Pocas eran las cosas de valor que Alejandro Cisneros Valenzuela guardaba en su casa; recuerdos de unos tiempos ya casi olvidados. Ahí estaba, en una carpeta de polipropileno cristal azul, en un cajón de su gaveta, un documento en pobre papel ya amarillento y resquebrajado, que guardaba en cada arruga, mancha y rasgadura los ecos de los tiempos de miseria y hambre. En aquel documento, al cual se adjuntaba la fotografía de su abuelo, Joaquín Cisneros, se nombraba a éste Caballero Mutilado de guerra. Mirando aquella letra de escribano formado en la caligrafía cancilleresca del siglo XX, Alejandro Cisneros Valenzuela no podía evitar recordar la historia de su abuelo; herido de gravedad en el Frente de Aragón, meses después de que llegasen a su pueblo aquellos grupos de alistamiento. Su abuelo ni siquiera estaba seguro de cuál había sido el bando fratricida en el que había luchado. Era persona de pocas palabras, hasta aquellas tardes en las que tomaba un vaso de vino de más; y ese detalle Alejandro Cisneros lo recordaba especialmente. Igual que recordaba aquellos días en los que iba a esperarle en las cercanías del colegio, y le llevaba la merienda y después se echaba al hombro una mochila cargada de libros, que en sus espaldas de antiguo cantero no era nada.
Eran muchos los recuerdos que Alejandro Cisneros Valenzuela conservaba de su abuelo; pero aquellos de la guerra eran producto de las palabras de su abuela Gloria.
La abuela Gloria, que tanto tuvo que ver en esta vida antes de morir con sus recuerdos y sus palabras perdidos en la agonía de una niebla que apagaba toda su luz. Pero antes de esto, la abuela Gloria sí que le contó algo. Aquel día en que el abuelo Joaquín fue alistado. Fue él mismo el que se ofreció voluntario, pues la otra opción era su hermano más pequeño y eso no podía ser. El abuelo Joaquín se había criado en los campos, sabía perfectamente lo que era matar (fue él quien sacrificó aquel jabalí que cada noche arrasaba las pobres huertas de una tierra eterna de secano). Y a la abuela Gloria sólo le quedaron las lágrimas, las primeras de otras muchas que irían vertiéndose con los años.
Sí que había dos recuerdos especiales que mencionaba el abuelo Joaquín: la camaradería de aquellos soldados que arrastraron su cuerpo en una manta hasta el puesto de sanidad más cercano, y la generosidad de aquella monja del Hospital Provincial de Zaragoza que le donó toda la sangre con la que él había regado la ribera del Ebro. Más allá, no existían las palabras de guerra.
Además de aquel documento, Alejandro Cisneros Valenzuela conservaba un reloj que le diera su padre al hacerse mayor. Un reloj de bolsillo, en latón, con sus iniciales en la caja: AC, recuerdo de aquel abuelo que cruzó el Atlántico para enfrentarse a la malaria y a la balas de los mambís. Aquel reloj hacía casi cien años que no funcionaba.
Y una escultura de bronce fundido a la cera perdida, de unos cincuenta centímetros, representado a Miguel de Cervantes; heredada de un tío con el que había compartido sus inquietudes literarias en horas de café, comentando los libros que había descubierto en su biblioteca.
De todos esos recuerdos y del gusto por las novelas de Pío Baroja, Alejandro Cisneros Valenzuela había desarrollado una visión existencial, una interpretación del mundo, una filosofía de vida en la cual la acción era casi como un reglamento secreto que cumplir para poder mirarse cada mañana en el espejo. En realidad, nada iba más allá de una fantasía, pues, jamás había tenido una experiencia que pudiese calificarse como ejemplo de aventura. Para proteger ese interior que veía reflejado en sus ojos, Alejandro Cisneros se fue alejando del mundo intelectual contemporáneo, hacia un mundo más lejano, aquel en el que no había separación entre la fantasía, el heroísmo, la acción, en definitiva, y las ideas. Fue por ello por lo que diez años después de acabar su carrera de Filosofía y Letras había decidido especializarse en literatura medieval.
