Esta fabulilla,
salga bien o mal,
me ha ocurrido ahora
por casualidad.
Cerca de unos prados
que hay en mi lugar,
pasaba un borrico
por casualidad.
Una flauta en ellos
halló, que un zagal
se dejó olvidada
por casualidad.
Acercóse a olerla
el dicho animal,
y dio un resoplido
por casualidad.
En la flauta el aire
se hubo de colar,
y sonó la flauta
por casualidad.
«¡Oh!», dijo el borrico,
«¡qué bien sé tocar!
¡y dirán que es mala
la música asnal!».
Sin reglas del arte,
borriquitos hay
que una vez aciertan
por casualidad.
Un género literario que alcanza una plena justificación en el desarrollo de la literatura dieciochesca es el de la fábula; a este pertenece el texto de “El burro flautista” de Tomás de Iriarte (1750-1791). Es así por los principios que sustentan la creación en este periodo, como el afán didáctico y el espíritu crítico, que se manifiesta de una manera especial en Fábulas literarias (1782) donde se incluye “El burro flautista”.
El género de la fábula arranca de la antigüedad. En realidad, la fabulística está relacionada con lo didáctico; este es el motivo por el cual es utilizado por los autores del siglo XVIII; para ellos la literatura tiene el doble sentido de entretener enseñando. En el género didáctico, desde las primeras fases de la cultura humana, se utiliza el ejemplo ficticio para transmitir una enseñanza (es el caso de la mitología o de las parábolas que también son usadas con una finalidad religiosa). Si queremos nombrar a uno de los primeros autores de fábulas, deberíamos tener presente a Esopo, cuya influencia desde la antigüedad se prolonga hasta la Edad Media. En el caso de la literatura española, en esa misma época, se encuentran ejemplos que, aunque no se presentan como poemas, perfectamente pueden ser considerados como fabulísticos, pues mantienen un sentido didáctico y son protagonizados por animales; es el caso de algunos cuentos contenidos en el Calila e Dimna o en la obra del infante don Juan Manuel El conde Lucanor. Es en el siglo XVII cuando la fábula se hace moderna y adquiere una difusión todavía mayor con Jean de La Fontaine (1621-1695).
La fábula de “El burro flautista” fue escrita por Tomás de Iriarte. En el siglo XVIII, en España, dos autores se disputan el haber sido el primero en componer fábulas originales. Uno fue Félix María Samaniego, cuyos textos tienen un sentido principalmente moral (“El zapatero médico”). El otro, Tomás de Iriarte, que publica en 1782 Fábulas literarias, acompañadas de esta advertencia: “Primera colección de fábulas enteramente originales”. Hay que tener en cuenta que muchas fábulas han sido transmitidas por traducciones desde culturas alejadas en el espacio y en el tiempo; algunas de las fábulas en prosa que leemos en El conde Lucanor tienen su origen en la antigüedad de la India.
Así pues, en torno a los años en los que se publicó Fábulas literarias, comenzó un debate acerca de quién fue el primer autor español que realmente escribió fábulas originales. En la disputa entraron los nombres de Iriarte y Samaniego y llegó a tal extremo que originó un texto, también fabulístico, de Iriarte titulado “Los dos conejos”, los cuales se dedican a discutir acerca de algo que no tiene importancia y resultan atrapados.
Las fábulas pertenecen al género narrativo. Recordemos su definición: un texto en el que un narrador cuenta una historia protagonizada por unos personajes, sucedida en un tiempo y un lugar. Una de las peculiaridades más específicas de la fábula es que sus protagonistas son animales que, en algunos casos, son antropomorfizados y con capacidad para expresarse verbalmente; y, además, presenta una función didáctica, normalmente moral -es el caso de las fábulas escritas por Samaniego-, aunque en el caso de Iriarte presentan más bien una crítica de carácter literario; así en “El burro flautista” nos encontramos con un ataque hacia los malos poetas que por haber escrito un verso bueno en una ocasión, y por casualidad, pasan a considerarse geniales.
Las fábulas pueden estar escritas tanto en prosa como en verso, aunque predomina este. Y, por último, la enseñanza que contiene la narración suele aparecer explícita al final del texto, en forma de moraleja, con la función clara de que se haga evidente al lector la finalidad de la historia.
“El burro flautista” presenta la forma métrica del romancillo, una tirada de versos hexasílabos, en este caso, con rima en asonante los pares, con la peculiaridad de que tal rima se asienta en una palabra aguda con tónica en á. La utilización de este esquema métrico (6- 6a 6- 6a) nos sitúa en la tradición de la poesía popular, cuya máxima expresión está en el romance. A tal ritmo hay que sumar la repetición en los versos 4, 8, 12, 16, 20 y último; a modo de estribillo, “por casualidad” (á), que no solo contribuye a crear ritmo, sino también a especificar el tema, desde el afán didáctico, tan presente en los autores del siglo XVIII.
Aunque en su origen “El burro flautista” tuvo una finalidad crítica entre escritores, ha llegado a ser una obra muy popular, muy repetida en textos de enseñanza básica para niños, debido a la sencillez de la historia narrada y a la forma métrica que favorece la recitación.
“Los dos conejos”
Por entre unas matas,
seguido de perros
-no diré corría-
volaba un conejo.
De su madriguera
salió un compañero,
y le dijo: «Tente,
amigo, ¿qué es esto?»
«¿Qué ha de ser? -responde-;
sin aliento llego…
Dos pícaros galgos
me vienen siguiendo».
«Sí -replica el otro-,
por allí los veo…
Pero no son galgos».
«¿Pues qué son?» «Podencos».
«¿Qué? ¿Podencos dices?
Sí, como mi abuelo.
Galgos y muy galgos;
bien vistos los tengo».
«Son podencos, vaya,
que no entiendes de eso».
«Son galgos, te digo».
«Digo que podencos».
En esta disputa
llegando los perros,
pillan descuidados
a mis dos conejos.
Los que por cuestiones
de poco momento
dejan lo que importa,
llévense este ejemplo.