Versión de El pescadorcito Urashima por P. José Mª Álvarez. En Leyendas y Cuentos del Japón. Traducidos directamente del japonés (1933)
En la provincia de Tango, en la pequeña aldea de pescadores llamada Mizunoe, vivía en otros tiempos ya lejanos un pobre pescador por nombre Urasima Taro, tan bueno y virtuoso que jamás había hecho ni aun deseado mal a persona alguna.
Un día que el bueno de Urasima Taro volvía de su trabajo muy alegre y satisfecho por la abundante pesca cogida, observó que, no lejos de la orilla del mar, una cuadrilla de muchachos bulliciosamente se entretenía en atormentar a una pequeña tortuga que había encontrado en la arena donde se divertían.
Se dice que la tortuga vive diez mil años y trae la felicidad, por lo cual, el compasivo Taro, que no podía sufrir se hiciese mal a los animales, en este caso aun más movido a compasión, se acercó al grupo de chiquillos e increpándoles con voz severa les dijo en tono de reprensión:
-¿Qué mal os ha hecho esta inocente criatura para que así toméis por diversión el atormentarla? ¿No sabéis que los dioses castigan a los niños que muestran crueles entrañas haciendo sufrir a los animales?
-¿Y a usted, qué le importa? -respondió el mayor de la cuadrilla con grande insolencia-. A nadie pertenece y ningún derecho perjudicamos: nuestra es, porque la hemos cogido, y si nos place podemos matarla: ande y márchese de aquí y no se meta en lo que no le toca.
Comprendiendo el buen pescador que la razón y la piedad estaban ausentes de los corazones de aquello chicuelos descarados, cambiando de táctica, bajando la voz y en tono familiar y cariñoso les habló así:
-Vamos, mis queridos niños; no quería reprenderos con lo dicho y sólo deseo proponeros un contrato ventajoso: ¿Me queréis vender esa tortuga por cincuenta céntimos?
¡Cincuenta céntimos! Es toda una fortuna para aquellos niños traviesos.
Aceptan sin titubear la propuesta, y apenas reciben en sus manos las dos pequeñas y blancas monedas, corren a todo correr para cambiarlas y comprar dulces en la ciudad.
Entretanto el bueno de Urasima Taro, satisfecho de haber arrebatado a la muerte aquella pequeña tortuga, mientras la acaricia con sus rugosas manos, le dirige tiernas y compasivas palabras. «Pobre animalito, aunque dice el proverbio que la grulla vive mil años y la tortuga diez mil, ¿a cuántos hubieran quedado reducidos en ti de no haberme hallado yo presente en esta ocasión? No hay duda que se habrían abreviado considerablemente, pues estabas condenada a una muerte segura en manos de esos pequeños canallas. Yo te voy a dar la libertad; pero, mira, ten sumo cuidado para adelante y sé prudente para no volver a caer otra vez en manos infantiles».
Como lo pensó lo hizo, y dejando a la tortuga sobre la blanca arena, esta corrió gozosa a meterse en el mar, mientras que su generoso libertador, rebosando satisfacción por la buena acción que acaba de hacer, se volvió cantando de alegría hacia su pobre vivienda.
Aquella noche la cena le fue más apetitosa y el sueño más tranquilo y cumplido.
Al día siguiente, muy tempranito, preparó sus arreos de pescar, y el buen Taro se dirigió a su barco como de costumbre.
Apenas se ha separado un poco de la orilla y empieza a echar sus anzuelos, cuando inopinadamente oye a sus espaldas un chapoteo en el agua y de ella sale una voz suave e insinuante que le llama por dos veces por su nombre: Urasima san, Urasima san. Mira a su alrededor y nada percibe y creyendo que en esta hora temprana y calmosa de la mañana nada extraño podía suceder en el mar, comienza de nuevo su tarea, cuando por segunda vez aquella agradable voz repite su nombre de Urasima san.
Esta vez, al volver la cabeza, vio, no sin sorpresa, al lado de su barquilla, a la pequeña tortuga cuya vida había salvado el día anterior.
