DOS EXPRESIONES PARA LA MANIFESTACIÓN DEL TODO EN PEDRO SALINAS
A Gioconda, en el Caribe.
PEDRO SALINAS
Tema
De mirarte tanto y tanto,
del horizonte a la arena,
despacio,
del caracol al celaje,
brillo a brillo, pasmo a pasmo,
te he dado nombre; los ojos
te lo encontraron, mirándote.
Por las noches,
soñando que te miraba,
al abrigo de los párpados
maduró, sin yo saberlo,
este nombre tan redondo
que hoy me descendió a los labios.
Y lo dicen asombrados
de lo tarde que lo dicen.
¡Si era fatal el llamártelo!
¡Si antes de la voz, ya estaba
en el silencio tan claro!
¡Si tú has sido para mí,
desde el día
que mis ojos te estrenaron,
el contemplado, el constante
Contemplado!
El contemplado (1946)
Diez años después de verse obligado a abandonar España, Pedro Salinas se encuentra con un venero que va a permitir fluir de nuevo su poesía desde el manantial de la lengua reencontrada en el cauce de lo cotidiano; porque el escritor necesita de la fuente que es su idioma materno, porque sólo en el Español puede encontrar Pedro Salinas la capacidad de expresar su mundo interior y poético. Y todo ello para originar una experiencia que acaba en las palabras del silencio, que va desde la mirada al poema, con el silencio, de los labios y la voz, pronunciado en la lectura hecha de introspección callada y de ritmo interno que es música no oída. Paradojas de la vía mística. En 1946, Pedro Salinas va a dar a la luz su libro El contemplado.
Pedro Salinas fue profesor visitante de la Universidad de Puerto Rico entre 1943 y 1946.
En una carta fechada en San Juan de Puerto Rico el 9 de febrero de 1946, Pedro Salinas, después de mucho tiempo –por causas debidas al miedo a la censura-, vuelve a escribir a Katherine Whitmore, y entre otras muchas cosas hace referencia al mar, que es como una metáfora que bien pudiera sustituir al sentimiento tan apasionado que durante tantas cartas y poemas fue uno de los motivos para la escritura:
“esta isla es un encanto. Sol, luz maravillosos. Un mar de hermosura constante, lleno de espumas alegres. La temperatura, para algunos un poco demasiado calurosa, a mí me gusta mucho, Vive uno con las ventanas abiertas de par en par, diez meses al año, día y noche. Y ahora, en febrero y marzo, se cierra la mitad a la hora de dormir. El gabán es desconocido. Clima sin igual para el que no necesita como yo ir y venir mucho, agitarse. He pasado horas hermosísimas frente al mar. He escrito un poema (un conjunto de quince poemas) sobre ese mar de Puerto Rico”.
En Puerto Rico, ante unas aguas que recuperan ecos de las palabras pronunciadas en la patria misma, Pedro Salinas recibe el don de ver una realidad en la que se borran las fronteras separadoras de lo físico y el espíritu. En una carta a Katherine Whitmore, fechada en el Altet el 14 de agosto de 1932, el poeta había escrito: “desde aquí, desde esta orilla, parece que detrás del azul del horizonte está al alcance la tierra donde vives. ¿Une el mar o separa? Une para separar; une por la vista, separa por el espacio”.
Una contemplación implica un atreverse a mirar con los ojos de la trascendencia para ir más allá de la realidad que se está viendo. Tales observaciones pueden producirse en distintas circunstancias: ante una experiencia religiosa, estética o amorosa, todas ellas pueden ser provocadoras del alcance de lo absoluto, la visión extática que abre los ojos al misterio de la mística.
Y se produce el milagro, previo a estas palabras, de un día claro, cuando el viento ha limpiado de nubes el cielo. Silencio entre cuatro paredes blancas, aunque de fondo, a lo lejos, el murmullo de la ciudad que va desapareciendo. Las palabras escritas, con un ritmo hecho de interior, atemperan cualquier sonido, hasta el que procede de un alma desbocada que no sabe de asidero. El milagro es la lectura de unos poemas que acallan el tiempo, porque la letra no es un ruido ensordecedor cuando encuentra los ojos para los que ha sido escrita y produce ecos en el pecho que hacen vibrar el alma.