Desde hacía siete años, Alejandro trabajaba en un instituto situado más allá de las murallas de su ciudad, una ciudad a la que él le gustaba recordar con el nombre que muchos siglos atrás le dieron los musulmanes, la Ciudad Blanca. Nombre originado seguramente en la visión de los sillares que formaban las murallas; tan blancas que reflejaban los rayos del sol poniente. Una ciudad que estaba cambiando a pasos agigantados, que había perdido algunos de sus rincones más típicos, pero que, también era cierto, se había enriquecido con unas aportaciones que mantenían alerta todos los sentidos.
Los martes eran para él un día especial. Terminaba muy temprano sus clases y paseaba, de vuelta a casa. Daba igual el tiempo que hiciese: ya las nieblas casi eternas en el invierno de Zaragoza, ya el cierzo, ya un sol de justicia. Todos momentos eran buenos para cruzar el puente más nuevo sobre el Ebro; para detenerse en su comienzo y contemplar desde el pretil el último meandro que trazaba el río antes de entrar en la ciudad. Seguía caminando ribera del río, recorriendo el trazado de la antigua muralla. Le gustaba detenerse junto a aquellos sillares que todavía conservaban las huellas de una guerra que dio a la ciudad el nombre de inmortal. Ante aquellos muros, el ejército más poderoso de su época se estampó una y otra vez, y sólo una forma tuvo Napoleón de adueñarse de la ciudad de Zaragoza: la destrucción.
Entraba por las calles que le vieron sus primeros pasos; calle Añón, las calles con recuerdos de la época en la que se luchaba casa por casa: Calle Asalto, Calle Heroísmo. En cada rincón, esquina o portal encontraba algún recuerdo: las mañanas que acompañaba a su abuela a comprar enormes trozos de hielo para la fresquera, los primeros tebeos cuyos nombres aún recordaba, aquel día siendo niño que comenzó a llorar sin saber por qué, el sabor de las galletas con nata, el olor del café torrefacto mezclado con el tabaco de las tabernas; los adoquines grises siempre brillantes. Todo aquello era su historia y aunque no la recordase, a cada momento, en cada paso que daba por aquellas calles estaba implícita la vida.
En la Calle El Coso, había una librería en la cual le gustaba entrar. Se encontraban en ella los olores de los antiguos tebeos, los colores de sus páginas cuajados por el paso de los años. Lugar frecuentado por humildes lectores de novelas de bolsillo: Marcial Lafuente Estefanía, Corín Tellado, Lou Carrigan. Hubo un tiempo en el cual sus continuas horas en autobús para llegar al colegio le permitieron leer muchas de aquellas novelas. Después llegaron los años de soberbia universitaria: la negación de lo que era considerado pseudoliteratura. Y más tarde, las aguas que se calman. Ahora miraba con nostalgia aquellas novelas ajadas por los años y las manos que pasaban sus hojas amarillentas una y otra vez. En su casa, Alejandro Cisneros Valenzuela guardaba numerosas novelas de aquellas, conseguidas, precisamente en aquella librería de techo alto y encalado.
Le gustaba ojear las estanterías. Siempre encontraba en ellas algún tesoro que contribuía a hacer más especiales aquellos martes que le devolvían la savia de los años antiguos. Un día fue una edición de Prosas Profanas de Rubén Darío; encuadernado en tela, impreso en 1927, con preciosos grabados. Le gustaba llevar ese libro a sus clases cuando tenía que leer a sus alumnos de quince años los poemas modernistas, siempre los mismos, y siempre igual de hermosos: “Era un aire suave” o “Sonatina”. Otro día encontró una preciosa antología de cuentos universales, preparada por Ramón Menéndez Pidal, en cuyos libros Alejandro Cisneros había salvado tantas y tantas horas de la desidia cotidiana de vivir.
Muchas veces, el hallazgo era anunciado por una especie de temblor, escalofrío o estremecimiento previo que recorría su espalda cuando aguardaba a que el semáforo le permitiese alcanzar el punto de retorno de sus paseos de los martes.
Aquel día le recorría una extraña inquietud. Debería haber reconocido en ella la sensación del anuncio.
Aparentemente todo era como cualquier otro día. La librería sumida en la semipenumbra característica de una sala de paredes ocultas tras anaqueles ocupados por libros. La primavera todavía no había comenzado en aquel lugar de techo blanco e irregular típico de las casas con un siglo. La verdad era que en el exterior tampoco se apreciaba en exceso que el calendario marcaba un cinco de mayo. Llovía, con ese viento que hacía inútiles los paraguas. Una pequeña estufa de resistencias daba más luz que calor. Cerca de ella estaba sentada Mercedes, la dueña de la librería.