Y como la tortuga podía hablar facilísimamente la lengua de Urasima Taro, al preguntarla este si ella le había llamado por dos veces, respondió afirmativamente; y con grande afecto y cortesía le dio las gracias por el inmenso beneficio que el día anterior le había hecho salvándole la vida, ofreciéndose al mismo tiempo a llevarle a Riukiu, o al palacio del rey Dragón.
Urasima Taro, lleno de contento por la inesperada visita que acaba de recibir, ofreció a la tortuga lo que tenía a mano.
-¿Es que fumas? Si así fuera, yo te pasaré mi pequeña pipa.
-No -respondió la tortuga-, yo no fumo; pero aceptaría con mucho gusto una tacita de sake.
-¿Pero es que tú bebes sake?… Justamente tengo aquí una botellita que te ofrezco de todo corazón.
La tortuga gustó una tacita de sake, que alabó mucho, aunque no era de primera calidad, y al ofrecerle la segunda, la rehusó, diciendo que había bebido lo suficiente; y luego continuó:
-Vengo a ofrecerme como guía para llevarte a visitar el gran palacio de la princesa Otohime, la diosa del Océano, que tú seguramente no conocerás…
-Efectivamente, no lo conozco. ¿Y cómo podría yo ir, ni tú conducirme, pues ni sé nadar ni veo medio alguno para poder seguirte?
-No hace falta que sepas nadar, Urasima-san – respondió la tortuga.
-Yo te conduciré salvo montado en mis espaldas.
-Pero ¡qué dices, pequeña amiga! ¿Dónde hay lugar para montar en tus diminutas espaldas para un tan largo y peligroso viaje?
-Ya verás…- Y la pequeña tortuga empieza a agrandarse, a agrandarse, y a los pocos momentos llega casi a igualar al barco del pescador Urasima.
Este, al ver tan estupendo prodigio, sin tardanza ni titubeos monta sobre el dorso de la pequeña tortuga, se acomodo a su placer, y ésta, lanzándose a las profundidades del mar, se mueve con tremenda ligereza, de suerte que en pocas horas le hace llegar felizmente a las lejanas riberas donde se halla el palacio del rey Dragón y su hija la diosa del Océano, sin que el agua haya mojado sus vestidos.
El pescador Urasima distinguió a lo lejos un bello monumento que se le dijo era el palacio de la princesa Otohime; y al ser depositado tranquilamente en la arenosa playa por la tortuga, observó, no sin asombro, que cada grano de arena era una perla finísima. Dirige su vista al suntuoso palacio que tiene delante y ve que sus muros son de oro macizo incrustado de pedrerías.
Dos enormes grifos con el cuerpo de caballo, garras de león, alas de águila y cola de serpiente guardan la entrada de aquel encantado palacio, y a pesar de su aspecto horrible su mirada es dulce y no infunden pavor.
La tortuga penetró sola en la portada y salió al punto acompañada de un numeroso cortejo de peces de todas las especies, figuras y colores, y de otros seres acuáticos que viven en el mar. La dorada, el pez espada, el violento tiburón, la débil sardina, juntamente con el pulpo de fuertes tentáculos, cangrejos y conchas, todos ostentando la preciosa librea de la princesa Otohime, salen al encuentro de Urasima Taro, le dirigen afectuosas palabras de bienvenida y le explican con todo respeto y cortesía el placer inmenso que inunda sus corazones por su tan amable visita. Urasima Taro se halla anonadado ante aquellas muestras de excesiva veneración y cortesía, y no encuentra palabras con qué agradecerlo; pero, al mismo tiempo, su corazón rebosa de gratitud y no tiene miedo, porque sabe que en todo ello hay sinceridad y amor verdadero.
Preséntanle un riquísimo vestido de seda bordado en oro y con luciente pedrería en sustitución de los vulgares y sucios trapos de pescador que traía, y sus pies son enfundados en elegantes medias de rica seda y zapatillas de terciopelo con adornos de valor incalculable.
