Feliz aquel que se ocupa del destino eterno y, como viajero que parte con la luz del alba, se despierta, todavía el alma en el ensueño, y desde la aurora reza y lee. Victor Hugo, Las contemplaciones
Oriana. Ilust. G. Andrango (imagen contraportada libro Amadís de Gaula, versión de Antonio Joaquín González)
Los sabios de la antigüedad consideraron que los hechos de armas de su tiempo merecían ser guardados en perpetua memoria, para que aquellos que los leyesen sintieran admiración por las batallas de griegos y troyanos; por eso decidieron ponerlos por escrito. De la misma manera quiso hacer Tito Livio cuando ensalzó la honra y fama de los romanos, no tanto por sus fuerzas corporales como por el ardimiento y esfuerzo de su corazón. No nos extrañan los grandes hechos del pasado, porque los hemos visto similares, sin llegar a los espantosos golpes, ni a los milagrosos encuentros armados como los de Héctor o Aquiles; ni a un tajo de espada como el de Godofredo de Bullón, rey de Jerusalén, que partió en dos pedazos a un turco. Hay que creer en la existencia de Troya y en la victoria de los griegos, de la misma manera en la conquista de Jerusalén; pero las maravillosas hazañas de los héroes han de ser atribuidas a los escritores que las contaron. Otros autores edificaron sus obras sin ningún fundamento de verdad; son las historias fingidas, con hechos admirables apartados de todo orden natural; estas no son crónicas sino patrañas. ¿Qué buen fruto tomaremos de estas? No otro sino los ejemplos y la doctrina que nos aproxime a la salvación y suba nuestras ánimas hasta la gloriosa alteza para las que fueron creadas. Estos libros han sido considerados más patrañas que crónicas, pero gracias a los ejemplos y doctrinas que acompañan, pueden compararse a esos saleros de corcho enriquecidos con adornos de oro y plata. Así tanto los caballeros mancebos como los ancianos hallarán aquello que conviene a cada uno.
Caballero Amadís. Ilust. G. Andrango (Imagen portada libro Amadís de Gaula, versión de Antonio Joaquín González)
Considerando todo esto y con el deseo de que quedase de mí memoria; dado mi poco ingenio para ocuparme de las cuestiones que alcanzaron los más cuerdos sabios, quise corregir estos tres libros de Amadís, que muy estropeados se leían y traducir un cuarto con las Sergas de Esplandián su hijo. Este apareció en una tumba de piedra en una ermita cercana a Constantinopla. Fue traído a estas tierras de España por un mercader húngaro; estaba en un pergamino y con unas letras tan antiguas que con gran trabajo podían ser leídas.
Y, si por ventura, en esta mal ordenada obra apareciese algún error de esos que son prohibidos tanto por lo humano como por lo divino, demando perdón humildemente pues yo creo firmemente en todo lo que manda la Santa Iglesia.
Portada de AMADÍS DE GAULA, versión de Antonio Joaquín González. (libro papel)
La impresión en Roma por Antonio de Salamanca en 1519 de Los cuatro libros del esforzado y muy virtuoso caballero Amadís de Gaula (Biblioteca Nacional de España R/34929) consta de 284 hojas que equivalen a 568 páginas a doble columna. En una edición contemporánea de Amadís de Gaula, la de Jesús Rodríguez Velasco (1997), en dos tomos, el texto escrito por Garci Rodríguez de Montalvo ocupa 1291 páginas. Evidentemente, a la hora de realizar la presente edición-adaptación se ha tenido que optar por una abreviación que haga más asequible la obra al lector al que va dirigida, para convertirla en una llamada que le incite a la aventura de leer un clásico tan importante para la literatura en español.
La técnica del entrelazamiento, aprendida en los textos en los que se desarrollan las gestas del rey Arturo y de los caballeros de la Mesa Redonda, supone una bifurcación continua de los núcleos narrativos. La línea con la que se pretendiese trazar el recorrido de las aventuras de los héroes en el Amadís de Gaula sería tan intrincada como laberínticos son los caminos que ellos recorren en pos del motivo de su existencia. Su vagar es individual, aunque en algunos momentos los senderos se cruzan. La esencia del caballero andante es la soledad aceptada y necesaria en su desarrollo heroico; por ello, el resumen de cualquier libro de caballerías implica distintas líneas argumentales separadas, aunque solo en apariencia. Tantos son los males que en el mundo de la ficción afectan a los oprimidos que las fuerzas que los defienden tienen que disgregarse. Por supuesto que hay confluencias; en el caso del Amadís de Gaula es la corte de la Gran Bretaña, o la Ínsula Firme; ahí la aventura será distinta, como lo es el territorio, y primará lo cortesano sobre lo guerrero. La corte se convierte en un punto de convergencia donde, al ser conocidas las aventuras de los distintos caballeros, estas alcanzan un motivo que las unifica. La técnica del entrelazamiento no es tan compleja en el Amadís de Gaula como lo será en algunos otros libros que sigan su estética. Con todo, para la presente adaptación ha sido necesario eliminar ciertos lances sucedidos a otros personajes que no son el protagonista.
Para explicitar las supresiones que se han realizado no está de más hacer referencia a la línea argumental seguida, que no es otra más que la del héroe desde sus orígenes en las relaciones de sus padres Elisena y Perión de Gaula, el cual es el primer protagonista del libro. Desde el nacimiento de Amadís, él será el personaje central de la obra, dejando de lado las aventuras de otros importantes caballeros andantes cuyas existencias gravitarán en torno a la corte de la Gran Bretaña. Sí que se han respetado algunas noticias detalladas de personajes como podrían ser Galaor y Florestán, los dos hermanos de Amadís. El primero presenta unos rasgos biográficos sumamente cercanos al arquetipo heroico que predomina en los libros de caballerías. Más allá de esto, se omiten las aventuras sucedidas a otros caballeros como Agrajes, cuya importancia es indiscutible y su personalidad perfectamente dibujada en sus iras y su orgullo. También se dejan en el olvido encuentros menores que alcanzan al protagonista en su continuo deambular. Un ejemplo significativo de esto es el primer choque de Amadís con Patín, el que llegará a ser emperador de Roma; en este episodio se persigue dejar patente la soberbia e imbecilidad de este personaje, rasgos de los que no va a librarse pese a su muerte heroica; como este talante permanece a lo largo de la obra, se evidencia en sus siguientes apariciones. También es significativa la abreviación de las aventuras de Amadís de Gaula por el Imperio Griego, salvo la detallada mención al episodio del Endriago, que es de los más importantes del libro. Se suprimen algunas profecías referidas a episodios ajenos a lo que considero como línea argumental central y, por tanto, omitidos en esta adaptación. Mantener esas palabras anticipatorias supondría desvirtuarlas al no verse cumplidas; al fin y al cabo las actuaciones proféticas son un instrumento más de creación de intriga y una herramienta que da al lector un cierto protagonismo pues le hace capaz de interpretar desde ellas los sucesos, a la vez que originan expectativa.
Espada. ilustración. G. Andrango.
Garci Rodríguez de Montalvo utilizó en algunos momentos la ficción como una excusa sobre la que sustentar ciertas interpolaciones de carácter moral. Por ellas, el Amadís de Gaula ha podido llegar a ser leído como un espejo de caballeros. Algunas de estas glosas tienen un valor literario indiscutible, otras pertenecen más al tiempo histórico en que fueron redactadas. Se ha mantenido prácticamente en su totalidad el discurso que trata acerca de la soberbia, uno de los males que aquejan al mundo de la caballería y la más grave falta con la divinidad en la interpretación religiosa de la época de Rodríguez de Montalvo. Sumamente interesantes son también las palabras que podemos leer en el prólogo, en ellas el autor habla de la teoría literaria y de la historia. Aquí se han abreviado algunos elementos, aunque se ha conservado la explicación que clasifica al Amadís de Gaula como historia fingida.
Por lo que respecta a los cambios realizados desde lo lingüístico, quiero hacer mención de los siguientes. En primer lugar, la ortografía ha sido adaptada a las normas actuales. Las palabras infrecuentes en nuestros días van en un glosario anexo. Se simplifican algunos términos, sobre todo aquellos tecnicismos que atañen a la vida militar del caballero. Sintácticamente, el Amadís de Gaula no alcanza la complejidad que se manifiesta en textos como los de Feliciano de Silva –Lisuarte de Grecia (1514) o Florisel de Niquea (1532)– parodiados en el Don Quijote de La Mancha: «la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece que con razón me quejo de vuestra hermosura» (I, Cap. I); con todo, se ha optado por un periodo oracional más corto, aunque se intenta mantener en algunos párrafos un estilo más intrincado para no desnaturalizar la esencia lingüística de la obra.
En definitiva, el impulso que ha guiado la realización de la presente obra es hacerla asequible a un lector actual, intentando mantener el espíritu del texto a sabiendas que, en realidad, esta adaptación es como un nimbo que puede servir de norte para aquel que quiera acercarse al auténtico tesoro que es la obra original.
