahí que, como todo lo que acompaña a nuestra especie desde que Yahvé o los Olímpicos (elija cada uno lo que mejor le cuadre) decidió o decidieron dejarnos de su mano y condenarnos a enfermedad y muerte, la escritura poética nos esté recordando que hubo un tiempo con mayúscula en que fuimos felices, aunque fuese tan solo por un rato”. 

Luis Alberto de Cuenca nació en Madrid en 1950, cronológicamente pertenece a la generación denominada de los Novísimos. El año 1971 aparecieron versos suyos en la antología Espejo de amor y de muerte (que emparenta con el poema que comentaremos más adelante) y, ese mismo año, publicó su primera obra Los retratos, la cual no ha acompañado a las diversas ediciones de su poesía completa Los mundos y los días. A partir de esta fecha, los versos de Luis Alberto de Cuenca van recorriendo el tiempo de la literatura española, con una serie de características que se extienden desde la búsqueda de la belleza -¿qué poesía no lo es en algún momento, como ejemplo de una de las actitudes que dignifican la naturaleza humana?- hasta la pasión por lo cultural que llevará a sus textos a enraizarse con la más profunda tradición clásica, pero no para apartarla del lector sino para abrir galerías que se recorren desde el gozo de la musicalidad y del acercamiento a lo mítico, que también es una manera de aproximarnos a nosotros mismos, alejándonos de un mundo esquizofrénico, cruel y materialista en el que ni los placeres oníricos pueden quedar a salvo del ojo del gran hermano, que no sólo es el voyeur en su máxima potencia, sino también el censor en el grado de sumo sacerdote de una sociedad hipócrita, sin cultura y también desculturizada.

“Tres mujeres”

El paraíso, la poesía y, en “Tres mujeres”, el sueño como territorios de felicidad, no exentos del buitre unamuniano, o del animal interior que nunca deja ser feliz, como cantaba el llorado Franco Battiato, o del censor moralista estoico que no admite los placeres y recuerda que la carne es ruina, sin embargo, tal y como predicó Quevedo, hasta las cenizas tendrán sentido, pues serán polvo resultado del incendio provocado por el dios de la pasión.

Tres mujeres

He soñado que andaba pastoreando
mis rebaños al pie del monte Ida
cuando las vi. Eran tres, a cuál más guapa,
y me pedían que dictaminase
quién era la más bella. Yo no pude
articular palabra, confundido
como estaba ante un sueño tan helénico,
tan sicalíptico y tan mitológico,
y ellas reían, viéndome tan tímido,
y se pavoneaban, encantadas
de haberse conocido. Rompí entonces
mi silencio y les dije: “No sabría
decidir quién me gusta más de todas.
Me quedo con las tres”. En ese punto
del sueño me encontraba cuando supe,
no sé cómo, que aquellos monumentos
no eran más que envoltorios fantasmales
y que debajo de sus aparentes
hermosuras no había más que humo,
polvo, ceniza, sombra. Y desperté.


Esquema métrico.

Esquema Métrico. Antonio Joaquín González.

En las casillas sombreadas podemos situar las sílabas pronunciadas enfáticamente en el desarrollo rítmico del poema, que así, gráficamente, se hace más evidente.

Estos versos son endecasílabos, metro que se comienza a mostrar en la literatura castellana en la Edad Media; con ejemplos en los dísticos que concluyen los exempla de El conde Lucanor; ya antes los había utilizado Alfonso X el Sabio en sus Cantigas a la Virgen en galaico-portugués; también la Cantiga en loor de la Virgen escrita por Juan Ruiz. O, ya en el siglo XV, en las obras de Francisco Imperial y el Marqués de Santillana, que intentó adaptar las modalidades del endecasílabo italiano a la poesía castellana. Pero será en el Renacimiento, con el compromiso de Juan Boscán y de Garcilaso de la Vega, cuando esta medida de once sílabas pase a ser una de las más importantes de la literatura española, mantenida a lo largo de los siglos y evidente en el poema que estamos comentando.

“Tres mujeres” está compuesto por veinte versos endecasílabos. El recurso métrico más utilizado, como puede comprobarse en el esquema de más arriba es la sinalefa (versos 1,3,7,8,9,11,12,15,16,17,19,20). En el verso 2 podría haberse dado la sinalefa Monte-Ida, pero hubiese trastocado la medida del endecasílabo (una muestra más de cómo la sinalefa no siempre es necesaria, ni obligatoria). Encontramos tres versos esdrújulos consecutivos (7,8,9) y uno agudo (20), el último, que permite un cierre en consonancia con el argumento del poema como expresión de un sueño que acaba en lo abrupto del despertar. Todos los endecasílabos aparecen con sílabas enfáticas en sexta y décima (la penúltima de la versificación española siempre ha de ser tónica). Las posiciones silábicas con más acentos son: octava (con 12) cuarta (con 9), primera (con 8) y tercera (con 7). Desde un punto de vista de la modalidad del endecasílabo, el más representado es el sáfico, con nueve versos (3,4,5,6,8,9,10,19,20) con el tiempo marcado en cuarta, sexta y octava; el melódico, con siete versos (1,2,7,12,13,17,19), marcado en la sílaba tercera y sexta; el heroico, con tres versos (14,15,16), en segunda y sexta; y el enfático, con uno solo, el 11. 

Comienza este sueño hecho poema, lo onírico es una de las fuentes de la que brota la poesía, en un ambiente más pastoril que eglógico, pues no es tanto el paisaje como lo narrativo lo que aquí importa. El autor, pues es su sueño, aunque uno no sea dueño de lo que sueña, que como pastor conduce su rebaño por las faldas del monte Ida. Realidad que va a verse transformada en maravilla por la presencia de las tres mujeres. ¿Sabría Paris, en su mito, que se encontraba ante tres diosas?

