EPISODIO DEL MAHÂBHÂRATA
JUAN VALERA
El rey de Anga, Lomapad glorioso,
a un brahmán ofendió, no dando en pago
de un sacrifico lo que dar debiera;
irritados entonces los brahmanes,
salieron todos de su reino: el humo
del holocausto al cielo no subía;
Indra negaba la fecunda lluvia,
y la miseria al pueblo devoraba.
Lomapad, consternado, saber quiso
el parecer de los varones doctos,
y los llamó a consejo, y preguntoles
qué medio hallaban de aplacar la ira
del dios que lanza el rayo y amontona
en el cielo del agua los raudales.
Mil sentencias se dieron; mas al cabo
el más prudente de los sabios dijo:
-Escucha, ¡oh, rey!, mientras brahmán no haya
que sacrificio en este suelo ofrezca,
Indra no saciará la sed, abriendo
el líquido tesoro de las nubes.
Los brahmanes movidos del enojo,
al sacrifico no se prestan. Oye,
para cumplir el venerando rito,
cómo hallar sólo sacerdotes puedes,
en la fértil orilla del Kausiki,
en lo esquivo y recóndito del bosque,
del trato humano lejos, su vivienda
Vifandak tiene, el hijo de Kasyapa,
brahmán austero y penitente. Vive
en el yermo con él, su único hijo,
el piadoso mancebo Risyaringa,
no vio a más hombre que a su padre nunca;
sólo frutas silvestres, hierbas sólo
y licor sólo que entre rocas mana,
alimento le dieron y bebida.
Tan inocente y puro es el mancebo,
que de lo que es mujer no tiene idea;
manda, pues, rey, que una doncella hermosa
vaya al bosque, le hable, y con hechizos
de amor, cautivo a la ciudad le traiga.
No bien sus pies en tus sedientos campos,
la huella estampen, no lo dudes, Indra
dará propicio el suspirado riego.
Así habló el sabio, y su atinado aviso
agradó mucho al rey. Dinero y honras
prometió Lomapad a la doncella
que hábil trajese al candoroso joven;
pero todas miraban con espanto
de Vifandak la maldición terrible,
Y exclamaban: -¡Oh, Príncipe! Perdona,
no llega a tal extremo nuestra audacia.
En tanto, iban mostrándose tan fieras
la sequía y el hambre, que perdieron
toda esperanza el rey y sus vasallos;
cuando Santa, del rey única hija,
virgen, por su beldad maravillosa,
modestamente se acercó a su padre,
y así le habló: -Si quieres, padre mío,
yo he de intentar que venga a nuestra tierra
el joven que no vio seres humanos.
Con gran contento, el rey escuchó a Santa,
y al instante dispuso que una nave
se aprestara, de flores y verdura
cubierta por do quier, como retiro
feraz de bienhadados penitentes.
Peregrinando en ella con su hija,
fue contra la corriente del Kausiki,
hasta llegar al prado y a la selva
mansión de Vifandak el solitario.
Con discretos consejos de su padre,
para tan ardua empresa apercibida,
Santa desembarcó, y entró en la choza
de el mancebo por dicha estaba solo.
¿Dime, múni, le dijo, si te place
la penitencia aquí? ¿Vives alegre
en esta soledad? ¿Tienes en ella
abundancia de frutos y raíces?
-Tengo -contestó el joven-; mas ¿quién eres
que como llama refulgente luces?
Bebe del agua mía: te suplico
que mis flores aceptes y mis frutos.
-Allá en mi soledad, -replicó Santa-,
al otro lado de los altos montes,
nacen flores más bellas y olorosas;
son los frutos más dulces, y es más clara
y más salubre el agua de las fuentes.
-¡Oh, huésped celestial!, -dijo el mancebo-;
algún ser superior eres sin duda.
Yo me postro a tus plantas y te adoro,
como adorar debemos a los dioses.
-¡Ah, no! Tú eres mejor, tú eres perfecto,
y adorarme no debes; yo rechazo
la no fundada adoración; permite
que te dé paz como se da en mi patria.
Cediendo en parte entonces al consejo
discreto de su padre, y al impulso
del corazón también, Santa la bella,
al cuello del Garzón echó los brazos,
y le dio un beso, y llena de sonrojo
huyó a la nave do su padre estaba.