Amigo lector, así lo espero; ojalá descubras en los paisajes del Amadís de Gaula una tierra que conquistar.
Que por mayo era, por mayo, cuando hace la calor, cuando los trigos encañan y están los campos en flor, cuando canta la calandria y responde el ruiseñor, cuando los enamorados van a servir al amor; sino yo, triste, cuitado, que vivo en esta prisión; que ni sé cuándo es de día ni cuándo las noches son, sino por una avecilla que me cantaba el albor. Matómela un ballestero; dele Dios mal galardón.
Amancio Prada. Autor de una de las mejores versiones de este romance
Un romance puede definirse desde un punto de vista del contenido como un texto poético en el que se narra una historia, aunque también encontramos romances en los que los sucesos son menos importantes que los sentimientos o lo lírico; este es el caso del “Romance del prisionero”, cuya historia puede plantearse desde la sencillez de estas líneas: un prisionero, alejado de un mundo que despierta a la primavera, añora la libertad y se queja de que su único contacto con ella, una avecilla que cantaba al amanecer, haya sido matada por un ballestero. Pese a la sencillez de lo narrado, el “Romance del prisionero” es una de las más perfectas manifestaciones líricas de este género literario, especialmente por su capacidad de sugerir -casi metafóricamente- desde la presencia de unos elementos que son realistas.
El cielo mas allá de la ventana
Los romances tuvieron a lo largo de los siglos una difusión oral que suponía el desarrollo de numerosas variaciones, hasta que, en algún momento de la historia eran recogidos por escrito. Así sucedió con el “Romance del prisionero”, del cual se conoce una versión más extensa en la que el cautivo, después de maldecir al ballestero comienza a planear su fuga. Esta parte es principalmente narrativa; en ella se difumina el sentimiento lírico que se encuentra en el texto que estamos comentando. Los versos finales que no aparecen en este añaden poco a la capacidad expresiva del poema. Sucede así en otros romances, como el de “El infante Arnaldos”. En tal abreviación se muestra la capacidad lírica de la tradición que escoge desde un texto previo lo más impactante que es retenido por la memoria del receptor. Desde este planteamiento es explicable que extensos cantares de gesta (Los infantes de Lara, Fernán González, Roncesvalles o Cantar de mío Cid) fuesen el origen de breves piezas poéticas que, recordadas y cantadas por el pueblo pasaban a ser auténticas joyas de la historia literaria de una lengua.
Verderón, acuarela. Gioconda Andrango
La definición formal de un romance desde la métrica nos señala que esta composición es una tirada indefinida de versos, con una rima asonante en los pares. Así es en el caso de “Romance del prisionero” cuyo ritmo está expresado en la repetición de la vocal ó en la sílaba final de los versos pares. Tanto el verso de arte menor, el octosílabo, como ese ritmo tan marcado contribuyen a favorecer la memorización del poema que, como ya se ha dicho, se difundía desde la oralidad. Aunque parezca que predomina lo externo, ese mundo ajeno se transforma en un paisaje para el yo en la utilización de la primera persona, especialmente en los versos en los que la voz quejosa hace notar los motivos de su pesadumbre. Para llegar a ese momento de evidencia del yo, el poema sigue un proceso que comienza en la naturaleza (trigos, campos), las aves (calandria, ruiseñor), los seres humanos (enamorados y yo). Es interesante, también, señalar el progresivo acercamiento hacia lo terrible de este romance, en el último verso. En la expresión de la tristeza sentida por el cautivo hay un momento en el que aparece una cierta posibilidad de salvación, en la mención de la “avecilla que me cantaba al albor”, pero es un refugio breve ante la pesadumbre, pues inmediatamente sabemos que un ballestero la ha matado y, de ahí ese final terrible, de maldición, del último verso. Se explica así, perfectamente, que la versión que acaba en este punto sea la que ha triunfado gracias a la tradición. Ante tan alta lírica, lo que siga solo puede ser, como es, prosaico. A la hora de clasificar este romance tenemos que recordar que la lírica se refiere a la expresión de sentimientos propios que implica la presencia de una función emotiva en la que el yo adquiere un valor especial. Así sucede en este poema en el que una realidad idílica es contemplada desde el cautiverio. Tal contraste, naturaleza y prisión, aumenta la sensación de desasosiego que es transmitida al lector. Muchos romances de origen medieval han pervivido hasta bien entrado el siglo XX; otro cantar es lo que suceda en el siglo XXI, más allá del conocimiento por parte de los investigadores del hecho literario. La pervivencia de la época que los vio nacer se hace evidente en la presencia de algunos tópicos que son esencialmente de la Edad Media. En “Romance del prisionero” está el sentimiento del amor como la búsqueda de un servicio según los principios del amor cortés; el canto de las aves como tópico del locus amoenus o de la poesía trovadoresca cortés. Quizá el “Romance del prisionero” hable del dolor de vivir sin la persona amada. La referencia al “albor”, al momento del amanecer que generó infinidad de composiciones denominadas albadas, en las que dos amanes ven llegada la aurora y, con ella, el momento de la separación después de una noche de placer.
La obscuridad
La eficacia expresiva del texto radica, sobre todo, en la organización de términos opuestos como luz-oscuridad, alegría-tristeza, libertad-prisión, día-noche, albor-muerte, soledad-canto de aves. Esa riqueza de contrastes es la que hace que podamos considerar este romance como uno de los mejores ejemplos líricos del género. Tengamos en cuenta también la capacidad de sugerencia que se desarrolla desde el hecho de que la realidad no es percibida por la vista sino por el sonido (el cautivo, encerrado en la oscuridad, escucha, no ve). Y es desde ese sonido, desde el que el poema se aproxima al momento climático en los dos últimos versos, cuando se hace referencia a cómo un ballestero mata a la avecilla cantora, principal elemento de relación del prisionero con la realidad exterior y libre; causa que origina, con total propiedad, esa maldición final: “déle Dios mal galardón”.
“El prisionero” -Por el mes era de mayo, cuando hace la calor, cuando canta la calandria y responde el ruiseñor, cuando los enamorados van a servir al amor, sino yo, triste cuitado, que vivo en esta prisión, que ni sé cuándo es de día ni cuándo las noches son sino por una avecilla que me cantaba al albor; matómela un ballestero, déle Dios mal galardón. Cabellos de mi cabeza lléganme al corvejón, los cabellos de mi barba por manteles tengo yo, las uñas de las mis manos por cuchillo tajador. Si lo hacía el buen rey, hácelo como señor; Si lo hace el carcelero, hácelo como traidor. Mas quién agora me diese un pájaro hablador siquiera fuese calandria, o tordico, o ruiseñor, criado fuese entre damas y avezado a la razón, que me lleve una embajada a mi esposa Leonor: que me envíe una empanada no de trucha ni salmón sino de una lima sorda y de un pico tajador, la lima para los hierros y el pico para la torre.- Oído lo había el rey, mandóle quitar la prisión.
Romancero. Edición de Paloma Díaz-Mas. Barcelona. Crítica. 1994.
—¡Abenámar, Abenámar, moro de la morería, el día que tú naciste grandes señales había! Estaba la mar en calma, la luna estaba crecida, moro que en tal signo nace no debe decir mentira. Allí respondiera el moro, bien oiréis lo que diría: —Yo te lo diré, señor, aunque me cueste la vida, porque soy hijo de un moro y una cristiana cautiva; siendo yo niño y muchacho mi madre me lo decía que mentira no dijese, que era grande villanía: por tanto, pregunta, rey, que la verdad te diría. —Yo te agradezco, Abenámar, aquesa tu cortesía. ¿Qué castillos son aquéllos? ¡Altos son y relucían! —El Alhambra era, señor, y la otra la mezquita, los otros los Alixares, labrados a maravilla. El moro que los labraba cien doblas ganaba al día, y el día que no los labra, otras tantas se perdía. El otro es Generalife, huerta que par no tenía; el otro Torres Bermejas, castillo de gran valía. Allí habló el rey don Juan, bien oiréis lo que decía: —Si tú quisieses, Granada, contigo me casaría; daréte en arras y dote a Córdoba y a Sevilla. —Casada soy, rey don Juan, casada soy, que no viuda; el moro que a mí me tiene muy grande bien me quería.
Alhambra
Con el “Romance de Abenámar” nos encontramos ante una característica que no responde a la definición de “Romance”, según la cual este es un texto narrativo. Indudablemente observamos una situación narrativa: unos personajes realizan una acción; sin embargo, la modalidad textual que predomina es el diálogo, a través de él se consigue una mayor inmediatez. Al no presentarse la circunstancia en la que se emite el mensaje -que puede deducirse de las palabras de los personajes- el receptor se ve introducido de una manera inmediata en el desarrollo del diálogo; casi como si estuviese presente en los acontecimientos.