El caso es que el soñador de mitologías se encuentra en ese territorio por el que anduvo también Alejandro-Paris, cumpliendo con sus labores bucólicas; allí aparecen las tres mujeres que le van a poner en el compromiso de dictaminar, como en concurso de belleza; decisión más que complicada, tal y como deja clara esa primera exclamación “a cuál más guapa” y continuada en la confusión, en la imposibilidad de articular palabra, resultado que podría acabar en pesadillesco si no fuese por lo helénico, sicalíptico y mitológico.

¿Cuándo la mitología ha sido sicalíptica sino en la contemplación de la mente estrecha de una fanático negador de la maravilla de la carne? No es este el caso de Luis Alberto de Cuenca. Lo erótico de este sueño, de un tímido exacerbado, ante tres bellezas que se pavonean ante él, no encarnizadas ante el deseo de conseguir la manzana trofeo para la más bella, sino encantadas de haberse conocido.

Hasta ahora, el contemplador se ha mantenido en su tímido silencio para expresar, como corresponde a su condición, que no sabe decidir, no quién es la más hermosa, sino cuál es la que más le gusta. ¿En qué momento se ha transformado este juicio de Paris en un flirteo por parte de las tres mujeres? La modernización onírica del mito lleva a la osada afirmación del soñador: “Me quedo con las tres”, y el erotismo se transforma en un sueño pornográfico, si se hubiese mantenido.

Sin embargo, las fantasmales imágenes del deseo, algunas veces cumplidas en los sueños, van a borrarse por efecto no tanto del despertar, como por el férreo control de una mirada estoica de la existencia, que conduce a que aquellas monumentales mujeres sean vistas como meros envoltorios fantasmales, apariencia de hermosura bajo las cuales sólo hay “humo, polvo, ceniza y sombra” (tópico que desde la poesía griega llegará a Góngora). También aparece en otro poema de Después del paraíso, “Tu triste imagen” en el cual, la aparición en sueños del padre fallecido acaba en este alejandrino: “como si fuese viento, sombra, ceniza, nada”.

El censor moral impide el cumplimiento del deseo, a manera del director de un ejercicio espiritual ignaciano que lleva a un despertar que no es iluminación, sino mera vuelta a la realidad. Este juego entre la realidad y el deseo que consigue manifestarse en el paisaje y el tiempo de la fantasía, cuando parece que va a triunfar el segundo, aunque diversas circunstancias conducen a su fracaso, es un recurso utilizado con cierta frecuencia en la poesía de Luis Alberto de Cuenca; porque la realidad, sólo en apariencia triunfa; al fin y al cabo, el disfrute de tal panorama mitológico ha sido, por más que quede en un sueño, en cenizas, en sombras, pero nunca en nada, pues ahí queda el poema.

La historia de Paris y el juicio de las tres Diosas
(Desde Los mitos griegos de Robert Graves)

Paris, hijo del rey de Troya Príamo y de su esposa Hécate o Hécuba, nació entre los ecos de una profecía pronunciada por Ésaco (también hijo del soberano troyano): “La troyana de la casa real que hoy dé a luz un niño debe ser destruida, y también su hijo”. Príamo no pudo llevar a cabo tal sacrifico y se dejó convencer para que entregase al recién nacido a Agelao, el jefe de sus pastores, el cual abandonó al bebé en el monte Ida, donde fue amamantado por una osa. Cinco días después, Agelao pasó por aquel paraje de nuevo y, al ver tal portento, decidió llevarse al niño metido en su zurrón (de aquí el nombre de Paris, pues su nombre real era Alejandro), a su casa, para que se criase junto a su propio hijo. Para justificar ante Príamo que la orden de asesinato había sido cumplida, Agelao le llevó la lengua de un perro.

Pronto se hizo evidente que Paris pertenecía a noble alcurnia, por su belleza, su inteligencia y su fuerza. Siendo niño derrotó a una banda de ladrones de ganado (parece mentira que sus hazañas, tal y como se retratan en la Ilíada fuesen más bien las de un cobarde). Estos rasgos le llevan a ser escogido por Enone, una ninfa hija del río Eneo, como amante. Ambos compartían las horas en las que el pastor cuidaba los rebaños que no eran suyos, pues era poco más que un sirviente. Uno de los entretenimientos pastoriles de estos amantes era hacer que luchasen entre sí los toros; al vencedor lo coronaban con flores y al perdedor con paja. El toro victorioso fue presentado para combatir contra los de otras manadas. Como premio se pondría una corona de oro en la testuz del vencedor. Ares se metamorfoseó en toro, venció y Paris, sin dudar, le entregó la corona de la victoria. Todo esto fue contemplado por los dioses desde el Olimpo y esta fue la razón por la que Zeus decidió elegirlo como árbitro en la justa entre las tres diosas.

Paris pastoreaba el ganado en el Gárgaro, la cumbre más elevada del Ida, cuando Hermes le entregó una manzana de oro con la cual habría de premiarse la mayor belleza de una de las tres diosas que le acompañaban, Hera, Atenea y Afrodita.

Paris, haciéndose el pastor ignorante, intentó rehuir el compromiso de proclamar algo para lo que decía no estar capacitado, aunque en sus brazos ya había disfrutado del cuerpo de una ninfa, “¿cómo puede un simple pastor como yo hacerse árbitro de la belleza divina?” Pero es una orden del propio Zeus, así que la excusa no es aceptada por Hermes, el mensajero de los Dioses y el símbolo del saber oculto, no consiente en la posibilidad que ofrece el muchacho, repartir la manzana entre las tres beldades. Ante todo, Paris quiso asegurarse de que las dos diosas que no alcanzasen el galardón no se vengarían de él. Así lo acataron ellas; no tomarían represalias. 

Con aparente inseguridad, Paris le preguntó a Hermes: “¿Bastará juzgarlas tal como están o deberán desnudarse?” Pero las reglas deben ser puestas por el juez elegido, así que las diosas tendrán que desvestirse. La divinas comenzaron a despojarse de sus ropajes. Afrodita no tardó en estar lista, para algo es la divinidad del amor pasional. Atenea exigió que se quitase el ceñidor maravilloso que hacía que todos se enamorasen de quien lo llevaba puesto. Afrodita, con cierto enfado consiente, no sin antes decirle a Atenea que se quitase su yelmo, pues “estás espantosa sin él”.

