SOBRE ALGUNAS PELÍCULAS
El samurái protagonista de la película Ame agaru (Después de la lluvia) afirma en cierto momento: “La espada es para eliminar la estupidez que habita en nuestro corazón”. En estas palabras se encuentra perfectamente definido el camino actual que sigue buena parte de la cinematografía japonesa que tiene como protagonistas a los samuráis.
El presente artículo va a centrarse en el comentario de tres hitos que me parecen muy importantes a la hora de analizar la trayectoria que el cine japonés comenzó a principios del presente siglo. En el desarrollo de las películas japonesas de samuráis -el jidai-geki (películas de corte histórico) o ken-geki (películas de espadas)-, Después de la lluvia (Ame agaru, Takashi Koizumi, 2000) marca un momento central en la nueva mirada hacia el tema de lo samurái. Después de la lluvia utiliza como base el guión escrito por Akira Kurosawa, basado, a su vez, en una novela de Shugoro Yamamoto; los textos de este novelista también inspiraron para otras películas de Kurosawa como Sanjuro (1962), Barbarroja (1965) y Dodeskaden (1970). En realidad habría que calificar esta obra como la película póstuma de Akira Kurosawa, pues a lo largo del relato fílmico son muchas las pinceladas que recuerdan su modo de realización. El segundo título en el cual nos vamos a detener es Hana (Hana yori mo naho, Kore-Eda Hirokazu, 2006) y Amor y honor (Bushi no ichibun, Yôji Yamada, 2006). Sirva esta última como ejemplo de la trilogía samurái de Yamada, formada, además por El samurái del ocaso (Tasogare Seibei, 2002) y La espada oculta (Kakushi ken oni no tsume, 2004). Analizar el mundo reflejado en esta trilogía perfectamente podría dar lugar a otro artículo.
El samurái es el arquetipo heroico de la narrativa japonesa y como tal estará presente desde los comienzos de la cinematografía japonesa. En 1908, Shozo Makino, que había sido director de teatro kabuki, produce el primer cortometraje en el cual aparece el primer samurái de película (Honnoji gassen, El combate de Honnoji). A partir de ese momento el cine samurái será un reflejo de las circunstancias políticas, sociales y culturales que vive la nación japonesa. No es ahora el momento de hacer un recorrido exhaustivo por este género, pero sí puede ser conveniente mencionar, al menos, algunos de los títulos más significativos.
Ya se ha nombrado a Akira Kurosawa, algo prácticamente inexcusable cuando se habla de cine japonés. A lo largo de su producción, este director se acercó en diversas ocasiones al tema samurái desde dos miradas radicalmente distintas, por un lado como expresión de la corrupción del poder y de los males internos que causan la pesadilla humana (es el caso de Trono de sangre, Kagemusha y Ran) y por otro, más cercano al tema de las ken-geki, con películas como Los siete samuráis, Yojimbo y Sanjuro. El planteamiento de Akira Kurosawa en estas películas se aleja de lo que era habitual en el chambara. Nos encontramos con héroes apartados, más o menos voluntariamente, de una sociedad cuyos principios no comparten, a la cual, sin embargo, ayudan haciendo suyos los problemas de las gentes que necesitan de la defensa de una espada. Contemporánea a estas películas es la trilogía Samurái de Hiroshi Inagaki (protagonizada por Toshiro Mifune) en la cual se narran las aventuras de Miyamoto Musashi tal y como son imaginadas en las novelas de Eiji Yoshikawa.
Esta trilogía, muy bien, podría verse como un análisis del mismo trayecto realizado por el chambara, pues Miyamoto Musashi comienza siendo una personalidad violenta, sin ningún tipo de contención a sus instintos y poco a poco consigue controlar su naturaleza agresiva, lo cual, en ningún momento va a significar el abandono de las armas. Otro caso del cine protagonizado por samuráis es Harakiri de Masaki Kobayashi (1962). En este filme se desarrolla un comentario sumamente crítico del código del Bushido, entendido como un servicio continuo, sin ningún tipo de planteamiento sobre la justicia de esa especie de esclavitud. Ese repensar el Bushido había comenzado a principios del siglo XX con obras como la de Inazo Nitobe, Bushido, el alma de Japón, reflejo del nuevo pensamiento que se desarrolla a partir de la era Meiji.