Grabado. Siglo XIX. Juan II de Castilla
Además de definirse desde la categoría de dialogados, este romance es fronterizo; es decir, trata de la relación normalmente bélica entre los castellanos cristianos y el reino musulmán de Granada, último territorio de Al-Andalús que sobrevivió a la Reconquista hasta que los Reyes Católicos entraron en la capital en 1492. Los romances fronterizos, normalmente, tienen un fundamento histórico, aunque están tratados desde la ficción. El hecho y el personaje histórico que encontramos en el “Romance de Abenámar” es el rey Juan, II de Castilla, monarca entre 1406 y 1454, padre de Isabel I la Católica. El suceso ficticio que aquí se refleja puede situarse en torno a 1431, en un periodo de injerencia de Castilla en los asuntos del Reino Nazarí. La realidad histórica está reflejada en el personaje de don Juan; los otros dos son ficticios: Abenámar, que es hijo de un musulmán y una cristiana cautiva, situación de mestizaje que se daba con cierta frecuencia en la época (el penúltimo rey de Granada, Muley Hacén, contrajo matrimonio con Isabel de Solís, que era una cristiana cautiva, convertida al islam y madre de infantes granadinos). Pese a tal hecho, Abenámar seguramente es una ficcionalización. Y, la tercera protagonista que interviene en el diálogo es la propia ciudad de Granada, que cobra voz en un proceso de prosopopeya o personificación, figura retórica que consiste en presentar una realidad inanimada con capacidad animada, en este caso, en disposición de utilizar el lenguaje verbal oral. La versión del “Romance de Abenámar”, que aquí leemos es la abreviada y representada gráficamente en versos de dieciséis sílabas separados por una cesura, de manera que, en realidad, estamos leyendo una composición que presenta las características métricas del romance: un poema formado por una tirada indeterminada de versos octosílabos con rima asonante (ía) en los pares. El romance está organizado en dos diálogos con unas breves intervenciones del narrador que sirven para dar entrada a las palabras de Abenámar en primer lugar (verso 5) y la segunda del rey don Juan (verso 20), cuando va a dirigirse a Granada personificada. Es interesante constatar que el romance comienza con el estilo directo del rey Juan, sin que nos encontremos con una referencia previa a la situación en la que se produce el diálogo. Estos comienzos abruptos son frecuentes en el romancero.
Rendición de Granada. Sillería de la Catedral de Toledo
La descripción del contexto se produce desde elementos que van siendo deducidos desde el diálogo (Abenámar, Granada, Alhambra, Alixares, Generalife, Torres Bermejas) que nos sitúan en un ambiente de frontera con el reino granadino en un contexto de guerra (moro, castillo, rey don Juan). Tengamos en cuenta que los romances fronterizos nacen en una época en la que el mundo bélico es interpretado según unas normas caballerescas que reglamentarán el mundo de la guerra desde los principios de la cortesía. Desde este punto de vista puede interpretarse el tratamiento de la figura del moro Abenámar y de la manera como el rey Juan se dirige al que en otro momento (Cantar de mío Cid) hubiese sido tratado desde la vehemencia y la falta de respeto al diferente visto como enemigo. Uno de los elementos más hermosos del “Romance de Abenámar” es la sugerencia exótica que nace desde la descripción de Granada, contemplada como lugar de maravilla, así se hace evidente en ese verbo “relucían”; también, de extrañeza por la presencia de palabras que connotan lo oriental: Abenámar, moro, Alhambra, Alixares, Generalife, Granada, Córdoba, Sevilla. En este mismo sentido hay que situar las gentilezas de las frases de Abenámar y la altivez de Granada que defiende como esposa al moro con el que está casada frente a la rapiña que insinúa la mirada codiciosa del rey castellano.
DON CARLOS, DON DIEGO, DOÑA IRENE, DOÑA FRANCISCA, RITA Sale DON CARLOS del cuarto precipitadamente; coge de un brazo a DOÑA FRANCISCA, se la lleva hacia el fondo del teatro y se pone delante de ella para defenderla. DOÑA IRENE se asusta y se retira. DON CARLOS. Eso no… Delante de mí nadie ha de ofenderla. DOÑA FRANCISCA. ¡Carlos! DON CARLOS. (Acercándose a DON DIEGO). Disimule usted mi atrevimiento… He visto que la insultaban y no me he sabido contener. DOÑA IRENE. ¿Qué es lo que sucede, Dios mío? ¿Quién es usted?… ¿Qué acciones son estas?… ¡Qué escándalo! DON DIEGO. Aquí no hay escándalos… Ese es de quien su hija de usted está enamorada… Separarlos y matarlos viene a ser lo mismo… Carlos… No importa… Abraza a tu mujer. (DON CARLOS va a donde está DOÑA FRANCISCA, se abrazan y ambos se arrodillan a los pies de DON DIEGO). DOÑA IRENE. Conque ¿su sobrino de usted? DON DIEGO. Sí, señora; mi sobrino, que, con sus palmadas y su música y su papel, me ha dado la noche más terrible que he tenido en mi vida… ¿Qué es esto, hijos míos; qué es esto? DOÑA FRANCISCA. Conque ¿usted nos perdona y nos hace felices? DON DIEGO. Sí, prendas de mi alma… Sí. (Los hace levantar con expresiones de ternura). DOÑA IRENE. ¿Y es posible que usted se determine a hacer un sacrificio?… DON DIEGO. Yo puedo separarlos para siempre y gozar tranquilamente la posesión de esta niña amable, pero mi conciencia no lo sufre… ¡Carlos!… ¡Paquita! ¡Qué dolorosa impresión me deja en el alma el esfuerzo que acabo de hacer!… Porque, al fin, soy hombre miserable y débil. DON CARLOS. (Besándole las manos). Si nuestro amor, si nuestro agradecimiento pueden bastar a consolar a usted en tanta pérdida… DOÑA IRENE. ¡Conque el bueno de don Carlos! Vaya que… DON DIEGO. Él y su hija de usted estaban locos de amor, mientras usted y las tías fundaban castillos en el aire, y me llenaban la cabeza de ilusiones, que han desaparecido como un sueño… Esto resulta del abuso de la autoridad, de la opresión que la juventud padece, estas son las seguridades que dan los padres y los tutores, y esto, lo que se debe fiar en el sí de las niñas… Por una casualidad he sabido a tiempo el error en que estaba… ¡Ay de aquellos que lo saben tarde! DOÑA IRENE. En fin, Dios los haga buenos, y que por muchos años se gocen… Venga usted acá, señor; venga usted, que quiero abrazarle. (Abrázanse DON CARLOS y DOÑA IRENE. DOÑA FRANCISCA se arrodilla y la besa la mano). Hija, Francisquita. ¡Vaya!, buena elección has tenido… Cierto que es un mozo galán… Morenillo, pero tiene un mirar de ojos muy hechicero. RITA. Sí, dígaselo usted, que no lo ha reparado la niña… Señorita, un millón de besos. (DOÑA FRANCISCA y RITA se besan, manifestando mucho contento). DOÑA FRANCISCA. Pero ¿ves qué alegría tan grande?… ¡Y tú, como me quieres tanto!… Siempre, siempre serás mi amiga. DON DIEGO. Paquita, hermosa. (Abraza a DOÑA FRANCISCA). Recibe los primeros abrazos de tu padre… No temo ya la soledad terrible que amenaza a mi vejez… (Asiendo de las manos a DOÑA FRANCISCA y a DON CARLOS). Vosotros seréis la delicia de mi corazón; y el primer fruto de vuestro amor…, sí, hijos, aquel…, no hay remedio, aquel es para mí. Y cuando le acaricie en mis brazos, podré decir: a mí me debe su existencia este niño inocente; si sus padres viven, si son felices, yo he sido la causa. DON CARLOS. ¡Bendita sea tanta bondad! DON DIEGO. Hijos, bendita sea la de Dios.
Este texto es un fragmento, del desenlace, de El sí de las niñas, una de las obras más importantes del teatro neoclásico español, en el siglo XVIII, escrita por Leandro Fernández de Moratín. Situemos, en primer lugar, la obra en su contexto cultural. El neoclasicismo presta estéticamente las características de la Ilustración. Sus rasgos principales son la razón y la sobriedad formal que se alejan de la poética definidora del movimiento literario y artístico anterior, el barroco (basado en una exaltación de la fe desde la acumulación de figuras retóricas o de adornos que complican la recepción del mensaje literario). Entre los principios que se defienden en la estética neoclásica me interesa, ahora mismo, destacar tres, pues se van a encontrar reflejados en el fragmento que se está comentando. Se trata del espíritu crítico, el respeto a las normas de lo clásico y la intención didáctica.