Paris quiso estar a solas con cada una de las diosas desnudas; el tímido pastor se fue liberando de su aparente embarazo ante las beldades. Primero Hera, y basándose en Ovidio, Luciano e Higinio, Robert Graves pone en boca de ella estas palabras: “Examíname concienzudamente, -dijo Hera mientras se daba vuelta lentamente y exhibía su figura magnífica-y recuerda que si me declaras la más bella te haré señor de toda el Asia y el hombre más rico del mundo.

Pero Paris se presenta como insobornable. Después, Atenea le ofrece la posibilidad de triunfar en todas las batallas y el ser el hombre más bello y sabio entre todos. Tampoco esta promesa es aceptada.

Llega el turno a Afrodita. “Se acercó a él despacio y Paris se ruborizó porque se puso tan cerca que casi se tocaban”.

“-Examíname cuidadosamente, por favor, sin pasar nada por alto. Por cierto, en cuanto te vi me dije: <A fe mía, éste es el joven más hermoso de Frigia ¿Por qué pierde el tiempo en este desierto cuidando un ganado estúpido?> y ¿por qué lo haces, Paris? ¿Por qué no vas a una ciudad y vives una vida civilizada? ¿Qué puedes perder casándote con alguien como Helena de Esparta, que es tan bella como yo y no menos apasionada? Estoy convencida de que, cuando os hayáis conocido, ella abandonará su hogar, su familia y todo para ser tu amante. Habrás oído hablar de Elena, ¿no?”

Y con las palabras de Afrodita y el brillo de su cuerpo tan cercano, Paris se fue animando en su deseo, pero esto ya es otra historia y nada nos añade a la interpretación del poema de Luis Alberto de Cuenca.

Luis Alberto de Cuenca ya se había aproximado al tema del Juicio por la belleza de las tres diosas en su obra El hacha y la rosa (1987-1993). Si tuviese que elegir mi libro favorito de este poeta, seguramente diría este, porque con sus versos llegó a mi experiencia lectora por primera vez este autor, cuando el mundo todavía guardaba algo de su luz inmaculada de lo extraordinario; por fortuna esta luz todavía no se ha apagado, pero ya no cubre con su patina toda la vida, tampoco entonces. “El juicio de Paris” es el poema prólogo del mencionado libro, ahora recogido en Los mundo y los días.

El juicio de Paris

A la dudosa luz del alba
las tres diosas se contonean
recién lavadas y peinadas,
cada una con un espejo
que dice: <Tú eres más hermosa>.


Fina escarcha y polvo de estrellas
salpica los divinos cuerpos
hechos de sueño y de rocío
y de polen de madreselva
y de feérica telaraña.


Se desperezan los gorriones.
Un viento sur muy destemplado
riza las ramas de los árboles.
Llega Paris a la glorieta
silbando alegre tonadilla.

“Tempestad”

Tempestad

“Sobre el inmenso abismo nadan, raros, los náufragos”
No suena mal. Es un alejandrino
que vierte al castellano cierto hexámetro
latino de Virgilio, de su
Eneida.
Pero el latín es insustituible.
Dice así (y no lo puedo convertir
en un endecasílabo, lo siento).
Apparent rari nantes in gurgite uasto.
Un hexámetro que tiene un solo dáctilo,
el del pie quinto, y que en seis palabras
resume de manera inmejorable
la esencia de una horrible tempestad,
el sonido y la furia de los vientos
al levantar la falda de la olas.

En este poema, “Tempestad”, que pertenece también a Después del paraíso, confluyen dos rasgos característicos en la obra de Luis Alberto de Cuenca: la metaliteratura y la Antigüedad clásica. Este segundo, por el protagonismo tan esencial que adquiere una de la obras y uno de los autores fundamentales en la literatura clásica latina, la Eneida de Virgilio.

En El Mundo (7 de noviembre de 2018), Luis Alberto de Cuenca escribió:

“Debo reconocer que en cuestión de mitomanías, y en casi todo lo demás, soy bastante antiguo. hablar de antigüedad en el caso del mito carece de sentido, pues el mito es presente eterno, palabra de Dios que no tiene caducidad, relato ejemplar para siempre. Dentro de la literatura, he ido con preferencia a cobrar mitos en los cazaderos de la épica. Soy un fan irredento de la epopeya mesopotámica del Gilgamesh, de la Odisea, y la Ilíada homéricas, del Beowulf anglosajón, de La canción de Rolando francesa y del Cantar de los Nibelungos alemán. […] También tengo habitaciones de lujo en el hotel de mis obsesiones, y estoy pensando en la Eneida de Virgilio, en el Libro de los Reyes del persa Firdusi, en la Divina comedia de Dante, en el Orlando furioso de Ariosto”.

Después de la épica homérica, el siguiente modelo de este género lo encontramos en la obra de Apolonio de Rodas, Las Argonáuticas (siglo III a.C.), con un estilo culto que se aleja de lo que puede interpretarse como más tradicional de Homero. Virgilio va a seguir estos valores más cultos de Apolonio de Rodas.

La Eneida fue definida por Luis Alberto de Cuenca como “museo de prodigios textuales, un vivero inagotable de loci memorabiles, un palacio encantado de palabras maravillosas” (Nueva Revista, 29 de Septiembre de 2013). En estas palabras está la excusa que permite el acercamiento desde la riqueza del mensaje, de la palabra, del código, a los hexámetros de Virgilio, pues, aunque desde lo épico, el autor también defiende este texto, lo que ahora prima en sus versos es el efecto rítmico y no tanto el argumento mítico.