Después de los saludos de rigor y el comentario sobre cómo ese año la primavera se hacía esperar, Alejandro comenzó a recorrer los estantes. Muchos de los lomos ya le eran conocidos: versiones de exitosas series de televisión de hacía diez años, restos de colecciones que su primer dueño nunca acabó, clásicos de aventuras, textos de filosofía para supervivientes de los tiempos modernos. En el centro de la tienda un estante repleto de tebeos. Todos y cada uno de los ejemplares tenía una historia, que algunas veces era fácil imaginar en cada una de las marcas que los hacían especiales. Algunas veces los libros tenían una biografía que le era desvelada por Mercedes. Recordaba Alejandro Cisneros el día que observó en un estante la edición completa de la primera época de El Guerrero del Antifaz, comprado en una feria de coleccionistas, su dueño no pudo llegar a leerla y su esposa, apagadas las primeras tristezas decidió venderla. Alejandro Cisneros no podía evitar aquella historia cada vez que veía en su biblioteca los tomos decorados en forma de puzzle.
Algunas veces, Alejandro recorría los estantes con la mirada de un orgulloso general que pasa revista a las tropas que van a entrar en combate. Otras veces, más soñador, veía los títulos con la melancolía que merecían aquellos libros, todos ellos pecios de alguna vida. Hoy era un día melancólico, quizá la lluvia, quizá porque había leído a sus alumnos ese poema de Pedro Salinas que comenzaba “Ayer te besé en los labios”; poema que siempre le dejaba con la sensación de haber perdido la vida.
Parecía que nada nuevo había llegado aquella semana a la librería que tenía nombre galdosiano.
Mercedes, que de no haber sido librera perfectamente ocuparía su sitio en una fotografía en tonos sepia, con un collar de perlas rodeando su cuello, le conocía bien. Sabía cuándo Alejandro visitaba Casa Amadeo con ganas de hablar, o cuando buscaba el refugio en los libros impasibles a todo desaliento. Aquel día era de silencio. Mercedes leía aquella revista semanal que hablaba de amoríos, nacimientos, traiciones, deslealtades, infidelidades y muertes. Alejandro suponía que aquellas no eran las únicas lecturas de Mercedes, pero eran lo que siempre tenía entre manos, quizá como una muestra de deferencia hacia aquellos usuarios de su librería que se protegían entre las páginas de una novela del oeste o en una romántica, de la pesadilla de vivir.
El ritual era casi siempre el mismo.
Mercedes, aparentemente sin prestar atención a cómo Alejandro Cisneros recorría las estanterías, respetaba con su silencio esos momentos. Como buena librera, sabía que el silencio era fundamental en la búsqueda del tesoro que todo frecuentador de bibliotecas de viejo espera encontrar un día. Siguió ojeando una revista, como aquel que no tiene nada mejor que hacer, pero que conoce la necedad de creer en ciertos comentarios de la letra impresa.
Alejandro Cisneros terminó su recorrido. Entre su botín de aquel día había una edición conmemorativa, en bolsillo, con tapa dura e iniciales en rojo para cada poema, de La voz a ti debida, de Pedro Salinas y un ejemplar de El arte japonés de la guerra, estudio preparado por Thomas Cleary (ya lo tenía, pero quería hacerle un regalo a un amigo, guardia civil en Huesca).
Depositó ambos libros sobre el mostrador, mejor dicho, sobre las columnas de novelas que ocupaban el mostrador. Se disponía a pagar, aunque en el fondo sospechaba que aquello no había terminado, como en un concierto en el que la gente aplaude esperando las canciones que faltan por tocar.
Más allá del mostrador, había una trastienda, separada por una cortina de colores étnicos que seguramente Mercedes había traído de alguno de sus viajes. Mercedes cruzó el umbral del almacén del tesoro y volvió llevando en sus manos el libro desconocido que desde hacía una hora había producido el palpito anunciador en Alejandro Cisneros. Un libro que había llegado a la tienda dos días antes y que Mercedes había guardado para él, sabiendo de sus gustos por la literatura de aventuras caballerescas. En realidad, uno de los placeres que hacían más agradables los martes –aquellos en los que Alejandro Cisneros estaba dispuesto a disfrutar de la conversación- eran los minutos que permanecía hablando con Mercedes. Tantos habían sido los momentos así sumados a lo largo de las semanas que, aunque la seguía tratando de usted, eran como viejos amigos.