Volvió del bosque Vifandak en esto,
grave, terrible, penitente, todo,
desde los pies a la cabeza, hirsuto.
-¡Hijo! Exclamó, ¿por qué has holgado, hijo?
Ni partiste la leña, ni atizaste
el fuego, ni lavaste la vajilla,
ni la vaca cuidaste, ni el becerro.
Mudado me pareces. ¿En qué sueñas?
¿Qué cavilas? ¿Sabré lo que ha pasado?
-Un peregrino -respondió el mancebo-,
estuvo por aquí, de negros ojos
y sonrosada y blanca faz; en trenzas
los cabellos caían por su espalda;
en sus labios brillaba la sonrisa;
gentil, gracioso, esbelto era su talle,
y en suave curva levantado el pecho;
como canta el kokila en la alborada,
así su voz sonaba en mis oídos,
y a su andar un aroma yo sentía
como el del aura en grata primavera.
No quiso de mis frutos, y no quiso
agua tampoco de mis fuentes; frutos
más sazonados me ofreció y bebida
de más rico sabor, cuya promesa
bastó a embriagarme un tanto. Ciñó luego
con sus brazos mi cuello el peregrino,
inclinó hacia la suya mi cabeza,
tocó en mi boca con su amable boca,
hizo un susurro pequeñito y blando,
y por todo mi ser discurrió al punto
un estremecimiento delicioso.
Por este peregrino en vivas ansias
me consumo; do vive vivir quiero;
de que se ha ido el corazón me duele,
y a hacer la misma penitencia aspiro,
que me enseñó, para endiosar el alma
más eficaz, ¡oh, padre!, que las tuyas.
Vifandak contestó: -No te confíes,
hijo, en belleza material; a veces
van los gigantes por el bosque entrando
y toman bellas formas, con intento
de seducir a los varones píos
y perturbar su penitente vida.
Para buscar a Santa salió entonces
Vifandak, ciego de furor, y apenas
hubo salido, penetró de nuevo
la linda moza con furtivos pasos;
la vio el mancebo, trémulo de gozo,
corrió a ella y le dijo: -No te pares;
huyamos sin tardanza do tú vives,
no nos halle mi padre cuando vuelva.
Así Santa logró que Risyaringa
la siguiese a la nave. Dio a los vientos
la vela entonces Lomapad, y raudo
bajó por la corriente del Kausiki.
No bien puso la planta el virtuoso
mancebo en tierra, cuando abierto el cielo,
vertió torrentes de fecunda lluvia.
El rey, viendo sus votos ya cumplidos,
a Risyaringa desposó con Santa.
Volvió, entre tanto, Vifandak del bosque
a la choza, y al hijo fugitivo
buscó en balde do quier con saña osada;
de Anga a la capital marchó enseguida,
para lanzar su maldición tremenda.
Con la fatiga a reposar parose,
en medio del camino, y miró en torno,
y vio praderas de abundantes pastos
y ovejas mil y lucios corderillos
y pastores alegres. -¿Quién os hace
Tan dichosos? -les dijo; y respondieron:
-El piadoso mancebo Risyaringa.
Siguió su marcha Vifandak, y hallaba
paz, opulencia, dicha en todas partes;
y cada vez que de alguien inquiría
de tanto bien la causa, mil encomios
escuchaba de nuevo de su hijo.
Aduló con son grato las orejas
del austero varón tanta alabanza,
y se entibió su cólera fogosa.
Llegó por fin a la ciudad, en donde
le colmó el rey de honores y mercedes.
Vio feliz como un dios al hijo amado,
vio tan gozosa a la gallarda nuera,
que como luz de amor resplandecía;
y en torno vio rebaños florecientes
y amenos, verdes sotos, y el hartura,
y el deleite por huertos y jardines.
No pudo entonces maldecir: las manos
elevó hacia los cielos y bendijo.