Los seis primeros libros de la Eneida relatan las aventuras de Eneas, desde que abandonó la destruida Troya hasta alcanzar la Península Itálica. En el Libro I de la obra se narra la llegada de Eneas y los suyos a Cartago, con el naufragio provocado por Juno, después del cual los supervivientes son recibidos con hospitalidad por la reina Dido. Recordemos que Juno, la esposa de Júpiter (Hera y Zeus en la mitología griega) es enemiga de los troyanos, por el resquemor que en ella sigue encendido desde el juicio de Paris, cuando la manzana de la discordia fue entregada a Afrodita; todavía más, Juno es la diosa que, a través de Dido, protege la ciudad de Cartago. La esencia femenina de la tempestad, encarnada también en la diosa Juno, se encuentra en el género de esta misma palabra y en el verso final del poema: “la falda de las olas”, más allá de su significado literal de ‘parte baja de un monte o una sierra’.

Por lo que respecta a lo metapoético, citaré un fragmento de Guillermo Carnero (en Pedro Provencio, Poéticas españolas contemporáneas, Hiperión, Madrid, 1988):

“Metapoesía es el discurso poético cuyo asunto, o uno de cuyos asuntos, es el hecho mismo de escribir poesía y la relación entre autor, texto y público. Con otras palabras, un metapoema es un poema que tiene dos niveles discursivos paralelos. En el primero, se trata de lo que habitualmente entendemos por poema. En el segundo, que discurre paralelamente al primero, y entremezclado con él, el poema reflexiona sobre su propia naturaleza, su origen, condicionamientos y demás circunstancias”.

Ramón Pérez Parejo en su libro Metapoesía y ficción: claves de una renovación poética (Generación de los cincuenta-Novísimos)  (Visor, Madrid, 2007) señala que la fascinación por la creación poética, convertida en recurso del poema, es un asunto fundamental en el grupo de los Novísimos al que fue adscrito Luis Alberto de Cuenca.

Esta fascinación metapoética se transforma en “Tempestad” una consideración transcendente del ser humano como náufrago. ¿Hasta qué punto podemos considerar este texto de un punto de vista sólo metapoético? El verso de la Eneida escogido por Luis Alberto de Cuenca está teñido de un contenido metafórico que transciende hacia la condición humana del náufrago. Leamos al respecto estos versos de “La tristeza” en La caja de plata (1979-1983):

“Cuando Shakespeare murió, ya estaba triste.
Cuando la Armada naufragó, mis ojos
habían naufragado ya en su daño.
A Marlowe le enviaron al infierno
y ya mi corazón estaba roto”.

El poeta, Luis Alberto de Cuenca, se retrata en ocasiones como un náufrago que contempla el mundo exterior, el mar insondable, desde la protección de la propia biblioteca.

No olvidemos que La tempestad (1611) es una obra dramática de William Shakespeare; en ella, Próspero, legítimo duque de Milán; es derrocado por su hermano Antonio. Próspero acaba abandonado en una isla desierta. Al principio de la obra sucede una tempestad que ha sido desatada por Ariel, el espíritu del aire, conjurado por Próspero, que domina la magia y quiere vengarse del usurpador.

Uno de los aspectos básicos de lo metapoético en “Tempestad” es la preocupación por el ritmo versal. Se hace referencia en el poema al hexámetro, el verso característico de la poesía épica, mediante esta métrica están compuestos los poemas heroicos más antiguos de la tradición mediterránea como son la Odisea y la Ilíada de Homero. Implica un ritmo solemne muy apropiado para el tema épico, aunque también encontramos ejemplos en la sátira y en la didáctica antiguas.

El hexámetro está compuesto por seis pies. Los cuatro primeros pueden ser dáctilos (una sílaba larga y dos breves) o espondeos (dos sílabas largas); el quinto suele ser dáctilo y el sexto un espondeo o troqueo (larga y breve). Este sistema de sílabas largas y breves encuentra su representación en la lírica española en la pareja de sílabas tónicas y átonas, las tónicas equivalentes a las largas; las átonas, a las breves. 

Los primeros hexámetros latinos fueron atribuidos a Ennio, aunque su punto culminante está en las epopeyas como la Eneida de Virgilio, la Farsalia de Lucano, la Tebaida de Estacio, pero también en el De rerum natura de Lucrecio o en Las metamorfosis de Ovidio.

Luis Alberto de Cuenca transforma este hexámetro en un alejandrino que también puede organizarse, desde un punto de vista acentual en seis pies

“Sobre el inmenso abismo nadan, raros los náufragos”


Organización métrica silábica (en sombreado las sílabas tónicas):

tomando en cuenta que al ser un verso esdrújulo, las dos últimas sílabas ocupan el tempo de una sola.

Y organizados en pies métricos, un hexámetro

que corresponde plenamente a la característica del hexámetro clásico al presentar el quinto pie dáctilo.

Lo metapoético está emparentado con lo intertextual, pues esto último no deja de ser una indagación de lo literario desde la literatura.

La intertextualidad es la presencia en un texto de una expresión, tema o estructura estilística o de género procedente de otro, incorporados como cita, alusión, imitación o recreación desde el principio de la parodia. Toda literatura es, al fin y al cabo, un continuo intertexto, pues todo autor nace desde una tradición o desde una base lectora que viene a demostrar la opinión de Jorge Luis Borges de que, después de la Odisea, en la literatura todo es recurrencia; así en el poema en prosa de El oro de los tigres (1972) titulado “Los cuatro ciclos”.

La intertextualidad que salta ya desde una primera lectura está en el verso “el sonido y la furia de los vientos”. “The Sound and the Fury” se encuentra en un verso de William Shakespeare y en 1929 sería convertido en el título de una novela de William Faulkner, traducida como El sonido y la furia y posteriormente como El ruido y la furia, variación que supone la presencia en ruido de algo feroz, tal y como señala Augusto Monterroso en “Sobre la traducción de algunos títulos”. Este sintagma se localiza en el soliloquio de Macbeth, en el acto V, escena 5, cuando las tropas escocesas de Malcolm y Macduff se acercan al castillo del traidor. Se oye el grito de una mujer, Lady Macbeth, que en cualquier otro momento hubiese espantado al protagonista pero que, ahora, sumergido como se encuentra en un ambiente de horror y de premonición de muerte, no le causa ninguna impresión, sino una reflexión que destruye el mundo, la vida como un cuento narrado por un idiota (desde aquí el título de la novela de Faulkner).

