Guillermo de Poitiers se extasía escuchando una de sus canciones en boca de una juglaresa mora
Recién llegado de su tierra, el duque de Aquitania saborea las delicias de una ciudad recién conquistada, Saraqusta, la Medina al-Baida, la de los blancos muros.
Alfonso el Batallador solicitó su ayuda. Los almorávides, fieros guerreros del sol del desierto, organizan la ofensiva, quieren recuperar aquellas tierras que fueron del Islam.
No falta mucho para la batalla; los ánimos están exaltados y la belleza del lugar satura los sentidos.
Guillermo de Poitiers entra en el Palacio de la Aljafería.
Estrechos corredores, mal iluminados, dejan paso a un gran patio.
Y se encuentra con el brillo de luz reflejada en un estanque de mármol y el recubrimiento de oro de las paredes.
Y cuando todos se han sentado, sobre mullidos cojines, aparece Warda, la poetisa y cantante.
Por ella pagarían un reino, un espejismo de realidad, los califas de Damasco.
Esbelta como palmera, morena de noche y cabello ensortijado de estrellas.
Brazos largos ceñidos por tres ajorcas de oro, como espigas mecidas por el viento.
Allí está, entre las columnas del patio de naranjos, cubierta de un vestido cuya trama es red.
Warda canta los poemas del guerrero y Guillermo descubre lo que él no había escrito. Cae atrapado entre los senos de Warda y él, que iba a conquistar, es vencido.
Antonio Joaquín González
(El tiempo en el rostro)