Aunque hay ejemplos desde la antigüedad grecolatina (Sobre la India de Flavio Arriano, o la Anábasis de Alejandro Magno…) del interés de Occidente por el mundo oriental, en concreto por la India, es a partir del siglo XVIII cuando la moda orientalista va acercándose a su punto culminante, aunque será una visión estereotipada y sumamente tan esteticista como falsa, pues interpreta la realidad desde la imaginación y el deseo. A ello hay que sumar que en la segunda mitad del siglo XIX interesa buscar las raíces de lo europeo; se quiere crear una antigüedad que haga equiparable la cultura oriental a la occidental, para justificar, también en la cronología, esa visión eurocéntrica del mundo característica de la época de los imperialismos; y ahí es donde los eruditos europeos se acercan al estudio de los indoeuropeos, de lo ario y del sánscrito. A la vez, y sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XIX, interesan ciertos aspectos trascendentales promovidos por los movimientos ocultistas y por la Teosofía, para los cuales algunos textos orientales adquieren el valor del ritual o de motivo de reflexión y meditación. A modo simplemente de ejemplo señalemos algunos hitos importantes en el desarrollo de las traducciones de textos del Mahâbhârata a lenguas europeas. Entre 1834 y 1839 se publica la Calcuttaer Edition y entre 1862 y 1888 la Bombayer Edition del Mahâbhârata completo, que también sería traducido por P. Ch. Roy a partir de 1882 hasta 1896. Por estas mismas fechas, se desarrollan algunos estudios en alemán sobre la gran epopeya de la India, el año 1890 en Berlín, S. Lefmann publica su Geschichte des alten Indiens. Especial fortuna, por lo que se refiere al número de ediciones, tuvo la Bhagavad gita, cuya traducción, realizada por Ch. Wilkins, se publicó en Londres en 1785, desde ésta, en 1808 F. Von Schlegel redacta su Über die sprache und weisheit der indier. También en inglés, y en prosa, es la versión realizada en Oxford por K. T. Telang en 1882 perteneciente a los Sacred book of the East.
Todo este panorama cultural interesó a Juan Valera, tanto que se acercó, más allá de sus intereses ecuménicos, en distintos momentos al exotismo con el cual es interpretada la civilización india. Su novela Morsamor es el ejemplo más evidente, también dos poemas, el primero de ellos de carácter narrativo: “Santa (episodio del Mahâbhârata)” y el otro, un apólogo, «Usinar”. Situemos en su contexto ambos poemas.
En el Mahâbhârata se añadieron numerosas interpolaciones al argumento central -el enfrentamiento de Pandavas y Kuravas-; así pueden leerse muchos mitos que pretenden explicar la ascendencia divina de algunos personajes o leyendas sobre el origen de distintos accidentes geográficos que forman la topografía del paisaje en el que discurre la acción de la obra. Algunas de estas interpolaciones se publicaron como textos independientes porque interesaron especialmente al lector occidental, es el caso del “Canto de Nala y Damayanti” y el de la Bhagavad Gita. Son, por otra parte, muy abundantes las interpolaciones que manifiestan un evidente interés didáctico.
El origen de estos textos añadidos puede encontrarse en los brahmanes, fundamentalmente en aquellos que tienen un contenido ascético, así el poema versionado por Juan Valera con el título “Usinar”; y otros más cercanos a la tradición de los shatriyas que, al fin y al cabo, fueron los principales promotores del desarrollo de la epopeya; este es el caso de “Santa”. En los textos ascéticos se aprovecha para introducir conceptos como el de “karma”, sobre todo a la hora de tratar la relación del ser humano con la muerte. Tal preocupación es evidente en la Bhagavad Gita y en “Usinar”.
En “Santa” nos encontramos con uno de esos fragmentos que corresponden más bien a la ética de la epopeya más que a una visión del mundo desde lo sagrado. Bastará con que observemos la negativa visión con la que es caracterizado el clero.