Leandro Fernández de Moratín (1760-1828), autor de la obra El sí de las niñas, a la que pertenece el fragmento que se está comentando, es uno de los escritores más destacados de la literatura dieciochesca española. En El sí de las niñas, Moratín critica una costumbre que era el matrimonio de conveniencia; una joven era obligada a contraer nupcias con un hombre mayor, no por amor, sino por intereses, sobre todo, de los padres de la muchacha. Este era un ejemplo más de la falta de consideración hacia la mujer; de hecho, Moratín aprovecha esta crítica para mostrar la capacidad que tiene la mujer para decidir su destino, con los mismos derechos, forjados desde la inteligencia y la educación, que el varón. En este sentido, Moratín se convierte en un claro ejemplo del interés reformista de los autores ilustrados que se hace evidente en el espíritu crítico ante los factores retrógrados de la sociedad y en la intención didáctica, esta no implica el olvido de que la literatura, y especialmente el teatro, ha de ser entretenimiento. En el siglo XVIII se produce, desde los principios del neoclasicismo, un debate que enfrenta el teatro heredero de lo barroco y la renovación que persiguen los ilustrados desde la defensa de unos preceptos clásicos. Estos se cumplen en la obra que estamos comentando. En primer lugar, la unidad de tiempo (la acción no va más allá de un día natural), de lugar (que implica que el escenario no tiene unas variaciones difíciles de asumir en la representación y alejadas del realismo) y de acción (solo se desarrolla una historia). La segunda norma es la verosimilitud, aquello que se representa debe estar cercano a la realidad. Y, finalmente, el teatro no debe buscar exclusivamente el entretenimiento sino también manifestar una clara voluntad por reformar las costumbres de la sociedad para mejorarla, esto es el didactismo.
Francisca Sabasa
El texto teatral, género literario al que pertenece este fragmento, presenta unas peculiaridades que se observan a simple vista (tengamos en cuenta que estamos comentando un texto escrito, no representado). Fijemos nuestra atención en las acotaciones (en letra cursiva); en ellas se explica cómo actúa el personaje, cómo es el escenario; todo ello encaminado a orientar a los responsables de la representación teatral. La primera acotación es un claro ejemplo de las de acción. Los nombres de los personajes aparecen en mayúscula; la mención al inicio de cinco de ellos nos indica que nos encontramos en una escena (la entrada o salida de otro implica un cambio de escena). Más allá de cada nombre se lee el texto que, en el momento de la representación, será pronunciado por el actor o la actriz encargada de encarnar al personaje concreto. Los personajes presentes en esta escena son don Diego, el hombre mayor que va a contraer matrimonio concertado sin amor con doña Francisca; la joven ama a don Carlos, que también es sobrino de don Diego. Doña Irene es la madre de doña Francisca, no solo consiente en ese enlace, sino que casi podríamos decir que vende a su hija por interés. Y, finalmente, Rita, personaje heredero de la comedia barroca, en la que encontramos al criado o la criada que en todo momento apoyan a sus amos; en ellos se encuentra la historia secundaria a la que los dramaturgos neoclásicos renuncian, recordemos las comedias de Lope de Vega o de Calderón de la Barca.
La gallinita ciega, Francisco de Goya
El afán didáctico y reformista de costumbres del teatro neoclásico no implica el abandono de una cierta sentimentalidad (cabe recordar ahora que un subgénero del drama dieciochesco recibe el nombre de comedia lacrimógena). Los sentimientos que perfectamente pueden encontrarse aquí son el de respeto de don Carlos hacia su tío don Diego; las expresiones de ternura de don Diego hacia la muchacha con la que iba a contraer matrimonio; el cariño que Rita siente hacia doña Francisca, el amor de don Carlos hacia doña Francisca. El único personaje que, desde un punto de vista del sentimiento aparece calificado negativamente, es la madre, doña Irene, que en un primer momento se comporta con cierta violencia, falta de respeto a su hija, aunque finalmente, su actitud cambia. Tengamos en cuenta que el interés reformista del teatro neoclásico español se base en un didactismo amable, alejado de una solución feroz (que sí encontraremos más adelante en el teatro romántico). Con todo, es necesario ver cómo se refleja la hipocresía que define a este personaje en el que se centra la crítica: “Hija, Francisquita. ¡Vaya!, buena elección has tenido… Cierto que es un mozo galán… Morenillo, pero tiene un mirar de ojos muy hechicero”. El sentimiento reformista de la obra está encarnado en don Diego, representación de la ideología ilustrada, la amabilidad que pretende ser un primer paso contra una lacra social como la que aquí se critica y la defensa del derecho del ser humano a ser feliz. Aunque esta sea la escena final, en el fragmento se encuentran las tres partes en las que se organiza toda obra teatral clásica: planteamiento, nudo y desenlace. Observamos en el texto que hay un primer conflicto (la imposibilidad del matrimonio que enfurece a la madre de doña Francisca), la búsqueda de solucionarlo y la llegada a una concordia final, que es el ideal perseguido por el sentido de crítica y reformismo social de los autores ilustrados; un final amable que implica el triunfo de la felicidad a un nivel muy básico sin adentrarse realmente en los problemas de injusticia social y políticos que aquejaban aquel tiempo. Una literatura interesada en el didactismo moral no tiene motivos para renunciar a la expresión de sentimientos; así, en el texto observamos la presencia de lo emotivo, tanto en los gestos (las precipitaciones que se producen al principio de la escena desde esa aparición inesperada de don Diego), como en las expresiones exclamativas que muestran el sentimiento de los personajes en un tono declamatorio, “¿ves qué alegría tan grande?… ¡Y tú, como me quieres tanto!… Siempre, siempre, serán mi amiga”.
Y de pronto en horrendo estampido desquiciarse la estancia sintió, y al tremendo tartáreo ruido cien espectros alzarse miró.
De sus ojos los huecos fijaron y sus dedos enjutos en él; y después entre sí se miraron, y a mostrarle tornaron después;
y enlazadas las manos siniestras, con dudoso, espantado ademán contemplando, y tendidas sus diestras con asombro al osado mortal,
se acercaron despacio, y la seca calavera, mostrando temor, con inmóvil, irónica mueca inclinaron, formando enredor.
Y entonces la visión del blanco velo al fiero Montemar tendió una mano, y era su tacto de crispante hielo, y resistirlo audaz intentó en vano;
galvánica, cruel, nerviosa y fría, histérica y horrible sensación, ¡toda la sangre coagulada envía agolpada y helada al corazón!
Y a su despecho y maldiciendo al cielo, de ella apartó su mano Montemar, y temerario alzándola su velo, tirando de él la descubrió la faz.
“¡Es su esposo!”, los ecos retumbaron, “¡La esposa al fin que su consorte halló!”. Los espectros con júbilo gritaron: “¡Es el esposo de su eterno amor!”.
El Romanticismo español tiene unas características peculiares que lo diferencian de este movimiento en su primera época tal y como se desarrolla en Inglaterra (Blake) o Alemania (Hölderlin). En España, el Romanticismo no alcanza lo metafísico que sí encontramos en los autores del norte de Europa; predomina lo narrativo y la sentimentalidad fácil (esto cambia de una manera radical con Bécquer, aunque este autor ya no es romántico sino simbolista). Esto por lo que se refiere al panorama general, José de Espronceda (1808-1842) se separa un tanto de este paradigma, no en todas sus obras, pero sí hay que recordar ese canto a la libertad que es “Canción del pirata” (influido por Byron), “Canto del cosaco” como expresión de un ansia de destrucción del mundo viejo, o El diablo mundo cuya experimentación estética y filosófica se aleja de lo narrativo que sí está muy presente en la obra a la que pertenece el fragmento que vamos a comentar. El estudiante de Salamanca (1840), por su ambiente y su moralidad es un heredero del teatro barroco; sin embargo, la técnica y la sentimentalidad son producto de la estética romántica. De hecho, podemos considerar que esta obra es uno de los máximos ejemplos de la literatura española de este periodo. En ella, por otra parte, se produce esa fusión de géneros que ya estaba en la literatura desde sus inicios; así en la épica que es la narración contada desde el verso. La peculiaridad romántica de estos textos épicos es el mantenimiento de lo narrativo, pero como secundario respecto a lo lírico, mediante una expresividad que es característica de lo romántico. No niego con esto lo sentimental en la Ilíada, la Odisea o el Cantar de mío Cid, simplemente digo que aquí la emotividad es un elemento continuo que contribuye a mantener en vilo la emoción del lector.
