Desde la historia del maestro forjador de sables Minoru Eguchi, que podría ser una imagen de Yukata Imamura, abuelo del autor, Hitonari Tsuji (Tokio 1959) se propone realizar un viaje por la historia de Japón en el siglo XX, desde el momento crucial en el que una nación asiática como la japonesa demostraba al mundo no sólo que no era un país que se dejase convertir en un estado colonizado, sino que también manifestaba, con su victoria sobre Rusia en 1905, que se perfilaba como un país lo suficientemente fuerte como para marcar la historia de Oriente en el Pacífico.
A la victoria sobre Rusia seguiría la participación en la guerra contra los bolcheviques en Siberia, en ella participa el protagonista, la invasión de China y la guerra contra los Estados Unidos. Ante la derrota final en esta última, el caso de Minoru Eguchi se transforma en una manifestación más de esa ascensión de Japón a la categoría de uno de los países más desarrollados económicamente. La vida de Minoru Eguchi sirve para mostrar eso y, a la vez, se convierte en ejemplo para la situación económica de Japón en los años inmediatamente anteriores a 1997, fecha en la que se publica El Buda Blanco (Hakubotsu). Minoru Eguchi es un caso más del empresario que sabe levantarse después del desastre económico; pero es más que eso. No es circunstancial que Hitonari Tsuji escogiese a este personaje, inventor de ingenios mecánicos aplicables a la agricultura y a la pesca, diseñador de una ametralladora que podría haber llegado a ser un arma decisiva en la guerra del Pacífico, experto en el arreglo de los fusiles del ejército japonés y, fundamentalmente, forjador de espadas, oficio al que durante generaciones se había dedicado su familia. Es conocido el peso que en la cultura japonesa tienen los sables; también hay que recordar que más allá de esto, el herrero, y en su momento lo dejó muy claro Mircea Eliade en su obra Herreros y alquimistas, es una figura que posee la cualidad de traspasar el umbral del territorio mágico. Y así sucede con Minoru Eguchi, capaz de dejarse arrastrar por imágenes desde la abstracción y de ver a un Buda blanco cuyo mensaje de paz acabará por entender, encontrando en su última hazaña el sentido de la vida, de manera similar a como ocurre en uno de los más hermosos textos de la literatura japonesa del siglo XX, El arpa birmana (Biruma no tategoto 1947) de Michio Takeyama (1903-1984) cuyo protagonista renuncia a todo para realizar lo que considera su misión sagrada por la humanidad: dar sepultura a los cuerpos de tantos combatientes fallecidos durante la guerra del Pacífico.
Más allá de todo eso hay otra presencia que se deja notar a lo largo de la novela. De hecho, ésta comienza con un personaje moribundo en los últimos momentos de su agonía, tal y como lo encontramos en textos como El último día de Ivan Ilich de Lev Tolstoi o La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes, por citar dos ejemplos que en su día me parecieron impresionantes. Esa presencia de la muerte, patente no solo en los estertores del anciano Minoru Eguchi sino también en todos aquellos que van marcando su camino de lápidas, que viene a ser el de todos aquellos para los cuales los años transcurren a partir de cierta edad; aunque en el caso del protagonista, la muerte hace acto de presencia muy pronto: un hermano, la mujer que fue su primer amor y continua acompañante en los sueños, los amigos y hasta un soldado ruso abatido durante la guerra en Siberia: “escuchaba a lo lejos los pasos de los soldados que recorrían las nieves de Siberia. En su mente aparecieron sucesivamente para borrarse en acto, los rasgos severos de los oficiales gritando órdenes con voz impostada, las llamas de las bombas que explotaban. ¿Era señal de la muerte que se acercaba?, la muerte tan temida y esperada a la vez, esta conciencia extraordinariamente clara que le permitía contemplar desde lo alto, a vista de pájaro, la carrera de las nubes cambiantes que cruzaban hasta perderse de vista en un cielo sin obstáculos”.
Con todo y con eso, la obra de Hitonari Tsuji no es una macabra exaltación de la omnipresencia de la muerte, sino un canto al compromiso del ser humano con la situación de sus semejantes y con el respeto a los que fueron.
Más allá de la consideración de la existencia de la reencarnación, que en la obra aparece confirmada en la capacidad clarividente de alguno de los personajes, Rinko, la hija de Minoru, lo que realmente importa en el concepto que el protagonista aprende en las palabras de un monje budista, en ellas está la explicación de la enorme empresa del Buda blanco, en el concepto budista Ku-e-i-sho que “significa la igualdad originaria de todos los seres, ricos o pobres. Una vez superadas las reglas fastidiosas y el sentido de los valores propios de cada sociedad, los seres humanos son todos iguales”.