La acción contenida en el poema es sencilla y grandiosa a la vez, pues es mirar, pero con un movimiento que lleva a los ojos desde la inmensidad del horizonte hasta la cercanía de la arena, desde el celaje que es la bruma sobre el mar hasta el caracol yaciente en la playa. Grandiosa, también porque no es ver simplemente arena, bruma, horizonte o caracola, es percibir también un brillo que es pasmo. Éste es el asombro que acompaña a toda emergencia del ser tras la cual, aunque sea balbuceando, es posible dar un nombre; tal y como ocurrió con Adán al encontrarse ante la maravilla de la creación. Un sustantivo es una palabra que, en este caso, no es pronunciada sino vista, es la letra, pues, tal y como dice Pedro Salinas: “los ojos te lo encontraron, mirándote”. ¿En todo momento se refiere ese “te” al mar? El poeta se encuentra ante él, pero en la oscuridad de la noche “soñando te miraba”, los ojos no pueden verlo, así que ese “te” es otra realidad que “maduró”, la de la amada que más allá de la posibilidad de vivir en la pasión sigue existiendo “al abrigo de los párpados” cerrados ante el dolor de lo perdido.
Confluye la experiencia del contacto con los elementos -el mar- y el recuerdo -la amada- madurado éste en el tiempo; y, así, desciende a los labios el nombre que todo ha de contener, redondo como la figura perfecta de una esfera, alma del mundo platónico.
Es necesario pasar por la oscuridad del alma, bien lo supo expresar san Juan de la Cruz, para llegar al brillo máximo que se ve aún con los ojos cerrados en la noche y en el silencio. El proceso llevará a la fatalidad, que no es la tragedia sino el destino, la culminación de un proceso que también es la vida: “¡si era fatal el llamártelo!”. Así llega a los labios, que son la materia, la pronunciación de lo que es espíritu e iluminación, expresado en “el constante Contemplado”.
Este Contemplado que surge de la experiencia (el contemplado) es como Dios en una mística agnóstica cuya religión está en volver a ligar en una unidad el pasado con el presente; en definitiva, en dar un sentido total a la dispersión que es la vida. No podía ser de otra manera para un poeta que hizo de la belleza y del amor su absoluto; para un hombre que, en los momentos más terribles de la vida, cuando se aproxima la sombra, no quiso rezar, aunque siempre sus palabras fueron oración, pues clamar desde lo profundo cuando el miedo es acuciante, es una muestra de cobardía.
El amor absoluto deja huellas imborrables en la luz y en la inmensidad de las aguas; es por ello por lo que en los pronombres tú y yo, que siguen marcando las dos presencias de “El contemplado”, son un eco de aquel momento en que, ante otro mar, el Mediterráneo, Pedro Salinas lo veía como apartamiento pero también como superficie de aguas que ponen en contacto dos orillas, la del tú, la amada, y la del yo del poeta.
También contemplando el mar, desde El Altet el 16 de noviembre de 1935, Pedro Salinas describe cómo desde la “materia bruta”, que es la vida cotidiana, se produce la transformación hacia la poesía: “Y es verdad. Los hechos en sí no son nada; se ejecutan de un modo mecánico, así se toma el tren, o el taxi; son materia bruta de la vida. Pero de pronto les da una luz, les alumbra una significación y cobran un valor único, sin par; se convierten en milagros. El carbón y el diamante son de la misma materia. ¡Pero quién los confundiría! Así los hechos. Muchos, casi todos, son hechos carbón, pero los hay diamante, puros, claros, durísimos e inolvidables” (Cartas a Katherine Whitmore. El epistolario secreto del poeta del amor. Pedro Salinas).