En las manos de Mercedes había un libro en tonos ocres, tamaño folio. El canto de las hojas del color oscuro con el que envejecen los buenos libros. Se veía que era antiguo, pero a vez, el cuero del lomo brillaba en sus dorados. Alejandro tomó el libro, y en ese momento reconoció el pálpito. Ahí estaba el motivo de aquel martes. Era el tomo primero de los Libros de caballerías editados por Adolfo Bonilla y San Martín, para la imprenta de Bailly, Bailliére e hijos, en Madrid, año de 1907. De adquirirlo, ese sería el libro más antiguo de su biblioteca. Contenía varias historias del Ciclo Artúrico, entre ellas las fundamentales de El baladro del sabio Merlín y La demanda del Sancto Grial, con los maravillosos fechos de Lançarote y de Galaz, su hijo. Alejandro Cisneros sabía de la existencia de ese libro por diversos repertorios que había manejado cuando estaba haciendo su tesis. Incluso tuvo en sus manos un ejemplar, perteneciente a la Biblioteca General Universitaria. Pero no lo recordaba tan bello como ese.
Se notaba que el ejemplar que ahora le era ofrecido había pertenecido a alguien a quien gustaban los libros hermosos: el equilibrio de marrones y marfil, resultado de la unión de pergamino y cuero. El tacto de las nervaduras del lomo, las letras grabadas en oro. Era realmente un precioso libro. Como sucedía, casi siempre, los libros que salían de la trastienda, en manos de Mercedes, acababan en la biblioteca de Alejandro. Con el tiempo, éste llegó a comprender la profunda relación que se establece entre librero y lector cuando el primero tiene la habilidad, el gusto y el tacto para conocer a quien visita su establecimiento.
No interesa en exceso el resto del procedimiento mercantil. El acto de adquirir aquel libro para su biblioteca iba más allá de cualquier transacción económica. Mercedes, de Casa Amadeo, no pidió más de lo que podía permitirse pagar Alejandro Cisneros.
En la calle seguía lloviendo. Al menos el viento había disminuido y el paraguas servía para algo. Los recién adquiridos libros iban en una bolsa de plástico, concesión que Alejandro Cisneros había hecho aquel día a causa de la lluvia; prefería llevar los libros en la mano, permitiendo que respirasen el aire hacia su casa y a la vez, dándose el lujo de hojearlos mientras esperaba en los semáforos en rojo.
Aquel era un día especial. El botín conseguido bien merecía la pena una celebración. Nadie le esperaba en casa. Al día siguiente era fiesta; así que decidió dar un pequeño rodeo y entrar por la Zaragoza más antigua. Había una cafetería a la que hacía tiempo que no iba. Una preciosa cafetería con techo de artesonado de madera decorado con pinturas del siglo XV. Era algo que sucedía frecuentemente en aquella parte de la ciudad: cualquier restauración en una casa hacía que apareciese la maravilla. Todavía recordaba en una ocasión, siendo niño, que en uno de los bares que frecuentaba con su padre, el antiguo bar Estanquillo, el dueño había decidido hacer una reforma. Al levantar uno de los suelos apareció calada en un palo una bayoneta, a manera de lanza, recuerdo de los meses heroicos y terribles vividos por la ciudad ante el, hasta entonces, invencible ejército de Napoleón.
El ambiente de aquella cafetería del siglo XV era acogedor; más en un día como aquel, con una lluvia fría del mes de mayo, más desagradable que el aguanieve de enero. Además, Alejandro Cisneros comenzaba a arrepentirse de no haber llevado sus zapatos a arreglar: una grieta en la suela derecha había permitido entrar el agua hasta su pie y comenzaba a sentir frío y esa punzada en la garganta que anunciaba un posible comienzo de fiebre. A nada de ello le dio importancia, ni siquiera al sabor metálico que tenía la taza de café con leche. Mientras se enfriaba el café, en aquella mesa en la semipenumbra, Alejandro sacó de la bolsa el libro de caballerías y lo fue ojeando. Era agradable sentir, incluso, el leve crujido de unas hojas que posiblemente hacía mucho que nadie miraba.