Luis Alberto de Cuenca traduce la palabra gurges como “abismo”. En otras versiones al español de la Eneida nos encontramos con “remolino”, “Pocos nadan en el gran remolino”. Bien podríamos considerar que “abismo” es un vocablo con una connotación especial. Un remolino es el efecto físico de un ‘movimiento giratorio y rápido del aire, el agua, el polvo, el humo…’, aunque también, según el Drae, es ‘amontonamiento de gente, o confusión de unas personas con otras, por efecto de un desorden. Disturbio, inquietud o alteración’. Pero, con su traducción, Luis Alberto de Cuenca va más allá, dejando entrever una visión más desgarradora de la realidad, al estar cargada la palabra “abismo” de un simbolismo mucho más profundo y existencial; el remolino de otras traducciones bien podría verse como un fenómeno que acompaña a ciertos relatos de terror en los que no se pone tanto en juego la mirada lúcida ante los miedos que arrastra la vida, se trata del Maelstrom de Edgar A. Poe. Comprobemos algunas acepciones de Abismo en el Drae: ‘Profundidad grande, imponente y peligrosa. Realidad inmaterial inmensa, insondable o incomprensible. Infierno. Maldad, perdición, ruina moral o económica’.

Abismo
Diccionario de símbolos de Juan Eduardo Cirlot. 

Siempre es preceptivo citar a Cirlot cuando se está tratando de Luis Alberto de Cuenca.

Toda forma abisal posee en sí misma una dualidad fascinadora de sentido. Por un lado, es símbolo de la profundidad en general; de otro, de lo inferior. Precisamente, la atracción del abismo es el resultado de la confusión inextricable de esos dos poderes. Como abismo han entendido la mayoría de los pueblos antiguos o primitivos diversas zonas de profundidad marina o terrestre. Entre los celtas y otros pueblos, el abismo se situaba en el interior de las montañas; en Irlanda, Japón, Oceanía, en el fondo del mar y de los lagos; entre los pueblos mediterráneos, en las lejanías situadas más allá del horizonte; para los australianos, la Vía Láctea es el abismo por excelencia. Las regiones abisales suelen identificarse con el <país de los muertos> y, por consiguiente, con los cultos de la Gran Madre y lo ctónico, aun cuando esta asimilación no puede generalizarse. La asimilación del país de los muertos y el fondo del mar o de los lagos explica muchos aspectos de las leyendas en las cuales surgen palacios o seres del abismo de las aguas. En La muerte del rey Arturo, cuando la espada del mítico monarca es arrojada al lago, siguiendo su mandato, surge un brazo que la coge al aire y la blande, antes de llevársela al fondo.

Otra interpretación, del Diccionario de los símbolos de Jean Chevalier y Alain Gheerbrant:

Abismo, en griego como en latín, significa sin fondo, y designa el mundo de las profundidades o de las alturas indefinidas. El equivalente galés del sîd irlandés es, en los textos medievales tanto como los apócrifos, annwn o annwfn; el aspecto maravilloso del Otro Mundo ha desaparecido y el semantema no guarda más que el sentido general de infierno. Se ciñe, en los textos apócrifos, a designar y simbolizar globalmente los estados informales de la existencia. Es adecuado tanto para el caos tenebroso de los orígenes como para las tinieblas infernales de los últimos días. Sobre el plano psicológico, igualmente, corresponde tanto a la indeterminación de la infancia como a la indiferenciación de la final descomposición de la persona. Pero puede también indicar la integración suprema en la unión mística. La vertical no se contenga con hundirse, se eleva; un abismo de las alturas se revela como de las profundidades; un abismo de felicidad y de luz, como de desgracia y de tinieblas. Pero el sentido de la elevación ha aparecido posteriormente al del descenso. En la tradición sumeria, la morada del señor del mundo flota sobre el abismo. Entre los akkadios, es Tiamat quien coloca monstruos a la entrada del abismo. En la Biblia también, el abismo será algunas veces concebido como un monstruo, el Leviatán. […] C.G. Jung incorporará este símbolo al arquetipo maternal, imagen de la madre <cariñosa y terrible>. En los sueños, fascinante o espantoso, el abismo evocará el inmenso y poderoso inconsciente; aparecerá como una invitación a explorar las profundidades del alma, para liberar los fantasmas o deshacer las ataduras.

Algo similar a lo que le ocurre a Eneas con el resto de los troyanos que se han salvado de la destrucción de su ciudad es lo que encontramos en la Odisea a Homero, cuando Ulises llega a la playa de la isla de los feacios, Esqueria, posiblemente Corfú, y es encontrado por Nausicaa; o cuando llega a Ogigia, el territorio de la hermosa Calipso.

Los cuatro ciclos.

Jorge Luis Borges. (El oro de los tigres, 1972)

Cuatro son las historias. Una, la más antigua, es la de una fuerte ciudad que cercan y defienden hombres valientes. Los defensores saben que la ciudad será entregada al hierro y al fuego y que su batalla es inútil; el más famosos de los agresores, Aquiles, sabe que su destino es morir antes de la victoria. Los siglos fueron agregando elementos de magia. Se dijo que Helena de Troya, por la cual los ejércitos murieron, era una hermosa nube, una sombra; se dijo, que el gran caballo hueco en el que se ocultaron los griegos era también una apariencia. Homero no habrá sido el primer poeta que refirió la fábula; alguien, en el siglo XIV, dejó esta línea que anda por mi memoria: “The borgh brittened and brent to brondes and askes”. Dante Gabriel Rossetti imaginaría que la suerte de Troya quedó sellada en aquel instante en que Paris arde en amor de Helena; Yeats elegirá el instante en que se confunden Leda y el cisne que era un dios.

