Antonio Joaquín González
He de confesar que no soy un habitual lector de poesía, sin embargo también diré que hay unos pocos poetas cuyas palabras me atrapan y sus versos me interesan como para volver a ellos una vez y otra: Álvaro Mutis, Luís Alberto de Cuenca y José Manuel Lucía Megías. No voy a nombrar aquellos que están en un pasado más o menos lejano, porque ahí sí que la lista podría desmentir mis primeras palabras. A José Manuel Lucía Megías lo conocí no como poeta sino como uno de los más importantes especialistas en libros de caballerías. Siempre ha sido tan valiente en sus investigaciones como en su poesía. En sus estudios porque, cuando en este tiempo de bachilleres, barberos y curas todos veían en el Quijote una mera parodia provocadora de risas origen del género novelístico, él, José Manuel Lucía, nos hizo recordar que, de verdad, la obra de Miguel de Cervantes es otro libro más en la nómina de las Caballerías (y esta afirmación no es baladí, pues el Hidalgo deja de ser un patético loco y se transforma en una recuperación de un ideal que bien nos vendría tener presente ahora).
Con Y se llamaban Mahmud y Ayaz, José Manuel Lucía Megías vuelve a ser ese autor valiente que arrostra una ignominia más de este mundo. Y digo bien lo de arrostra, porque en la cuidada edición, en la hermosa impresión de este libro, después de las páginas de cortesía, algunas de ellas en el negro de la tristeza, lo primero que nos encontramos es su rostro y su vida. Y esto, en esta época de villanías y resquemores, es tomar partido, plantar cara, denunciar, estar harto del silencio y gritar, porque eso es Y se llamaban Mahmud y Ayaz, un alarido contra la injusticia que es cortar la posibilidad de amar.
Y se llamaban Mahmud y Ayaz nace desde un suceso, otro más de los muchos reseñados por los informes de Amnistía Internacional o de tantos otros grupos comprometidos con la búsqueda de un mundo más justo. Me limito ahora a las palabras que acompañan como epílogo, explicando el hecho que genera la reflexión poética. El desenlace fue el 19 de julio de 2005, cuando dos jóvenes iraníes, Mahmud Asgari y Ayaz Marhoní fueron ejecutados por causas que, según el correspondiente informe de Amnistía Internacional, no están nada claras, aunque todo viene a ser una aplicación de la ley que persigue a los homosexuales en tantos y tantos lugares.
No es mi idea ahora seguir por esta línea de la denuncia porque Y se llamaban Mahmud y Ayaz es mucho más que eso. Es un libro de poesía en el que se recogen tantos y tantos tópicos de la tradición de la poesía amorosa, tópicos que no han perdido su valor y su fuerza; la unión de amor y muerte sigue siendo uno de los símbolos que hace vibrar a las palabras. En Y se llamaban Mahmud y Ayaz hay muerte, desde luego que sí, pero también hay mucho amor. A sus metáforas me quiero remitir ahora. La tradición erótica de la poesía occidental parece arrancar de aquellas composiciones que allá por el siglo XII comenzaron a dar vida a una nueva manera de ver las relaciones entre los amantes, fue la poesía escrita en la lengua de la Occitania; en ella está la espiritualización de un sentimiento tan humano como es el amor. Como buen conocedor que es de la literatura medieval, José Manuel Lucía Megías sabe que la erotología europea no solo proviene de las amables tierras meridionales del cristianismo medieval. También está en ella toda una tradición escrita en árabe. Quizá por ello Y se llamaban Mahmud y Ayaz presenta como pórtico algunos versos de Ibn Suhayd y de Abû-l-Abad Ibn al Jatib, ambos andalusíes. Todo sucedió en las tierras que fueron Persia, cuna de poetas místicos del amor (Omar Khayyan, Hafiz o el místico que ardió en un amor trascendente Hallaj).
Y se llamaban Mahmud y Ayaz es una historia en tres tiempos; el del amor, el de la tortura y el de la muerte. Los dos últimos son terribles, son la injusticia desde la que nace la denuncia que también es este libro. Comienza en una referencia a la situación que origina toda la reflexión sobre el amor y la muerte
“Y se llamaban Mahmud y Ayaz
y tenían tan solo 17 años,
y fueron ahorcados un 19 de julio […]
Llegaron llorando a la plaza.