Pasó una hora. El rugido de la lluvia al golpear sobre el empedrado fue disminuyendo de intensidad. Aprovechando uno de los claros del cielo, Alejandro Cisneros abandonó la cafetería y a pasos apresurados llegó a su casa. Calentó en el microondas lo primero que encontró y después de comer volvió a leer fragmentos de su libro. Se quedó dormido en el episodio en el cual la espada Escalibur emerge de las aguas para ser entregada por la Dama del Lago a Arturo.
Se despertó tarde. La punzada de la garganta se había acentuado. Un día de esos tendría que ir a un curso de educación de la voz para profesores, cosa que, la verdad, le apetecía más bien poco. Sentía frío, y esa necesidad de no hacer nada que precede a una noche de fiebre.
Tenía que corregir unos exámenes de literatura renacentista. Se sentó en su escritorio. Leía una y otra vez lo mismo. Ponía una nota, a sabiendas de que en otro momento y con otras circunstancias posiblemente la calificación habría sido otra (era por ello por lo que mantenía una tendencia benevolente a la hora de puntuar los exámenes de sus alumnos). Después de evaluar unos pocos exámenes, Alejandro Cisneros pasaba la yema de sus dedos por el cuero de su nuevo libro y no podía evitar abrirlo para leer, al menos, una de sus páginas, impresa a doble columna. Después dejaba el libro sobre su escritorio, junto a la fotografía de un niño.
Así llegó la noche. El dolor de garganta era un suplicio. El frío recorría su espalda. Cuando fue a levantarse de la silla, notó que todo el cuerpo le pesaba más de lo que era habitual; le dolían las rodillas y las paredes de la habitación parecía que se movían. Se tumbó en su cama, sin desvestirse siquiera. Conocía bien esas sensaciones; acudían periódicamente a la cita para anegarle los momentos de felicidad o para exigirle un descanso que no daba a su cuerpo. Al frío interno que recorría su espalda, se unió el frío de una cama vacía. Más allá de su ventana, el cielo se fue oscureciendo poco a poco. Alejandro Cisneros se fue sumiendo en un duermevela repleto de extraños sueños. Palabras que salían de un lodazal en forma de volcán. Un extraño reflejo sobre las bisagras metálicas de su armario le hizo sentir que se iluminaba el interior dando lugar a un mundo en el que sus pantalones, camisas, chaquetas y corbatas cobraban vida más allá de sí mismo.
La oscuridad era total. La fiebre le hacía arder. Su ropa estaba empapada. Fuera seguía lloviendo, pero el golpear de las gotas contra el asfalto, en el silencio de medianoche, se transformaba en un delirio de pasos en el bosque, en busca de un ciervo blanco. Sequedad en la boca; tortura de una garganta reseca por la fiebre. Hubo de levantarse para intentar calmar la sed. Agarrándose a los muebles llegó a la cocina y desde la ventana, pudo contemplar su propio reflejo. Pero ya no era él mismo. En el cristal de la ventana, cuajado de las gotas de lluvia, se aparecía la fotografía de aquel niño que descansaba en lo alto de su escritorio. Y más allá las luces de las farolas que semejaban los brillos de agua en movimiento. Aquellos tiempos de su niñez, que todavía eran en blanco y negro, como la fotografía tomada un día de pesca. Los extremos de las perneras de su pantalón metidos dentro de los calcetines, para evitar llenar de barro el doble, una camiseta con ciclistas, una rebeca de lana azul celeste (así la recordaba él) y una gorra visera en la mano, que se quitó en el momento de la fotografía. Más allá un estanque en el cual brillaba un sol antiguo del día en que fue tomada aquella instantánea de su niñez.
El resto de la noche pasó en una pesadilla en la cual una y otra vez se repetía un endecasílabo que había saltado desde una de las columnas de su nuevo libro: “El alba salió clara e hermosa”. Una y otra vez las mismas palabras, el mismo ritmo. Búsqueda de sentido. ¿Por qué se repetía una y otra vez? Cuando comenzaba a amanecer, después de que el cielo hubiese descargado toda la lluvia que guardaba, Alejandro Cisneros se quedó profundamente dormido. Lo peor ya había pasado. Se levantó de la cama a las cinco de la tarde. El sol brillaba con la fuerza de un día de mayo. El cielo de Zaragoza tenía un azul que no era el cotidiano. Parecía que la lluvia y el viento habían arrastrado todos los pecados de la vida en la ciudad. Le flojeaban las piernas. Su cuerpo y su ropa olían al sudor dulzón de la fiebre. Dejó que el agua templada arrastrase la penuria de la noche. Un pantalón limpio de pijama y su albornoz le transmitieron la sensación de frescura que necesitaba. Con un vaso de leche en la mano se acercó a su escritorio. Allí descansaba el libro que había comprado el día anterior, y a su lado la fotografía del niño. Había en la mirada de aquel niño una candidez que hacía tiempo no encontraba en el espejo de las mañanas. Quizá por eso le gustaba tener allí aquella instantánea.