Otra, que se vincula a la primera, es la de un regreso. El de Ulises, que al cabo de diez años de errar por mares peligrosos y de demorarse en islas de encantamiento, vuelve a su Ítaca; el de las divinidades del Norte que, una vez destruida la tierra, la ven surgir del mar, verde y lúcida, y hallan perdidas en el césped las piezas de ajedrez con que antes jugaron.

La tercera historia es la de una busca. Podemos ver en ella una variación de la forma anterior. Jasón y el Vellocino; los treinta pájaros del persa, que cruzan montañas y mares y ven la cara de su Dios, el Simurgh, que es cada uno de ellos y todos. en el pasado toda empresa era venturosa. Alguien robaba, al fin, las prohibidas manzanas de oro; alguien, al fin merecía la conquista del Grial. Ahora, la busca está condenada al fracaso. El capitán Ahab da con la ballena y la ballena lo deshace; los héroes de James o de Kafka sólo pueden esperar la derrota. Somos tan pobres de valor y de fe que ya el happy-ending no es otra cosa que un halago industrial. No podemos creen en el cielo, pero sí en el infierno.

La última historia es la del sacrificio de un dios. Attis, en Frigia, se mutila y se mata; Odín, sacrificado a Odín, Él mismo a Sí mismo, pende del árbol nueve noches enteras y es herido de lanza; Cristo es crucificado por los romanos.

Cuatro son las historias. Durante el tiempo que nos queda seguiremos narrándolas, transformadas.

Traducción de J.L. Borges de la cita en inglés: 

El verso en inglés medio quiere decir “La fortaleza rota y reducida a incendio y cenizas”. Pertenece al admirable poema aliterativo Sir Gawain and the Green Knight, que guarda la primitiva música del sajón, aunque fue compuesto siglos después de la conquista que dirigió Guillermo el Bastardo.

Partir de Ogigia

Partir de Ogigia

Nadie puede engañar a quien ama. Ella sabe
que él se irá alguna vez. Cuando un cielo brumal
Amenace tormenta en el mar, por ejemplo.
Porque el mar que lo trajo a sus brazos será
también el que reclame su regreso a la patria,
y ya no volverá.

Tal vez tenga palabras brutales que decirle:
<Quiero volver a Ítaca. Me voy. No te soporto>.
(Se aburría hasta el fondo del abismo con ella,
hasta el fondo del tiempo y de la eternidad).
<Quédate -dijo ella-. Si te quedas, tus penas
desaparecerán.

<El dolor me enriquece, la muerte me humaniza,
reconocer mis límites me alivia, me da paz>.
<Conmigo olvidarás tu nombre y serás Alguien
en lugar de ser Nadie, y resplandecerás
como un astro de fuego que inunda con su luz
la vasta oscuridad>.

Renunciando a la entrega y al amor de Calipso,
Ulises renunciaba a la inmortalidad.
La que Homero llamó <divina entre las diosas>
no supo convencerle de que, siendo mortal,
la existencia es un sueño que aboca en pesadilla,
y lo dejó marchar.

Comencemos el comentario de este poema de Después del paraíso con algunas referencias métricas. En primer lugar, a modo de ejemplo, la medida de la primera estrofa:

Se trata de versos alejandrinos, así que dividiré cada uno de ellos en los correspondientes hemistiquios (con la columna sombreada), tomando en cuenta que el sexto verso de cada una de las estrofas es heptasílabo; las sílabas acentuadas se verán coloreadas en relleno azul:

Como se puede comprobar hay una cierta recurrencia en la acentuación de la sílaba tercera de cada uno de los hemistiquios; hasta podríamos llegar a considerar, desde un punto de vista del ritmo tónico el trasladar el de las segundas sílabas a tercera.

Por lo que respecta a la rima versal, utilizaré el siguiente cuadro, donde se podrá apreciar en sombreado azul la rima que es asonante en agudo.

Sumemos a estas rimas la del primer hemistiquio del verso tres de la primera estrofa (mar).

Una de las características que encontramos en las rememoraciones de lo clásico en la poesía de Luis Alberto de Cuenca es la recreación mediante un lenguaje moderno que asume lo antiguo a lo contemporáneo, de ahí la supervivencia de historias que han alimentado la imaginación y el alma de la humanidad desde sus inicios (hay que recordar aquí otros poemas de este autor como son “La Venus de Willendorf”, de El hacha y la rosa, o “Teichoscopia”, de Por fuertes y fronteras -ambos los reproduciré al final de este comentario). Este recurso se hace evidente, en especial, en la traducción que este autor realizó del Cantar de Valtario; en la contracubierta de la edición realizada para la editorial Reino de Cordelia, leemos:

“Compuesto probablemente a finales del siglo X, durante el reinado del emperador Otón III, el Cantar de Valtario es una de las joyas más preciadas de la literatura latina medieval. Canta las hazañas de Walther o Valtario de Aquitania o de España, héroe del reino godo de Tolosa en los años oscuros de las invasiones germánicas, allá por el siglo V. De autor desconocido, poco importa quién fuera o el momento en que lo escribió, porque lo que cuenta es la fluidez mágica del relato y la atmósfera irreal que envuelve esta auténtica novela de aventuras trepidantes, brutal y salvaje como una película de James Bond. Se adapta como un guante a las ilustraciones a color de Miguel Ángel Martín realizadas para esta edición. Tan sugerente y tan moderna es su lectura que se convierte en una experiencia inolvidable. Con esta versión magistral del Cantar de Valtario, Luis Alberto de Cuenca obtuvo el Premio Nacional de Traducción”.

La relación, desde un punto de vista de la comunicación verbal entre Calipso y Odiseo parece la de una pareja actual que se está enfrentando al momento que concluye una vida en común, vista desde una crispación que podría llegar a lo brutal (“Tal vez tenga palabras brutales que decirle”, “No te soporto”), sin que por ello se pierda la carga mítica del mundo antiguo y extraordinario, especialmente en la intervención de Calipso, la ninfa: “resplandecerás como un astro de fuego que inunda con su luz la vasta oscuridad”; y es que en Calipso todo es divino, hasta el amor que inmortaliza. 