Luego un pez joven, de encantadora figura, haciendo de paje, le coge por la mano y le introduce en el interior del palacio hasta ponerle en la presencia de la hermosa princesa Otohime. Los mármoles preciosos, el marfil, las costosísimas y raras maderas de las más apartadas islas se encuentran allí reunidas, ricamente labradas y recubiertas de oro puro, y esparcidas con gran profusión por los pasillos, escaleras y rincones.
Al llegar a la sala donde la princesa le espera, rodeada de su corte, sus puertas se abren de par en par sin hacer el menor ruido, y Urasima Taro penetra en aquel maravilloso aposento.
Veinte columnas de cristal transparente sostienen el techo cuajado de diamantes, esmeraldas, zafiros y otras piedras preciosas de todos los colores, que deslumbran los ojos al reflejarse en ellas los brillantes rayos de las numerosas lámparas colgantes, y convierten aquel salón en un cielo adornado con el hermoso arco iris. En el centro se halla la bella princesa Otohime, diosa del Océano, sentada en su trono, que parece hecho de un solo diamante rodeada de su espléndida corte. Su hermosura sobrepuja a la de la aurora, su graciosa sonrisa tiene embelesados a todos los corazones, sus sencillos a la par que elegantes vestidos con delicadas bordaduras de seda y oro sobre un fondo azulado, como el color de las olas cuando sobre ellas se reflejan los dorados rayos del sol, aumentan su belleza hasta hacerla casi divina.
Sin dar tiempo al pescador Urasima Taro para llegar a su trono, ella se levanta, le sale al encuentro, le toma de la mano, y con afable y cariñosa voz le dice:
-Seáis muy bienvenido a mis Estados, señor Urasima Taro. Ayer por la tarde llegó a mí noticia que habíais salvado la vida a uno de los más nobles y estimados súbditos de mi imperio; y, no queriendo dejar sin la debida recompensa tan generosa y bella acción, os he mandado llamar para daros las gracias de viva voz, y al mismo tiempo daros a conocer lo mucho que aprecio vuestra virtud y alto buen ejemplo.
Taro se halla mudo y no encuentra palabras con que expresar su agradecimiento. Después de esto se le hace sentar en cojines con finísimas bordaduras de oro, y al punto se le presenta, en una preciosa y baja mesita de marfil, un pequeño recipiente y su copita, todo de oro cristalino, donde se encierra el divino sake, con toda clase de delicados y rarísimos manjares.
Urasima Taro, a pesar de estar fuera de su centro, no tiene miedo, por lo que come con fruición de aquellos apetitosos majares que por primera vez ha visto y comido en su vida. Peces con elegantes libreas y largas colas de ceremonia le sirven los platos y escancian el néctar, o divino sake, en diminutas tacitas de oro cincelado; otra compañía, también con especiales libreas, hace sonar dulcemente sus instrumentos músicos, al mismo tiempo que una tropa de jóvenes danzantes, con vestidos raros por su forma y brillantes colores, teniendo en sus manos abanicos abiertos de nácar y brillantes, danzan acompasadamente, haciendo caprichosas figuras, sobre las ricas y aterciopeladas alfombras que cubren el pavimento.
Terminada la comida, la diosa Otohime quiso por sí misma enseñar al pescador Urasima Taro las grandes maravillas que se encerraban en aquel vasto palacio que su padre el rey Dragón había edificado.
Urasima, al recorrer aquellas regias estancias, va de sorpresa en sorpresa, porque lo último que se presenta a su vista sobrepuja en magnificencias y riqueza a todo lo visto anteriormente.
Pero lo que sacó fuera de sí a Urasima Taro y colmó su admiración fue la entrada en el jardín, donde las cuatro estaciones del año estaban con toda propiedad y de manera indescriptible representadas.
Dirigiéndose hacia el este, Urasima vio como los ciruelos y los cerezos estaban en completa floración; y delicioso aroma llenaba el ambiente, y multitud de bonitas mariposas de diversos tamaños y colores revoloteaban en torno de las flores, mientras que el ruiseñor, escondido en la enramada, dejaba oír sus dulces trinos, y la alondra, meciéndose en el firmamento, llenaba los aires con sus alegres melodías: es decir, la sonriente primavera se hallaba allí representada.