El estudiante de Salamanca es un poema narrativo de carácter fantástico. Dos son los protagonistas de esta historia, Félix de Montemar y doña Elvira. Montemar es el estudiante de Salamanca, un seductor cínico que no respeta a las mujeres, ni a nadie, tal y como corresponde a un personaje de la literatura española, el donjuán, que tiene una de sus primeras apariciones en El burlador de Sevilla y convidado de piedra (1616) de Tirso de Molina y que acabará representado en otro de esos protagonistas fundamentales del Romanticismo como es don Juan Tenorio de la obra del mismo título, escrita por José Zorrilla y publicada en 1844, en ella se muestra ese ambiente fantástico y romántico que define a El estudiante de Salamanca. Respecto a doña Elvira, es una joven que, a causa del desengaño sufrido en su amor hacia Félix de Montemar, muere. El hermano de doña Elvira quiere vengar la deshonra familiar sufrida, por la seducción de la joven, y se bate en duelo con el estudiante. Se produce un interesante juego literario con la temporalidad, y nos encontramos con un viaje fantástico hacia la ultratumba, cuando Félix de Montemar comienza a perseguir a una misteriosa mujer que se le ha aparecido caminando sola por las calles en la oscuridad de la noche. El fragmento que estamos comentando es el momento climático de tal paseo hacia los infiernos.
Por lo que se refiere a la métrica del fragmento, hay que señalar que nos encontramos ante la forma estrófica del serventesio, cuya rima es ABAB, con versos decasílabos y endecasílabos. Es, por lo tanto, una versificación de arte mayor que adquiere un ritmo rápido en una rima cuyo efecto es similar al del romance. Destaca, desde un punto de vista formal, la presencia de efectos aliterativos en los primeros versos por la repetición de sonidos vibrantes y oclusivos (pronto, horrendo, desquiciarse, tremendo, tártaro, ruido, espectros, alzarse), muy apropiados, en este caso para describir un ambiente desde lo acústico, desde el estrépito. Uno de los factores que caracterizan algunas obras del Romanticismo es lo macabro, todo aquello relacionado con el mundo de los cementerios. Tal paisaje ya estaba presente en el caso de la literatura española en una obra como Noches lúgubres (1789) de José Cadalso, en la cual, dado que pertenece a la estética neoclásica o prerromántica, el elemento fantástico no se hace tan evidente; también en la escena final de Don Juan Tenorio de José Zorrilla, el lugar macabro adquiere una importancia central. Para conseguir una mayor efectividad en lo expresivo que ha de marcar la emotividad sentida por el lector, Espronceda recurre al uso abundante de adjetivos calificativos y a la variación del ritmo narrativo que se vuelve muy rápido en el momento del desenlace. El campo semántico de lo macabro marca el desarrollo verbal de estos versos en los cuales leemos palabras como: horrendo, tremendo, tartáreo (en el sentido de infernal), espectros. Los espectros están descritos desde lo físico (ojos huecos, dedos enjutos, manos siniestras, diestras, seca calavera), pues realmente no lo son, sino que más bien nos encontramos ante cadáveres que se mueven y por ello producen esas sensaciones que también están presentes en espantado o asombro. Evidentemente se busca un efecto físico que acreciente el terror más allá de la mera presencia de un fantasma incorpóreo. Casi podríamos hablar del interés por transformar lo fantástico en real por la corporeización de la imagen; esta es una técnica que utiliza Mary Shelley en su Frankenstein o el moderno Prometeo (1818).
Lo macabro
No está entre mis intereses nada más allá de presentar una curiosidad que para los especialistas en historia del léxico español no lo será. Una curiosidad que se genera en la aparición de una palabra que etimológicamente sigue manteniendo un cierto misterio y que, como tantas otras, es un ejemplo de la historia cultural española. La palabra a la que quiero referirme es MACABRO. Quizá porque la aprendí en los tiempos en los que el mundo todavía era joven y la literatura romántica estallaba como una bomba en los estudiantes de BUP de Literatura Española; y me siguió durante los años universitarios, en la Facultad de Filología, cursando Árabe. Ahí apareció esa raíz que es QBR, que tiene que ver con el morir y la muerte; raíz a la que antecede el prefijo MA, ‘lugar’. De la unión de ambos Maqâbir, ‘cementerio’. Genial, conseguía entender de dónde procede uno de los vocablos que explicaba una de las características centrales del tardío romanticismo hispano. De hecho, uno de los primeros documentos en los que se lee es en Gustavo Adolfo Bécquer, que en 1870 publicó “Los ojos verdes”, una de sus más hermosas Leyendas. García de Diego en su Diccionario etimológico español e hispánico sitúa el origen de Macabro en el árabe macbora. Sin embargo, Federico Corriente en el Diccionario de arabismos descarta tal procedencia.
¿De dónde, pues? Corominas lo explica en detalle. Procede del francés Macabre, que se data en torno a 1376 en Danse macabre, texto que corresponde al género que también encuentra su manifestación hacia 1400 en Castilla, en la Danza de la Muerte. En Francia, este texto recibió previamente el nombre de Dance Macabré (hay un moro que así se llama en un cantar de gesta del siglo XII) o Danse Macabé. Macabré era un antropónimo usado en el norte de Francia. Pero no se conoce con certeza el motivo por el cual se aplicó este término a tal tipo literario. Corominas sigue explicando que tanto Macabré como Macabé pueden estar relacionados con los siete hermanos hebreos, los Macabeos que murieron hacia el 168 a.C. en rebeldía contra los helenos de la dinastía Seléucida. Desde tal recuerdo, en francés, se origina âbre macabre o âbre de Macabê, que hace referencia a un fenómeno meteorológico en el que unas pequeñas nubes se desprenden de otra mayor, como si danzasen. El caso es que la palabra Macabre, en francés, queda restringida a estos contextos hasta el siglo XIX, cuando comienza a utilizarse de una manera más usual. Es bien conocida la influencia léxica que el francés tiene en la configuración del vocabulario hispánico. Aquí está otro de esos ejemplos. Pero ahí queda ese misterio del origen etimológico árabe, que el propio Corominas recuerda, en Cervantes como almacabra, cementerio moro (en Rinconete y Cortadillo). Quizá pudo pasar esta palabra árabe al francés y que en tierras galas se transformase por etimología popular y fusión con Macabeo; posible, pero difícil de defender, puesto que Macabre tiene un origen francés del norte, y allí la influencia árabe, en teoría, no es tan evidente (quizá tendríamos que recordar que muchos nobles caballeros de esta procedencia se mantuvieron durante meses en Ultramar durante la gesta de las cruzadas. Sea así, se asá; ahí está el misterio que adorna, un poco más, nuestra lengua.
Esta fabulilla, salga bien o mal, me ha ocurrido ahora por casualidad. Cerca de unos prados que hay en mi lugar, pasaba un borrico por casualidad. Una flauta en ellos halló, que un zagal se dejó olvidada por casualidad. Acercóse a olerla el dicho animal, y dio un resoplido por casualidad. En la flauta el aire se hubo de colar, y sonó la flauta por casualidad. «¡Oh!», dijo el borrico, «¡qué bien sé tocar! ¡y dirán que es mala la música asnal!». Sin reglas del arte, borriquitos hay que una vez aciertan por casualidad.
Un género literario que alcanza una plena justificación en el desarrollo de la literatura dieciochesca es el de la fábula; a este pertenece el texto de “El burro flautista” de Tomás de Iriarte (1750-1791). Es así por los principios que sustentan la creación en este periodo, como el afán didáctico y el espíritu crítico, que se manifiesta de una manera especial en Fábulas literarias (1782) donde se incluye “El burro flautista”. El género de la fábula arranca de la antigüedad. En realidad, la fabulística está relacionada con lo didáctico; este es el motivo por el cual es utilizado por los autores del siglo XVIII; para ellos la literatura tiene el doble sentido de entretener enseñando. En el género didáctico, desde las primeras fases de la cultura humana, se utiliza el ejemplo ficticio para transmitir una enseñanza (es el caso de la mitología o de las parábolas que también son usadas con una finalidad religiosa). Si queremos nombrar a uno de los primeros autores de fábulas, deberíamos tener presente a Esopo, cuya influencia desde la antigüedad se prolonga hasta la Edad Media. En el caso de la literatura española, en esa misma época, se encuentran ejemplos que, aunque no se presentan como poemas, perfectamente pueden ser considerados como fabulísticos, pues mantienen un sentido didáctico y son protagonizados por animales; es el caso de algunos cuentos contenidos en el Calila e Dimna o en la obra del infante don Juan Manuel El conde Lucanor. Es en el siglo XVII cuando la fábula se hace moderna y adquiere una difusión todavía mayor con Jean de La Fontaine (1621-1695). La fábula de “El burro flautista” fue escrita por Tomás de Iriarte. En el siglo XVIII, en España, dos autores se disputan el haber sido el primero en componer fábulas originales. Uno fue Félix María Samaniego, cuyos textos tienen un sentido principalmente moral (“El zapatero médico”). El otro, Tomás de Iriarte, que publica en 1782 Fábulas literarias, acompañadas de esta advertencia: “Primera colección de fábulas enteramente originales”. Hay que tener en cuenta que muchas fábulas han sido transmitidas por traducciones desde culturas alejadas en el espacio y en el tiempo; algunas de las fábulas en prosa que leemos en El conde Lucanor tienen su origen en la antigüedad de la India. Así pues, en torno a los años en los que se publicó Fábulas literarias, comenzó un debate acerca de quién fue el primer autor español que realmente escribió fábulas originales. En la disputa entraron los nombres de Iriarte y Samaniego y llegó a tal extremo que originó un texto, también fabulístico, de Iriarte titulado “Los dos conejos”, los cuales se dedican a discutir acerca de algo que no tiene importancia y resultan atrapados.