Jean François Michel Noël (1755-1841) culminó su Diccionario de Mitología Universal, con su publicación, en 1801; en la edición en español realizada por F. Lluís Cardona (en 1991) leemos respecto a Calipso 

“Hija de Océano y Tetis, o bien, según Homero (Odisea, 7.15) de Atlante. Reinaba en la isla Ogigia, en el mar Jónica. Hospedó en ella a Ulises cuando regresaba del sitio de Troya, y la retuvo por espacio de siete años en su compañía, ofreciéndole la inmortalidad si quería desposarse con ella, pero el héroe prefirió a su querida esposa y la posesión de la pequeña isla de Ítaca a las brillantes proposiciones que se le hacían. La diosa entonces recibió orden de Júpiter, por conducto de Mercurio de dejarle partir. Tuvo dos hijos de Ulises, Nausitoo y Nausinoo”. Su nombre se traduce como ’la que oculta’ o ‘la ocultadora’.

En el resumen y versión que Robert Graves hace de la Odisea para su obra Los mitos griegos, describe en estos términos Ogigia, que ha sido asimilada a una isla cercana a Ceuta,

“Bosquecillos de alisos, álamos negros y cipreses, con búhos, halcones y locuaces cuervos marinos posados en sus ramas ocultaban la gran cueva de Calipso. Una parra se extendía a través de la entrada. Perejil y lirios crecían densamente en una pradera adjunta, regada por cuatro claros riachuelos. Allí la bella Calipso recibió a Odiseo cuando salió a tierra tambaleando y le ofreció comida abundante, bebidas fuertes y una parte de su blando lecho”.

La interpretación de Graves al respecto es como sigue:

“Ogigia, el nombre de otra isla sepulcral, parece ser la misma palabra que ‘Océano’ y Ogen es la forma intermedia; y Calipso (‘oculta’ u ‘ocultadora’) es una diosa de la Muerte más, como lo demuestra su caverna rodeada por alisos -consagrados al dios de la Muerte, Crono o Bran- en cuyas ramas se posan sus cuervos marinos o chovas y sus propios búhos y halcones. El perejil era un emblema de luto y el lirio una flor de la muerte. Prometió a Odiseo una juventud eterna, pero él deseaba la vida y no la inmortalidad heroica”.

“Partir de Ogigia” comienza con una sentencia, “Nadie puede engañar a quien ama”; sin embargo, la ambigüedad rompe lo absoluto de este enunciado convertida en aforismo; y deja de serlo cuando recordamos que Nadie, en griego Outis-Oudis, es el nombre que se dio a sí mismo Ulises durante la aventura de Polifemo. La enunciación negativa se transforma entonces en una aseveración equivalente a “Ulises puede engañar”; al fin y al cabo, en la Ilíada, el rey de Ítaca es el sagaz estratega que no duda en utilizar la mentira y el ocultamiento, claro que ahora se encuentra ante Calipso, cuyo nombre también está relacionado con la ocultación desde su etimología. En el poema “Teichoscopia”, Helena de Troya define a Odiseo con estas palabras: “un fullero de quien nadie se fía, un sinvergüenza”.

Ya el título del poema nos está situado en una paisaje muy concreto en la épica arcaica griega, en el episodio de Calipso de la Odisea, en su momento final; después de unos siete años, Ulises quiere partir, porque, en realidad, esta es su esencia como viajero eterno. Nicos Kazantzakis supo verlo muy bien en la creación de nuevas aventuras para este peregrino cuya naturaleza es la inquietud del demonio de lo absoluto; así tituló André Malraux la biografía de T.E. Lawrence, de Arabia, para el este “existen dos clases de hombres: aquellos que duermen y sueñan de noche y aquellos que sueñan despiertos y de día… estos son peligrosos, porque no cederán hasta ver sus sueños convertidos en realidad”, estos son los que acaban enfrentándose al demonio que custodia esa esencia absoluta que vive en lo profundo del ser humano, a cual algunos llamamos alma.

Calipso, en un comienzo, en el primer verso, aparece mencionada mediante el pronombre “ella”, que unido a Nadie identifica una narración particular en un ejemplo universal para el ser humano cuyo destino es la separación. Nadie-Ella-Él. Los tres protagonistas que se ven individualizados desde lo abstracto de los pronombres catafóricos, sin una referencia previa,

por la mención en el título de un lugar muy concreto: Ogigia que para todo disfrutador de la obra de Homero es un paisaje inmediatamente situado en su atlas imaginal.

Habrá un momento en que Nadie partirá, como hemos dicho porque esto se encuentra en su naturaleza; pero no será cuando las circunstancias sean las mejores, ya que el suyo es un espíritu aventurero que se crece en las dificultades: el cielo será brumal, amenazará tormenta. La oscuridad y la tempestad que acompaña a los momentos decisivos en que la vida cambia. ¿Para regresar a la patria? Bueno, así lo cree él mismo y así intentó transmitirlo Homero, porque así corresponde a un héroe tradicional; la realidad es otra. Comenzó anunciándolo Constantinos Kavafis (1863-1933) en su magistral “Ítaca” (1911), esencia de lo humano; y posteriormente Nicos Kazantzakis (1883-1957) con su Odisea (1938). No, no es la patria lo que busca Ulises. Es la experiencia de sentirse vivo; aunque no debemos olvidar la existencia de los Nóstoi, los regresos al hogar de los héroes griegos vencedores, ¿de verdad?, en Troya. Los Nóstoi son obras que pertenecen al ciclo literario de la guerra de Ilión, como la Eneida, y desarrollan los sucesos posteriores a la destrucción de la ciudad de Príamo.

En la segunda estrofa es en la que localizamos ese verter el mito clásico al lenguaje más moderno; palabras brutales, no te soporto, se aburría. Un aburrimiento, el de Nadie, que alcanza lo trascendente, pues toca el fondo del abismo, del tiempo y de la eternidad. Y esto es más difícil de encontrar en las barbaridades que pueden llegar a pronunciarse en un momento de ruptura; pero, claro, estamos en la idealidad mitológica.

