PRESENTACIÓN DE CARÁCTER PERSONAL
Ahora que se cumplen los veinticinco años de su muerte es el momento de rememorar algunos pensamientos desde los que, al tiempo, recupero un asunto al que he dedicado muchas horas de lectura, reflexión y, sobre todo, cine. Cuando en septiembre de 1998 me enteré del fallecimiento de Akira Kurosawa, vinieron a mi recuerdo algunas de sus películas, programadas no hacía mucho en televisión, casi como llega lo premonitorio. Imágenes de Duelo silencioso; una noche, en la filmoteca, consiguiendo, por fin, ver Los siete samuráis, casi con un temblor reverencial del deseo prolongado en el tiempo cuando se apagaron las luces de la sala. La nostalgia amarga y, a la vez, esperanzadora de Rashomon. Y, la verdad, no mucho más en aquellos momentos. No podría olvidar, por supuesto, el estupor de belleza que me invadió hasta las lágrimas con algunos fotogramas de los Sueños, cuando la ciudad todavía tenía muchas salas de proyección, algunas conocidas desde una niñez de películas.
Aquel seis de septiembre de 1998, pensé que me hubiese gustado brindarle un humilde, aunque sentido homenaje a este director que, junto a John Ford, encarna buena parte de lo mejor que puede dar el séptimo arte. Sentimientos a los que di palabra hace años, cuando la muerte no había llamado tantas veces a la puerta de la familia; ahora sé que no son necesarios tales homenajes, pues el mayor es el recuerdo que permite seguir siendo vida.
La complejidad de la existencia, que siempre nos conduce por insospechados caminos a los que, a veces, llamamos destino, fue posponiendo el encuentro, el encerrarme durante varios días para ver una tras otra las películas de Kurosawa. Pero en el tiempo, la evocación y el respeto se han mantenido, ahora en forma de este estudio para la memoria de aquello que no debiera ser olvidado. En realidad, Los siete samuráis, además de una experiencia de estética narrativa lo es también de la emoción, así lo supo ver José Ramón Sánchez (1995:128), el ilustrador que también fue educador de la generación denominada de la Egb, en la remembranza de ver en la gran pantalla una película como esta
No es mi intención con este estudio actuar como en un laboratorio, diseccionando fotograma a fotograma; hace tiempo practiqué este tipo de comentario y no quedé satisfecho con el resultado. Además, Los siete samuráis no es algo muerto; es un clásico y en él cada visionado supone nuevas respuestas a preguntas con las que los años nos van cargando. Ahí radica el misterio de las obras maestras: nunca acaban de transmitir su mensaje, porque este se enriquece a la vez que transcurre el tiempo del espectador.
Los siete samuráis es una gran película; muchas veces olvidada en esas falsas e interesadas listas de las mejores. Un clásico de esos que construyen una totalidad en sí mismos. Un filme que, desde el primer momento hasta el último fotograma, crea una realidad sin fisuras, origen de un mundo paralelo para quien suspende en sus imágenes la cotidianidad; a la vez que promueve la recapacitación sobre las propias experiencias y sobre nuestro contexto cultural, aparentemente tan alejado, bien sea en el tiempo, bien en el espacio.
En la dimensión de las grandes obras de arte, se borra la existencia de cada día, se enriquece la vida misma en una amalgama de significados, proteicos porque aquel que vuelve a mirar nunca es el mismo.


























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