Pasando unas cuantas décadas para llegar al siglo XXI, hay que recordar películas como Ashura o Zatoichi. En Ashura (Yojiro Takita, 2005), asistimos a una guerra que más que al género del chambara se aproxima al de fantasía, pues narra la guerra entre seres humanos y demonios. De alguna forma, esta película está más cerca del género tal y como es tratado en películas chinas del estilo Tigre y Dragón, Hero o La casa de las dagas voladoras, en las cuales, la fantasía prima sobre cualquier tipo de realismo, aunque hay un elemento que la diferencia, sin lugar a dudas; es el simbolismo que nace de ese enfrentamiento entre la luz y la oscuridad; la guerra metafórica entre humanos y demonios que muy bien podría ser comparada a la lucha interna que manifiestan los protagonistas del actual cine de samuráis, trascendiendo, de esta forma, la mera secuencialización de efectos especiales y continuas luchas en las que prima la exageración fantástica.
Con Zatoichi (2003) Takeshi Kitano recupera uno de los personajes que han caracterizado el cine de espadas japonés casi desde sus principios, se trata del masajista ciego Zatoichi, cuyo recorrido vital está teñido de violencia y sangre. Kitano, como era habitual en su cinematografía, se aleja de todo tipo de patetismo mediante una serie de recursos como pueden ser la música, el baile y, primordialmente, el humor que convierte la estética de la sangre en algo muy distinto a lo que encontramos en otras épocas del chambara.
El género del ken-geki salta las fronteras japonesas para llegar al cine norteamericano. En una película como Kill Bill (Quentin Tarantino, 2004) prima la exaltación de la violencia, la sangre y la venganza como temas centrales en la cinematografía de Tarantino. En este caso, tales tramas están ambientadas en un mundo oriental sincrético en el que se mezcla sin ningún tipo de criterio, lo coreano, chino y japonés. Otro caso sería El último samurái (The last samurai, Edward Zwick, 2003) que se centra en la búsqueda de la inocencia perdida y de la paz interior, aunque sea en el campo de batalla, mediante la relación con una cultura primitiva y tradicional que se demuestra mucho más eficaz a la hora de sanar las heridas internas del hombre (tal concepción sería perfectamente comparable a lo defendido en películas como Bailando con lobos).
Después de la lluvia muy bien podría considerarse como un hito central en el cambio que se produce en el actual cine protagonizado por samuráis. Hay un momento en esta película en el cual, la esposa del protagonista afirma conocer los motivos por los que se rige la vida de su marido, el ronin Misawa Ihei: “Lo importante no es lo que se hace, sino el motivo por el cual se hace”. Esta frase rompe totalmente con la concepción básica que había movido la existencia del samurái. Este cambio ya estaba presente tanto en las películas anteriormente mencionadas de Akira Kurosawa como en Harakiri. Según el Bushido tradicional, cualquier gesto o comportamiento, sin importar el motivo, podría llevar a la muerte o al suicidio. En Después de la lluvia prima una visión diferente del samurái, una visión que hace prevalecer la humanidad ante un código que buscaba exclusivamente el mantenimiento del poder. El cuestionamiento de ese poder es uno de los temas centrales del actual cine de samuráis. Frente a la figura soberbia del señor feudal que quería contratar a Misawa Ihei como maestro de armas del clan, se alza la figura digna de éste, su comportamiento es mucho más humano, aunque sea un ronin, un vagabundo y alguien que ha participado en duelos por dinero. La existencia de Misawa Ihei, como corresponde a alguien que practica su peculiar estilo de espada (posiblemente el Mutekatsu), se basa en la no violencia y en la reconciliación. Es interesante recordar al respecto, el principio de la película. Mientras cae la sempiterna lluvia que caracteriza la cinematografía de Akira Kurosawa, los ánimos de los huéspedes de la posada se van volviendo agrios, el malhumor por la falta de alimento lleva a una discusión entre un anciano y una prostituta. Misawa Ihei saldrá a la lluvia y volverá con víveres suficientes como para organizar un festín; ha tenido que participar en un duelo por dinero, pero ha conseguido que la fiesta y la risa lleguen a los tristes habitantes de la posada y también a su esposa, que acabará comprendiendo los ideales que orientan la vida de Misawa Ihei. Como efecto del sacrificio realizado por el samurái y la alegría de los viajeros, el cielo descampa y poco a poco las aguas turbias del río se van volviendo cristalinas. El cauce del río perfectamente se puede entender como una metáfora del ser del samurái protagonista que no puede alienar su libertad a cambio de un beneficio económico y la tranquilidad social; es, quizá, por eso por lo que el final de la película culmina en un extraordinario paisaje cuya contemplación ha alejado del camino al samurái y a su esposa. Mirar el agua que cae salvaje, o el mar, es sentir la iluminación de la libertad.
El tema en torno al cual gira la película Hana de Kore-Eda Hizokaru es el de la venganza. Este motivo narrativo está presente en la cultura japonesa desde sus comienzos, ya en el Genji Monogatari o en el Heike Monogatari. Pero hay un argumento que cobra especial interés en el pensamiento colectivo japonés, se trata de la historia de los cuarenta y siete samuráis que orientaron su vida en pos de la venganza por la injusticia cometida contra su señor. Este argumento ha originado numerosas muestras desde el teatro kabuki hasta el cine.
