Reseña
Antonio Joaquín González
Veinticinco años después, la narrativa de Arturo Pérez-Reverte mantiene un tono que le caracteriza y que hace reconocible su estilo, desde El húsar (1986) hasta El francotirador paciente (2013); sin embargo hay un elemento en su poética que se ha borrado en esta novela, cosa que ya se comenzaba a hacer evidente en Ojos azules (2009) y en El tango de la guardia vieja (2012); se trata de la morosidad narrativa. ¿Qué quiero decir con esto de la falta de morosidad que echo de menos en El francotirador paciente? Me refiero a que al terminar su lectura queda una sensación de vacío, de obra no concluida; una impresión muy diferente a la que invade al lector ante las que, para mí, son las mejores obras de Pérez-Reverte: El maestro de esgrima (1988) y El Club Dumas (1993).
Puede ser que el autor en El francotirador paciente quiera plasmar una imagen de estos tiempos de arte caótico y mercantil, por un lado, o, por otro, expresión de un grito sincero ante la destrucción de cualquier posibilidad de utopía. ¿Realmente no se expresa un ensueño idealista en el alarido de los escritores de graffiti que protagonizan, en buena medida, esta novela? ¿No será ese aullido de pintura que salta desde la pared arrojándose hacia un ciudadano, que camina pasivo e insensible a la realidad, una expresión de la lucha por la libertad o por la vida auténtica, que viene a ser lo mismo? Quizá exista la posibilidad de una salvación; sin embargo, cuando el mundo es el caos y cuando los héroes tienen un lado oscuro –y así sucede con todos los de Pérez-Reverte- esa situación anárquica acaba llegando a la vida del que no puede mantenerse ajeno. Los personajes de Arturo Pérez-Reverte están marcados como resistentes cuando no como emboscados, tal y como vienen definidos en ese magnífico ensayo de Ernest Jünger, La Emboscadura. Todo ello lo encontramos en el protagonista de El francotirador paciente.
Este emboscado es radicalmente distinto a otros que han aparecido tiñendo de sangre, crueldad, sufrimiento y muerte anteriores textos de Pérez-Reverte. Al fin y al cabo, su experiencia como reportero de guerra ha marcado de una manera definitiva su visión del mundo –Territorio comanche (1994) o El pintor de batallas (2006)-.
Más allá de todo lo dicho, el estilo de Pérez-Reverte se mantiene en estado puro. El retrato de la protagonista, Alejandra Varela (como en La tabla de Flandes 1990, La carta esférica, 2000, o La Reina del Sur, 2002); o el de la hermosa italiana en la que siguen vivos los genes de los arquetipos de belleza femenina que tan bien retrató el cine italiano de los años 1950 y 1960.
Una mujer venía de frente, bajando la escalinata con una cesta de la compra en la mano. Era grande, atractiva, hermosa de formas, muy clásicamente napolitana. Me recordó a esas rotundas actrices italianas que estuvieron de moda en tiempos de Vittorio de Sica y de Fellini. Ésta llevaba el pelo más corto que largo, una falda oscura y un suéter ajustado que moldeaba las formas de un pecho de aspecto pesado, voluminoso —más tarde comprobé que tenía los ojos verdes y una nariz tan atrevida como su boca, ancha y de labios definidos y rojos—. Sniper se había parado al pie de la escalinata, viéndola llegar, y ella se acercaba a él, sonriente. Yo había visto ya sonrisas como aquélla, y supe lo que significaba antes de que él le enseñase desde lejos la bolsa con fruta que había comprado, la mujer lo amonestara sin perder la sonrisa, con palabras que no alcancé a escuchar, y un instante después, al llegar uno junto al otro, se besaran en la boca.
También el gusto por la novela folletinesca (en Bigote Rubio y Cara Flaca) y de aventuras. A este respecto he de destacar esa señal para náufragos que es la mención de la Fundación Salgari en Verona.
De igual manera, la presencia del mundo antiguo que siente el Mediterráneo con el orgullo de una vieja raza (magistral, en este sentido, es la descripción de Nápoles)
Los sábados por la noche —aquél lo era—, el viejo Nápoles es un espectáculo fascinante. En el barrio español, treinta siglos de historia acumulada, pobreza endémica y ansias de vida desbordan una cuadrícula de vías angostas, callejones, ruinosas iglesias, imágenes de santos, ropa tendida y muros minados por la lepra del tiempo. En ese lugar abigarrado, peligroso, donde pocos forasteros se aventuran, la ciudad intensifica su carácter ferozmente mediterráneo. Y en las vísperas de días festivos, cuando llega la hora de cierre del comercio local, el barrio entero se torna caos de tráfico, ruido, cláxones, música saliendo por las ventanillas abiertas, motocicletas con familias enteras asombrosamente agrupadas encima, que circulan a toda velocidad entre una muchedumbre gritona, bienhumorada, que callejea con el desgarro vital de los pueblos prolíficos, indestructibles y eternos.
El mundo de los libros, también es uno de esos rasgos definitorios del estilo de Pérez-Reverte. Personajes que se entregan a la lectura con la ferocidad del que se enfrenta en un cuerpo a cuerpo. Y, a la vez, los mercaderes de la cultura que ensucian la experiencia vital pura que es leer. ¿No mantiene el autor esta idealización de la lectura desde su El Club Dumas?
Como siempre, sea bien recibida esta novela de Arturo Pérez-Reverte y en la esperanza de que esa sensación de totalidad que quedaba balbuciendo en sus textos retorne.