Calipso le presenta a su amado una serie de ofrendas que solo puede hacer una divinidad como ella: tus penas desaparecerán; cómo, si realmente su pena nace de estar en Ogigia, ¿o no?, allí en compañía de la ninfa hecha mujer apasionadamente enamorada, Ulises perderá su no identidad, dejará de ser Nadie para transformarse en Alguien; hasta llega a ofrecerle el catasterismo, llegar a ser un “astro de fuego que inunda con su luz la vasta oscuridad”.

Pero Ulises tiene que renunciar, ¿a qué?, ¿a ser feliz, a transformarse en un astro, a la entrega y el amor de Calipso, la llamada por Homero “Divina entre las diosas”, a la inmortalidad?

¿Realmente a la inmortalidad? No olvidemos que ciertos rasgos paisajísticos, según Robert Graves, que definen el territorio de Ogigia son símbolos de muerte. La felicidad es la muerte de los héroes, porque sin el combate no hay fama, y esta es la permanencia del guerrero, como Aquiles, que decidió morir joven en la plenitud de su vida, como Alejandro Magno; como el Odiseo de Kazantzakis, que escapa de la felicidad pasiva del que todo cree tenerlo en la isla de Ítaca. Y, es que, para una Ninfa inmortal la vida es un sueño que acaba en una pesadilla, en la oscuridad de la muerte.

Pero, ante la negativa del héroe, solo cabe ese verso alejandrino partido en su primer hemistiquio, de siete sílabas, verso final que no deja de recordar la solemnidad de la estrofa manriqueña de pie quebrado: “y lo dejó marchar”. Hasta en este final tan absoluto se percibe el rasgo de la modernidad ejemplificado en la hermosa canción de 1989 de Luz Casal, hecha nueva Calipso: “Te dejé marchar”, con letra de David Summers y música de Dani Mezquita. Y desde luego que es rotunda, porque significa la muerte del que renuncia a la vida eterna.

Teichoscopia

a Carlos García Gual

Tras nueve años de guerra, el rey de Troya
no sabe quiénes son sus enemigos.
Se lo pregunta a Helena, allá en lo alto
de la muralla: <Dime, Helena, hija,
¿quién es ese que saca la cabeza
a los demás y que parece un rey
por su modo de andar y por su porte
señorial?>. <Mi cuñado, Agamenón,
un hombre insoportable que no cesa
de gruñir, el peor de los esposos
y un mal padre>. <¿Y el rubio que está al lado?>.
<Es mi marido, Menelao, un idiota
que no supo apreciar como es debido
lo que tenía en casa y no comprende
a las mujeres>. Príamo registra
la información de Helena en su vetusto
cerebro, y continúa preguntando:
<Y ese otro de ahí, de firme pecho
y anchos hombros, que va y viene nervioso
por el campo, las manos a la espalda,
como quien trama algo, ¿quién es ese?>.
<Odiseo de Ítaca, un fullero
de quien nadie se fía, un sinvergüenza>.
<¡Caramba con los griegos!>, piensa Príamo,
y le dice a la novia de su hijo:
<Otros veo, muy altos y muy fuertes,
que destacan del resto. Por ejemplo,
esa masa magnífica de músculos
que está sentada al fondo, a la derecha…>.
<Es Ayante, una bestia lujuriosa
y prepotente, un grandullón con menos
inteligencia que una lagartija>.
<¡Qué bien hice estos años -piensa Príamo-
sin saber quiénes eran estos tipos!
Basta que gente así reclame a Helena
para no devolverla>. Y en voz alta
dice a la chica: <¿Dónde estará Paris?>.
<Imagino que en la peluquería,
haciéndose las uñas y afeitándose>.
<Ayúdame a bajar de la muralla
y vamos en su busca, que os invito
a los dos a una copa en el palacio>.

Una teicoscopia (también teichoskopia) procede del griego teikos, ‘muralla’, y skopein, ‘ver’. Es una figura temática que procede de la literatura clásica, mejor casi de la arcaica griega. Consiste en una narración con carácter descriptivo que realiza un observador desde un punto elevado, desde una muralla para presentar un paisaje en el que las figuras humanas pueden cobrar un cierto protagonismo. En la Ilíada encontramos una de las teicoscopia más célebres, de la cual Luis Alberto de Cuenca hace su versión, está en el tercer canto, hexámetros 161 a 246, cuando Helena contesta a las preguntas de Príamo, interesado en conocer la identidad de los héroes aqueos.

LA VENUS DE WILLENDORF

Entre las chicas norteamericanas
que estudian español en la academia
de enfrente de tu casa, hay una gorda
que es igual que la venus de tus sueños.
Bajo una camiseta de elefante
que pone University of Indiana
(Jones) y unos pantalones de hipopótamo,
se mueve por el mundo con el arte
que le da su ascendencia
mitológica.
Hace ya varios días que vigilo
desde el balcón su cuádruple barbilla
y el Sol dorado de su cabellera.
Hace ya varios días que le envío,
cuando se pone a tiro de mis ojos,
dardos de amor y flechas de deseo.
Pero no llegan nunca a su destino.

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About lamansiondelgaviero

Escritor y amante de la literatura. Obras publicadas en kindle: "Realismo mágico y soledad, la narrativa de Haruki Murakami", "Castillos entre niebla", "Amadís de Gaula, adaptación", "El tiempo en el rostro, un libro de poesía", Álvaro Mutis, poesía y aventura", "Edición y estudio de Visto y Soñado de Luis Valera" y mis últimas publicaciones "Tratado de la Reintegración. Martines de Pasqually. Traducción de Hugo de Roccanera", "El Tarot de los Iluminadores de la Edad Media. Traducción de Hugo de Roccanera", La gran conquista de ultramar, versión modernizada en cuatro volúmenes.
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