Las fábulas pertenecen al género narrativo. Recordemos su definición: un texto en el que un narrador cuenta una historia protagonizada por unos personajes, sucedida en un tiempo y un lugar. Una de las peculiaridades más específicas de la fábula es que sus protagonistas son animales que, en algunos casos, son antropomorfizados y con capacidad para expresarse verbalmente; y, además, presenta una función didáctica, normalmente moral -es el caso de las fábulas escritas por Samaniego-, aunque en el caso de Iriarte presentan más bien una crítica de carácter literario; así en “El burro flautista” nos encontramos con un ataque hacia los malos poetas que por haber escrito un verso bueno en una ocasión, y por casualidad, pasan a considerarse geniales. Las fábulas pueden estar escritas tanto en prosa como en verso, aunque predomina este. Y, por último, la enseñanza que contiene la narración suele aparecer explícita al final del texto, en forma de moraleja, con la función clara de que se haga evidente al lector la finalidad de la historia. “El burro flautista” presenta la forma métrica del romancillo, una tirada de versos hexasílabos, en este caso, con rima en asonante los pares, con la peculiaridad de que tal rima se asienta en una palabra aguda con tónica en á. La utilización de este esquema métrico (6- 6a 6- 6a) nos sitúa en la tradición de la poesía popular, cuya máxima expresión está en el romance. A tal ritmo hay que sumar la repetición en los versos 4, 8, 12, 16, 20 y último; a modo de estribillo, “por casualidad” (á), que no solo contribuye a crear ritmo, sino también a especificar el tema, desde el afán didáctico, tan presente en los autores del siglo XVIII. Aunque en su origen “El burro flautista” tuvo una finalidad crítica entre escritores, ha llegado a ser una obra muy popular, muy repetida en textos de enseñanza básica para niños, debido a la sencillez de la historia narrada y a la forma métrica que favorece la recitación.
“Los dos conejos” Por entre unas matas, seguido de perros -no diré corría- volaba un conejo.
De su madriguera salió un compañero, y le dijo: «Tente, amigo, ¿qué es esto?» «¿Qué ha de ser? -responde-; sin aliento llego… Dos pícaros galgos me vienen siguiendo».
«Sí -replica el otro-, por allí los veo… Pero no son galgos». «¿Pues qué son?» «Podencos».
«¿Qué? ¿Podencos dices? Sí, como mi abuelo. Galgos y muy galgos; bien vistos los tengo».
«Son podencos, vaya, que no entiendes de eso». «Son galgos, te digo». «Digo que podencos».
En esta disputa llegando los perros, pillan descuidados a mis dos conejos.
Los que por cuestiones de poco momento dejan lo que importa, llévense este ejemplo.
Carta XLIV. “De Nuño a Gazel”. José Cadalso (Comentario de texto)
El siglo pasado no nos ofrece cosa que pueda lisonjearnos. Se me figura España desde fin de 1500 como una casa grande que ha sido magnífica y sólida, pero que por el discurso de los siglos se va cayendo y cogiendo debajo a los habitantes. Aquí se desploma un pedazo del techo, allí se hunden dos paredes, más allá se rompen dos columnas, por esta parte faltó un cimiento, por aquella se entró el agua de las fuentes, por la otra se abre el piso; los moradores gimen, no saben dónde acudir; aquí se ahoga en la cuna el dulce fruto del matrimonio fiel; allí muere de golpes de las ruinas, y aún más del dolor de ver a este espectáculo, el anciano padre de la familia; más allá entran ladrones a aprovecharse de la desgracia, no lejos roban los mismos criados, por estar mejor instruidos, lo que no pueden los ladrones que lo ignoran. Si esta pintura te parece más poética que verdadera, registra la historia, y verás cuán justa es la comparación. Al empezar aquel siglo, toda la monarquía española, comprendidas las dos Américas, media Italia y Flandes, apenas podía mantener veinte mil hombres, y esos mal pagados y peor disciplinados. Seis navíos de pésima construcción, llamados galeones, y que traían de Indias el dinero que escapase de los piratas y corsarios; seis galeras ociosas en Cartagena, y algunos navíos que se alquilaban según las urgencias para transporte de España a Italia, y de Italia a España, formaban toda la armada real. Las rentas reales, sin bastar para mantener la corona, sobraban para aniquilar al vasallo por las confusiones introducidas en su cobro y distribución. La agricultura, totalmente arruinada, el comercio, meramente pasivo, y las fábricas, destruidas, eran inútiles a la monarquía […] ¿Quién, pues, aplaudirá tal siglo?
José Cadalso (1741-1782) es uno de los prosistas más destacados del siglo XVIII español. Autor de Noches lúgubres (1790) -una narración en la que comienzan a anunciarse ciertos rasgos de lo que será el Romanticismo- y Cartas marruecas, a la que pertenece este texto, publicado póstumo, como el anterior, en 1789. El escritor, militar de profesión, buen conocedor de la literatura francesa contemporánea, sigue el ejemplo de Montesquieu -uno de los autores más importantes de la Ilustración-, que en 1721 publicó Cartas persas, obra en la que un viajero ficticio, llegado desde el Oriente exótico, critica algunas costumbres de la sociedad francesa. Este será el esquema seguido por Cadalso para sus Cartas marruecas. La forma, por lo tanto, es la del género epistolar, que tuvo gran éxito en la narrativa europea del siglo XVIII.
Cartas marruecas, aunque mantenga la presentación epistolar (los personajes se relacionan por medio de cartas), no pertenece al género de la ficción, sino al ensayo, o lo didáctico, pues su cometido no es relatar unos sucesos protagonizados por unos personajes, sino desarrollar desde la estructura del ensayo la crítica de la realidad, aspecto que define buena parte de la literatura del siglo XVIII; recordemos a Benito Jerónimo Feijoo con su Teatro críticouniversal, o a Leandro Fernández de Moratín, cuyo teatro muestra tanto el espíritu crítico como la intención didáctica que persiguen mostrar ciertos aspectos de la sociedad y de la cultura susceptibles de cambios. En Cartas marruecas, José Cadalso va a manifestar sus opiniones reformistas e ilustradas a través de la mirada de tres personajes que intercambian cartas. Gazel, el joven norteafricano que viaja a España; Ben Beley, el preceptor de Gacel, que le escribe desde Marruecos y representa la voz de la experiencia y el conocimiento; y Nuño, amigo español de Gacel, conocedor directo de la realidad española y representación del sentimiento ilustrado del propio Cadalso. El texto está organizado en dos párrafos. En el primero, Nuño, dirigiéndose a Gazel, en definitiva, el propio Cadalso, plantea una tesis: la evidente decadencia de España desde el siglo XVII; en el segundo, justifica con ejemplos la realidad de tal situación. José Cadalso está escribiendo en la segunda mitad del siglo XVIII, así que, cuando al principio del texto menciona “el siglo pasado”, debemos pensar en el XVII, y es extraño que considere esta época como decadente, un tiempo en que no hay nada que enorgullezca a España. Cadalso, Nuño en la ficción, parece olvidar toda la literatura y el arte producidos a lo largo del siglo XVII: Cervantes, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Quevedo, Góngora…, todas las manifestaciones del arte barroco; pero esto tiene un sentido y es que Cadalso pertenece a un movimiento cultural nuevo, característico del siglo XVIII, el Neoclasicismo, una de cuyas bases es el rechazo hacia un Barroco que había degenerado a lo largo del tiempo.
Cadalso está influido por lo francés, que tan importante va a ser a partir del cambio de dinastía monárquica de los Austrias (el último rey de esta casa fue Carlos II) a lo borbónico, de origen francés, que llega al trono hispánico con Felipe V (reinado de 1700 a 1746). A partir de la llegada de los Borbones a España, se produce un cambio cultural que implica una cierta subordinación de lo hispánico, una entrada en la esfera cultural francesa, que supone la negación de lo propio y la aceptación de la leyenda negra, según la cual se describe la cultura española como retrasada, retrógrada y negada a cualquier avance cultural o científico. Esta exageración en la interpretación de lo español como decadente, no es totalmente cierta y llama la atención que José Cadalso no sea consciente de que también en España se producen adelantos científicos expresados en expediciones de exploración como las de, a modo de ejemplo, Alejandro Malaspina (1754-1810) o los estudios de José Celestino Mutis (1732-1808). Indudablemente, para alguien interesado en la cultura francesa como es José Cadalso, el ambiente intelectual español resultaba empobrecedor en su comparación con el Siglo de las Luces, La Enciclopedia, la Ilustración y sus planteamientos filosóficos que conducirían a la Revolución de 1789. Cadalso utiliza la imagen de una casa que se va desmoronando y, efectivamente es así, aunque la ruina absoluta todavía no se había producido en el siglo XVIII, esta se verá acelerada a partir del regreso de Fernando VII al trono, después de la guerra contra la invasión napoleónica y la primera Constitución española, la de Cádiz en 1812; hasta llegar a su punto culminante en 1898. A través de Nuño, que es un alter ego de José Cadalso, como lo son Gazel y Ben Beley, el autor critica ciertos aspectos de la historia española del siglo XVII, como también hizo en su momento Quevedo. Una crítica que muestra su incomprensión de cómo el imperio más poderoso que vieron los tiempos acabó en una ruina total por efecto de una economía mal administrada en la que primaba la corrupción, el robo y unas guerras inexplicables, todo ello causa del empobrecimiento que, no podía ser de otro modo, también afecta a lo cultural; aquí es donde se encuentra la tristeza y el dolor por España. Aquí está la pervivencia actual de unos planteamientos como son los de José Cadalso.