Alejandro Cisneros se aproximó al teléfono. Marcó el número de información de la estación de ferrocarriles, y cuando conoció los horarios que le interesaban, tomó una determinación. El resto del día transcurrió con esa sensación metálica y de dejadez que se mantenía unos días después de aquellas crisis febriles. Sentado en su sillón, los exámenes todavía sin corregir, sobre el escritorio, se dedicó a leer aquel libro que acariciaba y se fue sumergiendo en un mundo de ensueño, hasta que se quedó dormido, sin llegar a percatarse de ello.
Alejandro Cisneros despertó con las primeras luces del amanecer. Era su costumbre. Aquel día le esperaban sus clases en el instituto: la sintaxis, la dificultad de comprender cómo una palabra tan nimia como un “que” por virtud de su esencia de pronombre se podía transformar en el sujeto de una subordinada; la belleza del soneto garcilasiano; cada rima asonante de esos romances que, algunas veces, recitaba de memoria a sus alumnos. Nada de eso le interesaba hoy. No se anudó la corbata, ni se vistió con esa chaqueta con la que se disfrazaba de profesor. Se calzó unas botas de ante y al salir de su casa tomó un camino distinto.
Pronto llegó a la estación del tren. La ciudad sonaba diferente, como en esos días en los que todo el mundo trabaja, menos aquel que se dedica a contemplar la vida.
Compró un billete y lo guardó en su pequeña mochila de lona en la cual sólo llevaba el libro comprado el día anterior y la fotografía en la que cada día le costaba más reconocerse. El día estaba realmente hermoso y mientras el tren abandonaba la ciudad, Alejandro fue contemplando alguno de sus paisajes de tiempos antiguos. Tenía sobre sus rodillas el libro, leía algunas páginas y miraba más allá de la ventanilla. A las doce del mediodía, el tren se detuvo en el pueblo de destino. Todavía le quedaban dos horas de caminata. Esperaba encontrar aquel estanque rodeado de chopos y algunos robles en el que se quedaron ancladas, muchos años atrás, sus ilusiones de niño. Qué distinto el aire que respiraba en aquel lugar. No tenía prisa por llegar. Todavía notaba cierta flojera en sus piernas y la sensación de equilibrio un tanto distorsionada, pero siguió caminando hasta que, finalmente, vislumbró a la vuelta de un camino, las ruinas del monasterio medieval al cual tantas veces hubiese querido entrar; pero siempre estaba cerrado. Se paró un momento frente a una lápida de granito con letras en alemán. Siempre se le olvidaba copiar aquel mensaje para que alguien se lo tradujera, y ahora no sabía alemán, ni llevaba la pluma que le acompañaba en sus viajes.
El bosque lindaba con una suave orilla que se deslizaba en barro musgoso hacia unas aguas oscuras. Muchas eran las horas durante las cuales se había dejado acunar por el movimiento de la superficie del lago; muchas veces aquellas aguas le había hablado, le habían cantando al oído, como un regalo, cuando conseguía acallar todos los pensamientos y las voces de aquellos que le rodeaban. Ahora, sentado a los pies de un chopo, mirando la misma superficie agitada por la suave brisa, todas aquellas sensaciones de cuando niño fueron recuperándose. Sus ojos parecían descansados de los años.
Alejandro Cisneros se puso en pie. En sus manos llevaba el volumen uno de los libros de caballerías editados por Adolfo Bonilla y San Martín para la imprenta Bailly, Bailliére e Hijos, en Madrid, el año 1907; como separador de páginas una fotografía de tiempos muy muy lejanos. Fue caminando hacia el centro del lago.
A la mañana siguiente, un libro de lomo de cuero, estampaciones en oro y tapa de pergamino flotaba entre las aguas inmutables del estanque.