Pasando hacia la parte del sur se encontraba el caliente verano, con todo su particular y esplendente colorido. Árboles cargados de frutos abundantes, que con su peso estaban a punto de desgajar las fuertes ramas de aquellos variados perales, manzanos, melocotoneros, y pámpanos cargados con grandes y dorados racimos tempranos, se veían por doquier; el chirrido monótono y penetrante de la cigarra y otros insectos, posados en los árboles o escondidos bajo la fresca hierba, distraían el ánimo apesarado por los calores estivales y un suave vientecillo, que salía de un próximo bosque cruzado por un arroyuelo de límpidas y refrescantes aguas, convidaba al sueño o amena conversación bajo la sombreada copa de aquella tupida alameda.
Pasando luego, al oeste se hallaba representado el otoño. Momiyi con sus encendidas hojas de vivo encarnado, que parecían grandes globos de fuego, adornaban algunas colinas, mientras que las amarillentas hojas de otros árboles poco a poco se iban cayendo y llenaban el suelo, infundiendo en el ánimo cierto sentimiento de tristeza; a otro lado, una variedad infinita de preciosos crisantemos, indescriptible por lo raro de sus formas, colores y grandeza. Por los aires se veían bandadas de aves emigrantes volando a grande altura y en un religioso silencio. Por fin, al dirigir sus pasos hacia el norte, sus ojos se encontraron con una inmensa y blanquísima sábana de nieve que, a manera de riquísimo manto de armiño, cubría toda la naturaleza. Los curiosos estanques y riachuelos estaban helados y semejaban inmensos espejos de cristal bruñido echados sobre las tranquilas aguas, y a su orilla algunos gansos de níveo plumaje y de simbólicas grullas, recogidas y sostenidas sobre una de sus largas patas, contemplaban su encogida figura en actitud meditabunda.
Tres días pasó Urasima Taro visitando las maravillas encerradas en el palacio del rey Dragón y de su hija la princesa Otohime, diosa del Océano, y disfrutando la amable conversación y afecto de todos sus vasallos.
Al cabo de estos tres días Taro san se acordó que en su pueblo había dejado un anciano padre, a su esposa y sus hijos, y también un pobre barco y unos más pobres arreos de pescar; y tan fijamente se grabó esta idea en su memoria, que tomó la resolución de volverse para ver todas aquellas cosas y consolar a su familia por su ausencia.
Habló, pues, a la princesa Otohime de su proyecto, y, aunque intentó disuadirle, todo fue inútil.
-Puesto que, a todo trance- dijo por fin la princesa Otohime al amable pescador Urasima Taro, mientras sacaba de una preciosa cómoda algún objeto interesante-, puesto que has tomado la decisión irrevocable de volverte, toma esta pequeña caja laqueada en memoria de mi sincero afecto. Esta cajita se llama Tamate bako (caja de la perla de mano), y debes prometerme que jamás por ningún caso del mundo te atreverás a abrirla. Y acuérdate bien -añade- de estas mis palabras; porque si, movido de vana curiosidad, osares un día descubrirla, ese día será el último de tu vida.
Taro recibió la preciosa caja laqueada con grandes muestras de reconocimiento, y prometiendo ser fiel en guardar el juramento que hacía, acompañado de la princesa Otohime se dirigió a la puerta del palacio; allí se miraron por última vez con entrañable ternura y se despidieron.
Montado sobre el dorso de una tortuga, Taro emprendió su viaje de regreso marchando con una velocidad increíble por el fondo del Océano, por lo que a las pocas horas llegó felizmente a la orilla de donde anteriormente había salido.
Pero ¡qué cambio tan completo en todo lo que se presenta a su vista durante su corta ausencia! Allí no ve los árboles que sombreaban el pequeño arroyuelo donde él, sentado, tantas veces había arreglado sus aparejos de pesca. El pueblo es mucho más grande; las calles y casas, todo se encuentra renovado, e inútilmente da vueltas para encontrar la casa que le perteneció y donde deben estar su padre y su familia. Los hombres y caras de los habitantes son para él totalmente desconocidos, y su sorpresa llega a su colmo cuando, acercándose a una humilde vivienda que debió de ser la suya, vio a un buen viejo sentado tranquilamente sobre los tatami, junto a un brasero, en el que golpeaba su pequeña pipa de metal para hacer saltar los residuos de tabaco, sin que apenas fijara su atención en él.