La edición que contribuyó a mantener la vitalidad de La gran conquista de Ultramar fue la realizada en 1858 por Pascual de Gayangos (1809-1897), uno de los hitos en el conocimiento de la literatura medieval española; los otros fueron Menéndez Pidal (1869-1968) y Martín de Riquer (1914-2013). A mediados de la década de 1850, Pascual de Gayangos ya había conquistado renombre como arabista, bibliógrafo y anticuario. Es en ese momento cuando publica en la Biblioteca de Autores Españoles las ediciones y estudios titulados Libros de caballerías, con un discurso preliminar y un catálogo razonado (Madrid, Rivadeneyra, BAE 40), contiene el Amadís de Gaula y las Sergas de Esplandián, en 1857; al año siguiente, La gran conquista de Ultramarque mandó escribir el rey don Alfonso el Sabio; ilustrada con notas críticas y un glosario (Madrid, Rivadeneyra, BAE 44) y en 1860, Escritores en prosa anteriores al siglo XV (Madrid, Rivadeneyra, BAE 51). Los tres volúmenes serán una herramienta fundamental para el conocimiento histórico de la literatura española. Pascual de Gayangos había comenzado el trabajo que fructifica en Libros de caballerías en torno a 1842; después de quince años de catalogación de ejemplares pertenecientes a este género, escribe uno de los primeros estudios literarios centrados exclusivamente en el mundo de estos héroes caballeros tan denostados, por una mala lectura de Don Quijote de la Mancha, desde Cervantes. En su magistral Discurso preliminar, Gayangos señala la importancia de la gesta de las cruzadas como una de las bases que permiten el desarrollo de los libros de caballerías hispánicos. ¿Por qué dedicó un esfuerzo de tantos años a esta literatura olvidada? Posiblemente, podría incluirse en su interés por la historia de España; para mostrar un sustrato caballeresco en una épica de imperialismos occidentales. Gayangos publica los tres libros mencionados en el periodo Isabelino (1833-1868). España no había entrado en el concierto de las potencias europeas posterior al Congreso de Viena en igualdad de condiciones con otros países; ha perdido su capacidad como metrópoli de un gran territorio, precisamente en la época en la que comienza la expansión imperialista. Esto comporta ciertos beneficios como el de no verse involucrada en los conflictos que se desarrollan en la Europa posnapoleónica (guerras de Crimea, Franco-prusiana, hasta llegar a la Primera Mundial). El gobierno hispánico intenta sumarse al poder económico que implica el adueñarse de una buena parte del mundo. A partir de 1849, con el final de la segunda guerra civil carlista, España va a vivir un periodo de cierta estabilidad política que implica, al menos, un mínimo desarrollo económico e industrial. Ahí se sitúan las intervenciones españolas en el exterior para intentar situar al país en el panorama internacional: Santo Domingo (1861-1862), Cochinchina (1862-1863), Comisión científica del Pacífico (1862-1865), desarrollo del arabismo en relación con el interés por el Norte de África. En prácticamente todas ellas los intentos expansionistas hispánicos van a verse frenados, al chocar con los intereses de otras potencias como Inglaterra, Francia o Estados Unidos; un yugo que se hace sentir en los ataques a los intereses económicos españoles, en el caso de Gran Bretaña disfrazado bajo el aparente humanitarismo de la persecución de la trata de esclavos; y en el del control del continente americano por parte de los Estados Unidos. Piedra a piedra se va construyendo desde mediados del siglo XIX el camino que conduce al desastre de 1898. No es el momento de entrar en tales disquisiciones; sin embargo, sí es importante centrar nuestra atención en uno de los episodios mencionados, pues contribuye a explicar desde la historia algunos intereses filológicos del imperialismo.
Pascual de Gayangos
La prepotencia occidental en el siglo XIX va acompañada por la erudición; a diferencia de las conquistas del siglo XVI, que no suponen un pararse a valorar al otro, salvo contadas y muy limitadas excepciones. Uno de los ejemplos más claros de cómo la cultura es la compañera del imperio es el desarrollo de los estudios de lo indoeuropeo, la práctica generación espontánea del eruditismo en una lengua que solo existe desde la teoría y para las raíces del discurso occidental. A partir de la emancipación de las colonias hispanoamericanas, España dirige sus intereses hacia los pocos territorios que le quedan del antiguo imperio; Cuba y Puerto Rico en el Caribe; Filipinas, Carolinas, Marianas y Palaos en el Pacífico. Todos ellos alcanzan para la metrópoli en esos momentos una importancia política, social, económica y geoestratégica que no habían tenido con anterioridad. España, para entonces, es como un gigante avaricioso en una edad de decrepitud, aferrándose a las últimas monedas que le quedan. Estas intenciones se hacen evidentes en la relación que se establece con la perla del Caribe, Cuba, cuya pérdida, en 1898 será demoledora. Mantener unos dominios tan alejados es muy complicado para una metrópoli en decadencia. Se hace necesario dirigir los intereses hacia algo más cercano: Marruecos. Los reinos hispánicos habían visto en un horizonte muy cercano el norte de África. Durante el reinado de Alfonso X se pretendió llevar la guerra contra los musulmanes a la otra orilla del Estrecho de Gibraltar, proyecto que ya había sido valorado por Fernando III el Santo, con la intención de cruzada, para la cual el papa había otorgado los correspondientes beneficios espirituales, aunque más bien eran económicos. Esta campaña quedó en algunas incursiones por el norte de África, entre las cuales hay que mencionar el saqueo de Salé en 1260, sin que se llegase a conseguir el principal objetivo, la conquista de Ceuta. Desde finales del siglo XV volvió a dirigirse la mirada hacia este territorio a raíz de los intereses imperiales de Fernando el Católico, continuados por Cisneros y Carlos I: Melilla (1497), Mazalquivir (1505), Peñón de Vélez de la Gomera (1508), Orán (1509), Bugía y Argel (1510), Túnez (1535), Ceuta (incorporada a la monarquía hispánica en 1580). Desde 1840, las ciudades españolas de Ceuta y Melilla sufren las incursiones de los rifeños; esto aparentemente concluye en un acuerdo diplomático con el sultán de Marruecos que ya esconde el germen de una guerra declarada el 22 de octubre de 1859, con el episodio central de la batalla de Tetuán en 1860. Este es el periodo histórico que sirve como apoyo al desarrollo de ciertos estudios filológicos, tanto lingüísticos -el arabismo- como literarios en los que se inscribe la obra de Pascual de Gayangos.
Alfonso X El Sabio
En su introducción a La gran conquista de Ultramar, Pascual de Gayangos se ocupa de la cuestión de su autoría. Este texto fue atribuido a Alfonso X el Sabio, hasta se llegó a afirmar que no se trata de una traducción, sino de una obra original, fundamentada en la investigación de una serie de documentos, tal y como se hacía en la Edad Media, muchos de ellos árabes; así lo defendía Gaspar Ibáñez de Segovia Peralta y Mendoza, marqués de Mondéjar (1628-1708) en sus Memorias históricas del rey don Alfonso el Sabio (1777). Aunque no llegue a tal extremo, tal y como hacen evidente los estudios desde 1858, no deja de ser interesante llamar la atención en que, evidentemente, no estamos ante una traducción de una obra sin más, sino en el manejo, traducción y elaboración de una serie de materiales que dan lugar a un interesante y peculiar texto de la literatura española medieval, si bien la segunda parte adolece de la voluntad de estilo que encontramos en los libros primero y segundo. Gayangos señala que lo más verosímil es aceptar que La gran conquista de Ultramar fue realizada desde una serie de traducciones ordenadas por Alfonso X; sin embargo, plantea algunas dudas. En primer lugar, que ningún autor anterior al siglo XVI habla de esta obra como traducción del scriptorium del rey Sabio; es así en la primera impresión, la de 1503 y es debida al librero, que la toma de Bocados de oro. En segundo, porque la nota del colofón en uno de los códices de la Biblioteca nacional de Madrid afirma que la obra fue traducida por orden de Sancho IV el Bravo; aunque este texto es poco fiable, pues considera que se trata de Alfonso XI y de Sancho VI. Por último, en el capítulo CLXX del libro III se trata de la extinción de la orden del Temple por condena del papa Clemente V, cosa que sucedió en 1312, dato que pudo ser interpolado a posteriori, en algún manuscrito que sirvió para la impresión de 1503. Tal dato no puede ser utilizado con la finalidad de justificar una fecha de composición -de hecho, nos alejaría de valorar la obra como producto de la corte alfonsí o de Sancho IV- pero sí explica el espíritu crítico que a partir de cierto momento se hace evidente en La gran conquista de Ultramar hacia los templarios. Este era el estado de la cuestión acerca de la autoría de la obra en torno a 1858.