“Santa” comienza situando la acción en un lugar lejano, mostrado más por los sustantivos propios que por una toponimia emplazada en un lugar concreto desde la presentación; por otra parte, ya desde el título del texto sabemos que nos encontramos en un panorama exótico “Episodio del Mahâbhârata”, aunque Juan Valera no realiza una traducción propiamente dicha sino una versión en la que las características de su propio estilo se hacen evidentes. Desde un primer momento la sensación de otredad se manifiesta en el calificativo “glorioso” con el que se acompaña el nombre de Lomapad, el cual, además, es rey de Anga. Lo extraño adquiere siempre unas calificaciones que pueden ser despectivas o enaltecedoras, como es el caso en el epíteto “glorioso”. De la misma forma, el desprecio del orientalismo hacia pensamientos ajenos está en la caracterización de un brahmán que, aunque es el ofendido, aparece retratado, con los de su casta, como sectarios y vengativos, pues ante la ofensa, el reino de Anga es abandonado por sus sacerdotes y esto conlleva que, al no poder realizarse sacrificios, sucedan las desgracias, ya que Indra, “el dios que lanza el rayo y amontona en el filo del agua los raudales” niega la lluvia, a consecuencia de lo cual la miseria devora al pueblo. Y en todas estas palabras no sólo está el hecho de narrar sino la ideología del que mira, con la condescendencia del exotismo, una realidad ajena que, ciertamente, no está tan apartada de la realidad propia en la que se fundamenta su propia cultura, tanto la clásica grecorromana como la judeocristiana (Zeus, Júpiter y Jahvé no están tan alejados de las veleidades con las que se define a Indra y a sus sacerdotes).
Socialmente, de los versos de Juan Valera. se deduce buena parte de la estructura de castas de la India: el pueblo devorado por la miseria, los brahmanes vengativos, los representantes del poder, el rey y los “varones doctos” a los que consulta Lomapad dados los problemas de su tierra. Esos varones no son los sacerdotes -pues se han desterrado-, en todo caso serán los sabios -pertenecientes al mismo estamento que los satrias-, aquí está esa interpretación del Mahâbhârata como obra escrita por miembros del estamento guerrero, con añadidos de los brahmanes.
El consejo de Lomapad llega a la conclusión de que es necesario volver a hacer sacrificios y, para ello, han de regresar los sacerdotes, aunque la tarea se ve como una prueba peligrosa: ir hasta un recóndito bosque a orillas del Kausiki; allí donde vive Vifandak, hijo de Kasyapa, descrito como “brahmán austero y penitente”, “grave, terrible” e hirsuto de los pies a la cabeza. Vifandak tiene un hijo, Risyaringa, héroe del relato, no ha tenido más contacto con seres humanos que con su padre; el doncel es descrito desde la inocencia total y desde la existencia en plena comunión con la naturaleza. Este es uno de los motivos por el que Juan Valera ha escogido este fragmento del Mahâbhârata pues se aproxima en cierta medida a la tradición occidental ejemplificada en Perceval, la cual sin duda fue conocida por Juan Valera.
Para atraer a Risyaringa hasta el reino de Anga es necesario que lo seduzca una doncella, aunque en la versión original la doncella se muestra como peregrino, y en cierta forma también en la de Juan Valera, creando una situación ambigua que el poeta español evita -actuaría de una manera similar en su traducción de Dafnis y Cloe de Longo-. La mención de esta doncella nuevamente nos aproxima a la tradición occidental del reino que padece una plaga -léase dragón- y la necesidad de entregar una doncella que lo salve. Ahí están tantos cuentos tradiciones y mitos -como el del Minotauro- y leyendas -como la de san Jorge y el dragón-. Las doncellas, ante la solicitud del rey, manifiestan su miedo a las maldiciones de Vifandak. Es necesario recordar aquí cómo el culto del brahmán es catalogado en todo momento como algo terrible que produce temor y catástrofes.
Frente al padre, Risyaringa es descrito como “piadoso mancebo”, “candoroso joven”, inocente y puro que se alimenta sólo del agua de los manantiales, frutas silvestres y hierbas. En estos términos, el autor se muestra con ese lenguaje castizo tan propio en él, pero que aquí -sucede lo mismo en Morsamor– supone un cierto anacronismo, muy apropiado para acercar un texto de este tipo a sus contemporáneos. Es la misma técnica que Juan Valera utiliza en su traducción de cuentos japoneses: “El pescadorcito Urashima” y “El espejo de Matsuyama”.
Va a resultar que es Santa, la propia hija del rey Lomapad, la que acaba ofreciéndose para el sacrificio. Así que se prepara una barca, como si fuese a dar cabida a una peregrinación. En ella viajará Santa, acompañada por su padre. Recorren el río Kausiki hasta llegar a la casa donde habita el ermitaño Vifandak. Allí encuentra Santa a Risyaringa, que está solo. Y comienza el proceso de seducción.