En la revisión del Bushido que se produce a lo largo del siglo XX y en la cinematografía de principios del XXI, Hana se convierte en un interesante texto de análisis pues se reinterpreta el tema de la venganza. Esta adquiere una triple presencia. En primer lugar por la historia central, la de Sozaemon, un joven samurái cuyo padre ha sido asesinado. Sozaemon está buscando al hombre que ha dado muerte a su padre para, así, cumplir uno de los preceptos del código samurái. Cuando lo encuentre, acabará descubriendo que la vida vale más que la muerte. A la vivencia de Sozaemon se une la preparación, por parte de los cuarenta y siete samuráis, de la venganza que les conduciría a una muerte honrosa. Y, a la vez, la gente del suburbio que habita Sozaemon está preparando una obra de teatro que también trata el tema de la venganza. Este último aspecto es sumamente interesante puesto que mediante la teatralización se produce un alejamiento del patetismo en el que podría haber caído la película, patetismo presente en la historia de los cuarenta y siete.
El personaje de Sozaemon es un tanto peculiar, pues tratándose de un samurái de clase acomodada, vive en un barrio de chabolas en el más puro estilo de los retratados por Akira Kurosawa en películas como Bajos fondos o Dodeskaden. El extremo de esperpentización llega cuando se nos dice que con el beneficio de la venta de los excrementos de los habitantes de las chabolas se organiza una fiesta anual. Por otra parte, Sozaemon se plantea abandonar su estatus de samurái para dedicarse a la enseñanza, tema que se repite en Amor y honor. Esta preocupación por la enseñanza es un tema mucho más importante de lo que parece. Tanto Hana como Amor y honor se desarrollan en una época en la que el papel del samurái está cambiando, cuando, de guerreros experimentados, pasaron a ser funcionarios.
Los arquetipos culturales tienen un cometido fundamental que es el servir como elementos educadores para los miembros de una determinada sociedad. Uno de los ejemplos más claros de cómo un samurái se transforma en educador es el de Inazo Nitobe con su obra, ya mencionada, Bushido, el alma del Japón. Casos como el de Nitobe explican que más allá de la revolución experimentada en la cultura japonesa durante la era Meiji, se hayan mantenido vivos una serie de valores feudales, pero también de superación personal que caracterizaron la cultura japonesa a lo largo del siglo XX. En esta relectura del arquetipo del samurái es en la que se integran perfectamente tanto Después de la lluvia como Hana o Amor y honor.
En las películas tradicionales de aventuras, y las ken-geki lo son, el papel de la mujer es secundario, básicamente, y no es poco, actúa como ayudante, acompañante o receptora de las hazañas del héroe. Así sucede también en las películas que integran el género del chambara donde lo que predomina es un mundo de hombres. Es muy interesante considerar la presencia de la mujer en las tres películas en las que se está centrando el presente artículo. En las tres, la mujer se convierte en un motivo central. En el caso de Después de la lluvia porque la esposa del samurái es la que explicará realmente los motivos que originan el comportamiento de su marido; en Hana porque ese rostro casi transparente de la actriz Rye Miyazawa es el que hace que Sozaemon comience a valorar su existencia de otro modo: más allá de la sangre existe la dulzura que él observa en algunas sonrisas de la viuda; y por último, el amor que el samurái siente hacia su esposa, aunque no sea expresado según los cánones del cine occidental (no tenemos que olvidar que nos encontramos ante películas profundamente japonesas, aunque sean muy críticas con el mundo que las origina); ese amor es el que provocará buena parte de los cambios que se producen en la vida del samurái. Para descubrir lo importante que tiene, el samurái ha de sufrir el accidente que le deja ciego. Esta paradoja está perfectamente expresada en una frase dicha por el personaje: “Es siempre al despertar cuando el mundo se vuelve oscuro”. Y esa oscuridad se hace totalmente necesaria como una bajada a los infiernos tras la cual el mundo vuelve a ser luminoso.
A diferencia de lo que ocurre en las películas ken-geki anteriores a las producidas desde el año 2000, el samurái deja de ser un individuo solitario que vive exclusivamente del ejercicio de la violencia, para el cual la única forma de ser libre es recorrer los caminos como un vagabundo que odia al género humano, pero que se compromete en su amparo cuando las circunstancias así lo exigen. La actualización del arquetipo del samurái pasa por un defensa de los valores individuales que producen un cambio radical en un mundo en el que prima la libertad por encima de las ataduras de los valores tradicionales en que enajenaban la libertad del héroe en beneficio de un señor soberbio o de una familia que no contempla el valor personal de sus miembros.
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