Jay Rubenstein
(Barcelona, Ediciones de Pasado y Presente, 2012)
Antonio Joaquín González
Jay Rubenstein se aproxima a la historia de la primera Cruzada desde las creencias en un apocalipsis inmediato que habría de realizar la definitiva llegada de la Jerusalén Celestial. Leyendo las circunstancias que acompañaron la peregrinación de los cruzados, bien puede concluirse que, en cierta forma, esa hecatombe que debía ser el último tiempo llega a realizarse. Así, el autor nos recuerda algunos fragmentos de los relatados por escritores del siglo XII; entre otros, la entrada de los cruzados en el Templo de Salomón
“Al relatar la matanza en el Monte del Templo (o el Noble Santuario), los historiadores alcanzaron nuevas cotas literarias: <Nuestros peregrinos entraron en la ciudad, persiguiendo y matando sarracenos hasta llegar al Templo de Salomón, donde se reunieron y donde los sarracenos libraron un duro combate contra nuestros hombres durante todo el día, hasta tal punto que su sangre corría por todo el templo>. Esta imagen, la de los cristianos pisoteando riachuelos de sangre enemiga, persiguió a los escritores del siglo XII, e intentaron mejorarla más todavía”.
La primera Cruzada es un movimiento espiritual en sus inicios. Aunque no haya que negar las bases socioeconómicas que en otros momentos de la historiografía son las fundamentales; está claro que la invasión de Tierra Santa por parte de los europeos occidentales fue guiada por unos principios religiosos, desde la convocatoria de Urbano II y Pedro el Ermitaño hasta una necesaria búsqueda de la trascendencia de la orden caballeresca, guiada, hasta el momento, exclusivamente por el deseo de poder y tierras.
El Apocalipsis (14, 1-3) anuncia ese ejército que habría de realizar en la tierra la destrucción de lo viejo para que el espíritu venciese a las fuerzas de un Anticristo identificado en la época en las hordas turcas que habían entrado en tierras tanto cristianas bizantinas como musulmanas.
“Seguí mirando, y había un Cordero, que estaba en pie sobre el monte Sión, y con Él ciento cuarenta y cuatro mil, que llevaban escrito en la frente el nombre del Cordero y el nombre de Su Padre. Y oí un rugido que venía del cielo, como el ruido de grandes aguas o el fragor de un gran trueno; y el ruido que oía era como de citaristas que tocaran sus cítaras. Cantan un cántico nuevo delante del Trono y delante de los cuatro Vivientes y de los Ancianos. Y nadie podía aprender el cántico, fuera de los cientos cuarenta y cuatro mil rescatados de la tierra”.
Y de esta manera puede llegar a justificarse el comportamiento de unos guerreros cristianos que en Occidente jamás se hubiesen atrevido a llevar a cabo las inhumanidades a las que se acostumbraron en el Próximo Oriente. La primera Cruzada, muy en consonancia con esa visión apocalíptica, se convierte en una explosión de violencia, en la práctica de una brutalidad sistemáticamente aplicada como estrategia: decapitaciones, mutilaciones, canibalismo más allá de la urgente necesidad de alimentación. Rubenstein en su libro va recorriendo todo este salvajismo. ¿Realmente podemos llegar a admitir que este comportamiento brutal y alejado de las bases del catolicismo practicado en Occidente (la Tregua de Dios es un ejemplo) se asienta en la negación de la categoría del otro como persona? Lo dudo.
El apocalipsis es el combate de dos fuerzas, la luz y la negrura; lo positivo y lo negativo; lo espiritual y lo demoníaco. Es el enfrentamiento, en definitiva, entre dos visiones del mundo diferentes. Los cruzados, para justificar su peregrinación de violencia, necesitan del otro. Este, en un primer momento, es el judío, al cual se le achaca la muerte del Redentor. Por esta época, y no en Oriente, se realizan las primeras matanzas de judíos. La necesidad de que se cumplan las profecías; el buscar la ruptura de los sellos que marcan el fin de los tiempos hace que se desborde la violencia. Y la crueldad necesita, al principio, el animalizar o cosificar al otro. Y esto último es una ficción. La brutalidad contra los habitantes de la Tierra Santa (entre los cuales también se encontraban cristianos orientales) urge una interpretación del musulmán desde una mentira creada con la frialdad estratégica.