Gustave Doré. Las Cruzadas.
El asunto que Pascual de Gayangos desentraña de una manera más directa es la base del stemma desde el que se desarrolla el texto; parte de la obra en latín escrita por el arzobispo Guillermo de Tiro, Belli sacri historia, cuyos acontecimientos narrados llegan hasta 1190, toma de Jerusalén por Saladino. En esta no aparece la Historia del Caballero del Cisne ni la de Berta y su hijo Mainete; no cabe tal intención en la obra del arzobispo, que está más interesado en la crónica que en la narración de unos episodios novelescos que, por otra parte, serían muy del gusto de los receptores de la impresión de 1503. El interés por los libros de caballerías que muestra el Discurso preliminary el catálogo razonado que acompañan a la edición de 1857 de Amadís de Gaula y las Sergas de Esplandián, hace que el erudito dedique un espacio muy destacado en su introducción a la Historia del Caballero del Cisne, en un recorrido que le acerca hasta el estudio folclórico de un mito todavía vivo en la época en la que preparó su edición. Deyermond (1984), para mostrar el éxito de la Historia del Caballero del Cisne, señala que esta ave se transforma en un motivo frecuente en la heráldica medieval, eco quizá de la difusión de este argumento que pervive hasta bien entrado el siglo XIX, recordemos la ópera de Wagner Lohengrin (estrenada en 1850, tan cerca de la obra de Gayangos) y la pervivencia de este animal como metáfora y símbolo en la estética modernista finisecular hispánica. Pascual de Gayangos señala que Guillermo de Tiro solo quiere narrar con sencillez aquello que vieron sus ojos en Palestina, lo que pudo comprobar en los documentos que estuvieron a su disposición y aquello de lo que fue informado por testigos presenciales y de confianza. Más allá de esto, leemos en La gran conquista de Ultramar, además de la historia del Caballero de Cisne, otras como las de Carlos Mainete y la infanta Sevilla, Baldovín y la sierpe, el conde Harpín de Beorges y los ladrones, y del sultán Kerboga o Corvalán de Mosul. Todas ellas responden a un gusto muy concreto por la ficción caballeresca que acabará desembocando en la estética de los libros de caballerías que, así, encuentran una fuente en La gran conquista de Ultramar.
Portada de La gran Conquista de Ultramar, versión modernizada. Ed. Antonio Joaquín González
Quiero en este epígrafe trazar las líneas que generan una obra como es La gran conquista de Ultramar, fusión de varios textos a los que se ha ido haciendo referencia a lo largo de la presente introducción. En el primer momento fue Historia rerum in partibus transmarinis gestarum, de Guillaume, arzobispo de Tiro, auspiciada por el rey Amalrico de Jerusalén y escrita entre 1170 y 1184. Narra la primera cruzada, hasta la masacre de los musulmanes en Jerusalén, abarca, por lo tanto, de 1096 a 1099. La segunda fase tiene como título L’Estoire de Eracles empereur et de la conqueste de la terre d’Outremer, conocida como Eracles; es una traducción y ampliación, en francés, más casi una versión de la obra de Guillermo de Tiro, atribuida a Ernoul o a Bernardo el Tesorero. Llega hasta 1291, la fracasada y desgraciada cruzada del rey Luis de Francia. El Eracles es el texto base utilizado en el scriptorium de Alfonso X el Sabio para confeccionar La gran conquista de Ultramar, seguramente mal concluida durante el reinado de Sancho IV el Bravo. Los compositores que tejieron La gran conquista de Ultramar utilizaron, además cinco cantos de cruzada traducidos desde el francés y prosificados. La Chanson d’Antioche y la Conquete de Jérusalem, atribuidos a Ricardo el Peregrino y anteriores a 1180; y dos textos del siglo XIII referidos a Godofredo de Bouillon y su linaje: Helías, con la historia del Caballero del Cisne, y las Enfances Godefroi de Bouillon. Además, también recurrieron, de una manera un tanto forzada, pues rompe del todo el desarrollo argumental a dos narraciones épicas de tema carolingio: Berte aux grans pies y Mainet. Por lo que respecta a la transmisión textual de esta traducción y elaboración ordenada por Alfonso X el Sabio que es La gran conquista de Ultramar, hay que mencionar los manuscritos y la primera impresión de la obra. Se conservan cuatro códices parciales que no están lo suficientemente completos como para reconstruir la obra en su conjunto.
Godofredo de Bouillon. Grabado del siglo XIX.
El códice primero, el más antiguo (en la Biblioteca Nacional de Madrid, número 1187, de 360 hojas), datado en la época de Sancho IV (muerto en 1295); fue utilizado por Menéndez Pidal para su Crestomatía de español medieval (1965); es el de mayor autoridad; se preparaba para la biblioteca del rey; sus hojas presentan abundantes huecos para miniaturas, el pergamino es de calidad, con amplios márgenes y lujosa decoración. En el colofón, se atribuye la obra al patrocinio de Sancho IV. En él se da gran importancia a todo lo relacionado con el linaje de Godofredo de Bouillon. El segundo códice (Biblioteca Nacional de Madrid, número 1920) es de finales del siglo XIV o principios del XV. Contiene parte del libro III de La gran conquista de Ultramar. Incluye los episodios carolingios de Berta y Mainete. En el colofón, una aclaración del compilador, se atribuye la obra a la voluntad de Sancho IV. Deja claro que La gran conquista de Ultramar es una recopilación, aunque se afirma que la base central es el libro que hizo Recharte el Peligrino, cuya traducción el francés al castellano se realizó por orden de ese mismo monarca. El tercer códice (Biblioteca Nacional de Madrid, número 2454) es del siglo XIV. Es el más literario; interesante especialmente por la ficción caballeresca del Caballero del Cisne. Corresponde al libro I, menos los cuarenta y seis capítulos del comienzo. En sus 131 primeros folios, de los 231 que lo forman, se contiene la Estoria del Cavallero del Çisne; aquí es muy interesante el término “estoria”, pues nos aleja de la noción de “leyenda”. El realizador de este códice está más interesado en las acciones de Godofredo de Bouillon como héroe protagonista de las gestas ultramarinas.
Gustave Doré. Las Cruzadas
El códice cuarto (manuscrito de la Universidad de Salamanca, número 1698) se puede datar a mediados del siglo XV. Coincide con el códice más antiguo, salvo en la atribución final al cierre: “Mandó sacarla del francés al castellano Alfonso de Castilla, hijo del rey Fernando y la reina Beatriz”. De todos los ejemplares conservados de La gran conquista de Ultramar, solo dos mencionan al rey Alfonso como responsable de la obra, uno es este códice cuarto y el otro, el impreso de 1503, los dos más modernos. La gran conquista de Ultramar impresa en Salamanca en 1503, en los talleres de Hans Giesser o Juan Gysser se basa en un manuscrito de unos ciento cincuenta años atrás, en torno a 1350. Este impreso es el único testimonio completo de la obra. Tiene tanto crédito como un manuscrito, aunque no presenta la forma exacta que, seguramente, tuvo la obra en el momento de su composición. La portada del impreso muestra un motivo heráldico, el escudo de armas de los Reyes Católicos; sobre él, el águila de San Juan, a ambos lados, el emblema “tanto monta”, y en la parte inferior izquierda el yugo, a la derecha, las flechas. Es el mismo grabado que va a utilizarse en la impresión del libro de caballerías titulado Florisando, de Páez de Ribera (Salamanca, Juan de Porras, 1510). Esta portada sugiere varias cuestiones para su reflexión. En primer lugar, la heráldica, cuya importancia artística se recuperará en el Renacimiento hispánico, nos hace enlazar con el papel de la monarquía y su protagonismo en relación a una crónica de este tipo. En segundo lugar, con tal portada nos situamos en el panorama del género editorial de los libros de caballerías que tanto debe a una obra como esta.
MADRID BIBLIOTECA NACIONAL-COLECCION GRAN CONQUISTA ULTRAMAR-NARRACION DE CRUZADAS-S XIII-SIG 1187