Comienza Santa mencionando las tentaciones que hay en el mundo, en otras tierras que no son las salvajes habitadas por el hijo de Vifandak: las flores más bellas y olorosas, los frutos más dulces y el agua más salubre y clara; pero lo que realmente atrae al joven es la misma presencia de Santa; para él, la princesa refulge como una llama y es como una diosa, de hecho pretende adorarla, momento en el que Santa, siguiendo los consejos de su padre, pero también atraída por el muchacho que ha encontrado, le echa los brazos al cuello y le da un beso que le hace sonrojarse. Este gesto es muy importante, pues mantiene la inocencia de la doncella Santa, más allá del proceso de seducción que está llevando a cabo. Como protección de una inocencia que tiene que quedarse como mera invitación no consumada para exacerbar los sentidos del muchacho, Santa huye a la nave en la que su padre aguarda.
La mirada con la que Risyaringa ha contemplado a Santa se hace más evidente cuando el joven se la describe, desde su candidez, a su padre, pues Vifandak, al regresar a la casa encuentra a su hijo en un estado de abandono que no es el habitual en él. Así es Santa en palabras del mancebo: “de negros ojos y sonrosada y blanca faz, en trenzas los cabellos caían por su espalda; en sus labios brillaba la sonrisa; gentil, gracioso, esbelto era su talle y en suave curva levantado el pecho, como canta el kokila [se trata de un pájaro de la familia de los cucos; es frecuentemente utilizado como metáfora y como elemento paisajístico en la poesía india] en la alborada, así su voz sonaba a mis oídos, y a su andar un aroma yo sentía como el del aura en grata primavera”. En definitiva, nos encontramos aquí con todos los encantos físicos de Santa, los que han seducido a Risyaringa, pero hay más, en las palabras del joven, el beso que le ha dado la doncella le ha embriagado hasta el punto de que por “todo mi ser discurrió al punto un estremecimiento delicioso”. El enamoramiento ha sido total.
Vifandak, representante de la vida ascética y conocedor de los engaños de la existencia, advierte a su hijo: “no te confíes, hijo, en belleza material; a veces van los gigantes por el bosque entrando y toman bellas formas, con intento de seducir a los varones píos y perturbar su penitente vida”. También Buda tuvo que sufrir la agresión de este tipo de visiones en la noche del alma previa a su iluminación, cuando Mara, el demonio, le envía distintas pruebas, la segunda con sus propias hijas, las tres representando el deseo, la satisfacción y el arrepentimiento. Pero Risyaringa no es Buda, por mucho que Santa, al dirigirse a él le haya llamado “Muní”, que en sánscrito significa “silencioso” o ermitaño.
Vifandak se percata de los sentimientos que embargan a su hijo y, enfurecido sale de la casa dispuesto a encontrar a la mujer que ha embrujado al muchacho. Este momento es aprovechado por Santa para volver a entrar en la casa y convencer al joven para que le acompañe.
La nave viaja rápidamente hacia Anga; allí se celebrarán los esponsales de Santa y Risyaringa. Con la llegada del sacerdote, la maldición del reino acaba y la lírica se transforma en relato tradicional.
No es de extrañar que una leyenda como esta atrajese a Juan Valera, pues responde plenamente a una concepción romántica que era muy de su gusto; así se hace evidente en sus novelas, especialmente en Juanita la Larga y en Pepita Jiménez. Tal interpretación implica que gracias al encuentro con el amor, la vida se transforma en una riqueza existencial que no estaba antes de la eclosión de un sentimiento que llega a transformar el paisaje terrible en un locus amoenus. En Anga vuelve a caer la lluvia fecunda, ha concluido la maldición de la muerte, por el sacrificio del amor; abundantes pastos, fertilidad de los animales, paz, opulencia. Todo este paisaje es el que va a encontrar Vifandak cuando, enfurecido todavía, vaya en busca de su hijo; tal contraste entre la negra ira de Vifandak y la luz que ilumina Anga se irá borrando cuando el rudo ermitaño sepa que todo aquello ha sido producto de la llegada al reino de Risyaringa. Cuando Vifandak cruza las puertas de la capital de Lomapad, sus ansias se han ido apagando y como final de un idilio -pues tal es este poema- ve a su hijo amado por toda una nación, la hermosura de sus nuera, los rebaños, la verdura de sus huertos y jardines “no pudo entonces maldecir; las manos elevó hacia los cielos y bendijo”.