Los cristianos conocían a ese otro, con él habían regado de sangre una misma tierra, Al-Andalus. Fijémonos en la figura de uno de los caudillos de esta Cruzada. Raimundo de Saint-Gilles, conde de Toulouse, era uno de los más importantes nobles de la Occitania, lo cual quiere decir de toda Francia. Ya había peregrinado con anterioridad a Tierra Santa, de hecho allí perdió un ojo. Conocía, también, a los musulmanes de Al-Andalus; sin embargo, es uno de los primeros que acude a la llamada de Urbano II. ¿Su sentir puede estar guiado por una visión del otro que provoca el desprecio más absoluto hacia la persona?
Y, junto a la brutalidad más espeluznante –casi podríamos decir que el mundo ya no podía volver atrás después de algunos de los episodios descritos en este libro-, lo espiritual; la destrucción consigue escenificar algunas imágenes apocalípticas, desde luego que sí, aunque, a la vez, lo escatológico, en su sentido de santo (y lo santo es también inquietante) se manifiesta en la aparición de guerreros divinos en la batalla: Demetrio, Jorge, Mauricio; en los ejércitos fantasmales que acuden a llamada de la divinidad y en los visionarios que se ponen en contacto con lo trascendente. Estos últimos son los responsables, cuando no los farsantes, de la materialización de aquellas reliquias enaltecedoras de la fe en la victoria, en algunas ocasiones, cuando esta parece imposible. La Sagrada Lanza en Nicea y un fragmento de la Vera Cruz hallado en Jerusalén
“El Prefecto de Ramla no salía de su asombro por la conducta de los soldados. ¿Cómo podían sentirse tan eufóricos cuando sobre ellos se cernía la amenaza de una terrible batalla? Godofredo le explicó al prefecto que los francos se regocijaban al pensar en la muerte. Irían a un lugar mejor a reunirse con su Señor. Indicando la Vera Cruz, señaló: <Este signo de la Vera Cruz, que nos fortalece y nos santifica, servirá sin duda como escudo espiritual contra las lanzas de nuestros enemigos. Gracias a nuestra esperanza en este signo, nos atrevemos a enfrentarnos con más firmeza a cualquier peligro>. La Cruz, y no la lanza, y al diablo con los provenzales, protegía ahora Jerusalén, un talismán espiritual contra los paganos que blasfemaban del Señor”.
La Historia de las Cruzadas es una historia de multitudes, desde luego que sí; también lo es de algunas personalidades cuya existencia marcó el desarrollo de los tiempos: Pedro el Ermitaño, Raimundo de Saint-Gilles… y Godofredo de Bouillon, especialmente Godofredo de Bouillon en el cual se aúna el poder del guerrero y la espiritualización de la violencia; alcanza por ello una categoría de mito.
Joseph François Michaud en su Historia de las Cruzadas (1831) escribe en los siguientes términos de Godofredo de Bouillon:
“La historia contemporánea (Roberto el Monje, siglo XII) nos ha trasmitido su retrato y nos dice que unía el valor a las virtudes de un héroe a la sencillez de un cenobita; que excitaban la admiración en los campos de batalla su destreza en manejar las armas y su extraordinaria fuerza corporal; que templaban su valor la prudencia y la moderación, y que jamás comprometió o deshonró sus victorias con una carnicería inútil o un ardor temerario. Animado de una devoción sincera y viendo la gloria sólo en el triunfo de la justicia, siempre estaba dispuesto a sacrificarse en pro de la causa de la desgracia o de la inocencia, y los príncipes y caballeros le tomaban por modelo, los soldados por padre, y los pueblos por apoyo. Si no fue el jefe de la Cruzada, como pretenden algunos historiadores, alcanzó cuando menos el imperio que dan el mérito y la virtud; los príncipes y los barones acudieron a su prudencia en medio de sus divisiones y contiendas, y dóciles siempre a sus palabras, obedecían sus consejos como órdenes supremas en los peligros de la guerra”.
La mitologización de la persona de Godofredo de Bouillon casi podría decirse que es contemporánea a su existencia. Tempranamente se le hace sucesor del Caballero del Cisne; su posición se dignifica cuando no quiere alcanzar la categoría de Rey de Jerusalén y sólo se nombra como Defensor de la Ciudad Santa. Hasta su madre, Ida de Boulogne fue considerada como una santa
“El Apocalipsis (12:5) habla de una mujer revestida del sol y a punto de dar a luz a un hijo que debía regir a todas las naciones de Dios. En una imaginativa variante de esta historia, Ida se vio a sí misma embarazada de Godofredo, en pie en el interior del Santo Sepulcro. Vio un crucifijo suspendido del techo y deseó inclinarse humildemente ante la Cruz. En lugar de recibir su adoración, la imagen de Jesucristo cobró vida y descendió para rendir homenaje a su vientre, puesto que el hijo en su interior liberaría la ciudad en la que Él había muerto”.