Cansado de andar, y descorazonado por tan inopinada mudanza, se atrevió a preguntarle dónde se encontraba su viejo padre, su mujer e hijos, que hacía tres días había dejado en aquel lugar.
-Joven desconocido -le replica el viejo, mirándole con sorpresa- ¿qué es lo que dices y cuál es tu nombre?
-Yo soy Urasima Taro, el pescador, que salí de aquí hace solamente tres días.
-¡Ah sí! ¡Urasima Taro! ¡Urasima Taro! -responde el viejo llevándose la mano a la cabeza, como quien quiere recordar tal nombre-. Pero si ese Urasima Taro, de quien hemos oído hablar algunas veces, vivió hace ya ¡trescientos años! Y debió perecer ahogado en el mar durante alguna tempestad, pues sus padres y hermanos le esperaron por largo tiempo y ninguna noticia pudieron tener de él.
Urasima Taro quedó desconcertado con esta respuesta; se acordó que había sido huésped del rey Dragón y de su hija la princesa Otohime, y en aquella tierra de los dioses cien años deben computarse por un solo día.
-¡Trescientos años! -exclama, perdido el aliento y con angustia mortal.
Una tristeza suprema invade todo su ser, al encontrarse ahora en aquella tierra para él completamente desconocida e inhospitalaria.
Su rostro palidece, las lágrimas corren abundantes por sus mejillas, y, triste y abatido hasta el extremo se dirige a la playa solitaria, donde contempla el mar, que le recuerda la belleza de Otohime, los alegres días allí pasados en compañía de aquellos habitantes tan serviciales, y aquel palacio donde las perlas, esmeraldas y rubíes yacen sembrados a granel en los rozagantes vestidos de todos sus moradores, y aun tiradas por el suelo.
Hubiera querido al momento trasladarse otra vez allá, pareciéndole que en el ruido de las olas oye la agradable voz de la princesa Otohime que le llama; pero… y la tortuga ¿dónde está? ¡Ha desaparecido para siempre!
Sentado sobre la arena le vienen en tropel tristes y negros pensamientos; pero no encuentra alivio, esperanza ni solución alguna para ellos.
En este momento de tan ingente desolación, sus ojos se fijan en la misteriosa caja que había recibido, con tan terrible amenaza de muerte si la abría, y que ya tenía olvidada.
<Pero ¿qué contendrá esta caja?, pensó en su desesperada situación. La diosa me ha prohibido abrirla, es verdad, bajo la pena de muerte; mas pudiera ser que en ella encontrara el camino de mi salvación. Cierto, los dioses nunca mienten; pero pudiera ser que su prohibición y amenaza fuera sólo para probar mi fidelidad…»
Titubea y teme; pero al fin se dice: <Y ¿qué me importa la muerte en estas circunstancias, hallándome solo en el mundo y en el mayor abandono?…>.
… Y Urasima Taro, no sin turbación y miedo, empieza poco a poco a desenvolver la rica tela de seda carmesí que cubría la caja, y con sumo cuidado y temblorosa mano levanta un poco la tapa de la misteriosa caja. ¡Ay! La sagrada promesa está quebrantada.
Súbitamente sale de la caja misteriosa una espesa y blanquecina nube que le envuelve por un momento de pies a cabeza, y luego corre hacia el mar y desaparece. Los negros cabellos de Urasima Taro, en un momento, se convierten en canas venerables, blancas como la nieve; sus largas barbas se tornan también blancas y se balancean al soplo del viento; feas arrugas cubren su fresca tez, y sus miembros todos pierden el movimiento y cae en tierra.
El pescador Urasima Taro ha dejado de existir.
Al día siguiente, cuando los pescadores del pueblo Mizunoe fueron a la playa encontraron y dieron sepultura al cadáver de un hombre que había vivido trescientos años.