El martes 2 de agosto de 1932, Pedro Salinas escribe a Katherine Whitmore. En ese verano ella está viajando por España y en la carta, el poeta recuerda el primer encuentro de ambos en la clase que éste daba sobre la Generación de 1898, a la cual ella llegó con retraso. La epístola está fechada en Madrid, donde Pedro Salinas ha comenzado a dar clases de Literatura Contemporánea en el Curso de Verano de la Residencia de Estudiantes; Katherine, en esos momentos está en Valencia:
“Ayer la clase era una forma más de tu huida; y tanto más dolorosa cuando que por ella viniste, cuando fue el lugar del mundo designado por los dioses -¡sí, sí, por los dioses!- para tu aparición sobre la tierra. ¡Momento mágico, inolvidable en que yo vi surgir lentamente de la nada, unos ojos, unos labios, un cuerpo, un ser humano detrás del cual sentí temblar una luz intacta, pura, nueva, de la vida! Te aseguro que la Mitología, que me gusta mucho, jamás ha hecho nada tan perfecto. Ningún nacimiento de Venus –ni el relieve griego, ni Botticelli- tiene ese patetismo, esa profundidad de sentimiento, que el verte a ti nacer, no sé de dónde, del olvido, de lo inexistente, del cielo, o más bien de ti misma. Sí, porque naciste de ti misma. Yo vi primero tus apariencias corporales. Fueron el signo, como la seña indicadora. Pero luego, poco a poco, según te miraba empecé a ver cómo de tu propia carne, de tu propia figura salía el ser nuevo, nacía la criatura revelada. ¡Prodigio, milagro, asombro! Y lo más raro es que todo ello se verificaba, sucedía, sin que nadie se diera cuenta, más que yo –ni tú siquiera-, en un lugar y ambiente que nada tenían de milagrosos, en una clase… Nadie notó nada, nadie advirtió nada. Pero aquella noche, al salir de clase, el mundo llevaba encima una ilusión nueva, un anhelo más” (Cartas a Katherine Whitmore).
El epistolario de Pedro Salinas a Katherine Whitmore Reding fue entregado para su custodia por ella a la Houghton Library de la Universidad de Harvard, en 1979, acompañado de una nota que trata de cómo fue la relación desde la que surgiría uno de los más hermosos libros de poesía amorosa de la Literatura Española. Aquí, en palabras de Katherine Reding se lee cómo fue el comienzo de su relación con el poeta:
“En el verano de 1932 fui a Madrid a estudiar y a estar con mi amiga y colega, Miss Caroline Bourland, jefa del Departamento de Español de Smith College. Ella me aconsejó que me matriculara en la clase de Generación de 1898 que Salinas impartía. Lo hice, pero llegué tarde a la primera sesión. La única silla libre estaba al final, a la derecha de una mesa muy larga, desde la que sólo podía ver al profesor si alargaba el cuello y esforzaba la vista como podía. Cuando acabó la clase, salí corriendo sin hablar con nadie. A la segunda clase no fui, pero poco después Miss Bourland se encontró a Salinas por la calle. Se pusieron a charlar y en medio de la conversación la invitó a cenar. (La familia de él se había ido de vacaciones). Ella aceptó encantada y entonces él, como quien no quiere la cosa, le dijo que había oído que tenía una amiga durmiendo en su casa. ¿Vendría ella también? Yo no quería ir. Mi español era todo menos fluido y estaba segura de que Salinas sólo me había invitado por educación. Sin embargo, Miss Bourland me dijo que me perdería algo muy agradable, así que acepté. ¡Hay que ver cómo los acontecimientos más maravillosos dependen de las decisiones más triviales! Más tarde descubrí que ni la invitación a Miss Bourland ni el preguntar por su invitada fue algo casual. Me había visto en clase. Ya había caído el relámpago y la persecución había comenzado”.
Lejanos en el tiempo están los días de lo absoluto del amor, al poco de conocer a Katherine Whitmore, pero ahí está ella, en esta contemplación del mar en Puerto Rico, en el cual el juego de los pronombres es el mismo que encontramos en La voz a ti debida: “¡Si tú has sido para mí, desde el día que mis ojos te estrenaron!”.