En la furgoneta de su angustia,
llorando las lágrimas que no derramarán de viejos […]
Y llegaron como dos cachorros asustados,
temblando entre el frío de tantas miradas,
ante el abismo del final de su vida
antes incluso de haber intentado imaginarla”
Es necesario poner al lector ante la situación concreta para que se sienta conmovido. El poeta no está hablando de abstracciones, está ante la realidad. Luego, en la muerte, resultado final de este camino de crueldad, la poesía podrá reverberar con ecos lorquianos, ahora es necesario el sentimiento físico de frío, de la angustia expresada en una lágrimas, del miedo como de cachorros; ya habrá tiempo después para la metáfora lorquiana en la detención de un tiempo que no ha podido transcurrir, de una corriente que no llega a su desembocadura (Poeta en Nueva York), cuando todo esté concluido y el amor permanezca, porque, que no se nos olvide, aquí hay denuncia pero también mucho amor. Antes de la muerte, el camino ha sido preparado y entre los versos hay palabras que demuestran la inhumanidad sufrida: “Quizás me torturen con el silencio / y con la oscuridad y con el miedo”. La violencia que degrada y el dolor brutal del golpe físico que rompe a la persona, “pero de mis labios solo escucharán: / te quiero. Te quiero. Te quiero”.
Un asesinato justificado con las imperfectas leyes de los hombres en ese caso se transforma en un martirio de amor, por eso el triste cadalso que es una grúa se metamorfosea “en el improvisado altar del crimen, / de la barbarie, de la muerte”; sí, de crimen y barbarie, pero altar, al fin, pues
“Dos jóvenes colgados
en las grúas criminales de la plaza.
Dos jóvenes. Dos enamorados.
Dos nuevos ángeles en el cielo de Irán”.
Muerte que es un paso definitivo de una trayectoria en la que cada caricia era escribir un salmo.
El tiempo del amor ha estado marcado por la esperanza de poder, algún día, mostrar su amor sin miedo; porque todos los elementos que han definido la pasión de estos amantes se quedan en miradas, susurros, deseos y en un sigilo que no impedirá que la persecución acabe en la muerte. El silencio es una ley más del código amoroso, pero aquí no es así, pues no es el secreto que mantiene el ardor, sino que es el del miedo. Las palabras, cuando no son poemas, alejan el amor, pues este es inefable, por ello, la callada como respuesta sigue siendo una manifestación de la pasión.
“¿Dónde encontrarte ahora, corazón mío,
cuando te tengo perdido en el laberinto
de los porqués, de los cuándo y de los dónde?”
Y en el silencio también está la complicidad del que al callar comparte la responsabilidad de permitir que sigan sucediendo hechos tan atroces.
A diferencia de lo que ocurre con los juegos de palabras de Pedro Salinas (La voz a ti debida) que sirven para expresar el amor desde lo conceptual, al amor de Mahmud y Ayaz se pierde en las palabras retenidas por el recelo
“¿Por qué, siendo tú todo, solo tú,
vivo negándote, rodeándome de soledad
y de miedos y de sospechas y de solitarios
juegos verbales, y de más sospechas y miedos?”
Entre las metáforas que ayudan a expresar el amor secreto se encuentran abundantes imágenes de la naturaleza; por ello la abstracción del lugar desde lo idílico se transforma en metáfora del sentimiento ante un mundo de gritos y silencios. El paisaje artificial de la ciudad es el territorio del dolor, cuajado de grúas. Lo cotidiano, ante la ausencia o imposibilidad de expresar el amor se transforma en llaves que caen, en casas llenas de polvo que son extrañas hasta para quien las habita o en espejos que “me reflejan fantasmas y muecas / y gestos de purgatorio y pieles desolladas”. El horizonte del amor, sin embargo es otro: un oasis de palmeras y de caricias, de lunas llenas y estrellas andantes, el eco primaveral del paraíso donde se confunden (como en “Romance del prisionero”) los cantos de la alondra y del ruiseñor. El cuerpo del amado es el mundo;
“y me lo decías vestido tan solo de sonrisas
mientras tu cuerpo era el agua de lluvia
que, poco a poco, hacía de mí un oasis”.
Un imagen que pervive hasta el instante mismo de la muerte simultánea, “morir ahogado en el desierto / muy lejos de la fuente de tus labios”.
Una muerte que se transforma en un mero trámite, pues para los amantes el paraíso ya ha sido logrado, “el único que soñó que en tus ojos / había encontrado el oasis del paraíso”; un paraíso que perdurará más allá de la muerte.
“Me podrán quitar la vida, arrancármela.
Pero nunca este amor que ahora siento”
Como en esta rubayyat de Omar Khayyan:
“Cuando tu alma pura y la mía abandonen nuestros cuerpos,
colocarán un ladrillo bajo nuestras cabezas
y un día un alfarero amasará
nuestras cenizas para igual almohada”.