“Del realismo policial a la posmodernidad”
Sobre Herejes de Leonardo Padura
Antonio Joaquín González
No recuerdo muy bien si fue con Vientos de Cuaresma o con Pasado perfecto que inicié la lectura de las aventuras, más interiores que policiales, de Mario Conde. Sea con una o con otra, ahí comenzó una relación que me gustaría considerar de amistad, igual que las novelas de Leonardo Padura son un canto a tal emoción.
El sentimiento de escualidez al que tantas veces hace referencia Leonardo Padura acompañó a aquel volumen, que ahora casi me atrevería a afirmar que fue Vientos de Cuaresma, en un papel, una encuadernación, una impresión que daba la sensación de ir a borrarse por el mero hecho de la lectura; así era la edición realizada por la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en 1994 de una obra que había sido galardonada con el Premio Cirilo Villaverde de Novela en 1993; un volumen que me fue prestado, era el año 2000 ¿o el 2001? Y a quien tal cosa hizo creo que no podré agradecerle lo suficiente; eso aumentaba la escualidez del acto lector, suspensa, sin embargo, en la fuerza de una narración que atrapaba desde la primera aparición de Mario Conde o desde el recuerdo de una resistencia a las penurias y de un heroísmo del pueblo cubano tan pisoteado por la Historia, más ajena que propia.
Han cambiado las ediciones; han aumentado las lecturas; así siguieron Máscaras, Paisaje de otoño, Adiós, Hemingway, La neblina del ayer –magnífico retrato de La Habana del feeling, una genial mezcla de bolero, libros antiguos y un crimen pasional-, La cola de la serpiente … Esta supuso una revelación; Mario Conde volvía a ser lo que fue –y además conseguía alcanzar uno de sus sueños, Patricia Chion; “un F-1 de chino puro y negra retinta. La mezcla satisfactoria y a proporciones iguales de aquellos genes había dado al mundo una china mulata de un metro y setenta y cinco centímetros de estatura, pelo negrísimo que le bajaba de la cabeza en unos tirabuzones ingobernables pero suaves, dueña de unos ojos perversamente rasgados (casi asesinos), una boca pequeña de labios gruesos, repleta de pulpa comestible, y un color de piel de chocolate aclarado con leche, parejo, limpio, magnético…”.
También, fuera de las protagonizadas por Mario Conde, La novela de mi vida, en la cual vuelve a unirse misterio, vida y literatura; o El hombre que amaba a los perros, un trabajo en el que tras cada palabra se adivinan las horas de ardua investigación, para llegar a trazar un perfecto retrato de Trosky y Ramón Mercader. No quiero olvidar mencionar dos magníficos estudios de Leonardo Padura que tanto me han ayudado en la comprensión de ese concepto tan ambiguo como es el Realismo Mágico: lo real maravilloso, creación y realidad (de nuevo una publicación tan escuálidamente meritoria) completado en Un camino de medio siglo: Alejo Carpentier y la narrativa de lo real maravilloso.
Y, ahora, Herejes. En ella, el investigador, detective, expolicía y buscador de libros valiosos, vuelve a enfrentarse al crimen, a la maldad en estado socialmente puro, aunque los culpables no sean engendros del infierno; sigue cobrando viejas deudas –pues algunas veces la venganza es agridulce- en Fabrizio, el antiguo policía corrupto y expersona y baja a unos infiernos, que aunque sean dantescos, como los descritos en Máscaras, ahora son posmodernos, por ello, el mundo líquido que habitan los nuevos adolescentes cubanos está representado en unos muchachos para los cuales hasta la depresión es objeto de consumo; para todos menos para uno, Judith, la reencarnación de la novia judía en la Amsterdam de Rembrandt, o de una muchachita que sufre, otra más, el peso de la Historia en los campos de concentración, engendro de unos alemanes cuyos descendientes han olvidado su protagonismo en estos hechos, triste protagonismo, para seguir ejerciendo de líderes autodenominados en un imperio deshumanizado. En la biblioteca de esta Judith cubana están Nietzsche, Kundera, Salinger y Murakami, quizá sugeridor del maldito pozo.
Y es que Mario Conde ya no camina por un territorio en el que la vida estaba anclada a la realidad. Leonardo Padura hace que su protagonista cruce las fronteras de un mundo posmoderno para encontrarse con que la corrupción, el desprecio del ser humano por sus semejantes, la inmadurez, siguen siendo lo mismo. Al menos algunos pueden seguir siendo fieles a su entorno en el cual pueden encontrar ese banquete de amistad que actúa como repelente de la tristeza cotidiana de vivir en un paisaje dominado por los arribistas.
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