Primero, el mar, aunque sea una experiencia iluminadora más tardía, casi de cuando el final se acerca; ahora la amada, desde una carta dirigida a Katherine Whitmore, escrita en Madrid el dos de agosto de 1932. En ella está el deslumbramiento de los comienzos del amor.
En verano de 1932, Katherine Whitmore está viajando por España y entre sus actividades se encuentra la participación, como alumna, en un curso sobre la Generación de 1898 que Pedro Salinas imparte. Ella, como recuerda en un texto publicado junto a las cartas escritas por Pedro Salinas, en el libro ya citado, llegó tarde a su primera clase y se vio obligada a sentarse en un lugar prácticamente fuera de la vista del profesor. Sin embargo, cuando el amor llega lo hace de una manera arrebatada, sin que importe ni vida, ni espacio, ni tiempo. Ahí está el comienzo. Algunos días después, mientras Katherine está en Valencia, Pedro Salinas volverá a experimentar lo absoluto que es el amor. Ha comenzado sus clases de Literatura Contemporánea en el Curso de Verano de la Residencia de Estudiantes en Madrid, pero su realidad interior es otra.
Esta carta del 2 de agosto de 1932 es una rememoración, en un momento de reciente alejamiento, del principio del amor, expresado desde la imagen del nacimiento de Venus, desde lo pagano, pues una iluminación de pasión de un ser humano hacia otro se aleja de la mística cristiana; es necesario el mundo de los dioses para que este sentimiento brote; se trata de la misma frontera, casi herejía que marcan los poetas del Amor Cortés, tan bien conocidos por Pedro Salinas. Ahora bien, en esta carta, su emisor habla de una experiencia trascendente que, entre exclamaciones –como no podría ser de otro modo- califica de “¡Prodigio, milagro, asombro!”. La utilización de estos términos en un especialista de los estudios literarios –aquí estamos hablando del filólogo profesor- no es aleatoria; en ella se aúna el prodigio pagano, el milagro cristiano o y el asombro estético con la finalidad de expresar aquello que va más allá de la experiencia cotidiana; todo ello calificado mediante una serie de términos muy abundantes en el texto como momento mágico, inolvidable, luz intacta, pura, nueva de la vida.
La referencia al nacimiento de Venus está plenamente justificada desde la rememoración del nacimiento del amor, que es, también, el momento de percatarse de la Belleza expresada aquí en la figura femenina, metamorfoseada a consecuencia de la mirada, especial desde el sentimiento, del poeta: “según te miraba empecé a ver cómo de tu propia carne, de tu propia figura salía el ser nuevo, nacía la criatura revelada”; pues a los ojos del enamorado, la realidad, incluso lo físico, se transforma por efecto del sentimiento que crea, de la nada, lo absoluto.
Por otra parte, cabe recordar que este tema mitológico como expresión de la experiencia estética lo encontramos también en una de las obras de Juan Ramón Jiménez, considerado, en unos primeros momentos como uno de los maestros de las innovaciones propugnadas por los poetas del 27. En Diario de un poeta recién casado, Juan Ramón Jiménez, en su poema en prosa “Venus”, describe el malogrado nacimiento de la diosa Afrodita, en medio del océano Atlántico, como culminación de un proceso que da lugar a uno de esos poemas que tan bien expresan la transformación poética de la realidad en eternidad.
Así sucede también con Pedro Salinas en los dos textos que aquí hemos comentado. Desde la nada que es lo cotidiano carente de una mínima pasión se llega a la culminación mística de la luz que es tanto la perfección del cuerpo de la amada –por eso se escoge el Nacimiento de Venus– como percepción de un paisaje como es el contemplado en Puerto Rico en el cual el recuerdo de la amada se encuentra en esa presencia tan característica de la poesía de Pedro Salinas, como es el de los pronombres: “Sí, porque naciste de ti misma. Yo vi primero tus apariencias corporales”; pronombres Tú y Yo que no pueden vivir alejados una vez que la criatura ajena, el tú, deja de ser para transformarse en una “criatura revelada” que da sentido a la existencia del poeta.
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