Relato
Concedo que los dioses han sido justos y que todo está, al fin, en orden
Y seré, hasta el último día, otro hombre, o mejor, el mismo, pero rescatado
Y dueño, desde hoy, de un lugar sobre la tierra.
Álvaro Mutis. Los emisarios
En el Nombre del Clemente y el Misericordioso, que Él perdone a este transmisor de la verdad, por descubrir la realidad de un hombre que siguió las veredas más escondidas del amor, que fue considerado por los otros como ejemplo de santidad, pero que, en ningún momento buscó otro martirio que el de la propia existencia.
En una noche de sosiego, mecido por el sonido de los tambores, hipnotizado por el movimiento circular de unas caderas ceñidas por un velo de transparente gasa azul, y un aroma de dulces especias llegadas de Sarandib impregnando cada rincón de penumbra, escuché decir a Abdul Bashur que sólo un relato se ha contado a lo largo de la historia, la del amor de un hombre por una mujer.
Conozcamos otro ejemplo de cómo es cierta tal afirmación.
El padre de Qasim Ibn Hasan Assaraqusti pertenecía a la más alta aristocracia de la ciudad que los cristianos llaman Cesaraugusta. Miembro de la corte de Al-Mutamin, primero, y de Al-Mustain, el segundo de este nombre, después, fue testigo de crueles acontecimientos. Vio cómo las grandezas en saber, en arte y en refinamiento cayeron con la llegada de los almorávides, venidos a este nuestro Al-Andalús por el miedo que nosotros mismos sentíamos a los cristianos, cada día más poderosos, con más sed de rapiña, con afán por conquistar nuestras ciudades, cuyas grandezas, después no supieron disfrutar.
Abú Qasim había caído en desgracia. Se oponía a entregar libremente el poder a los fanáticos. Pero las circunstancias eran adversas para todos los que pensaban como él, así que a la muerte de su rey Al-Mustain, decidió abandonar la ciudad de los muros que brillan con el atardecer, la Medina Albaida, la ciudad blanca cuyas murallas habían sido levantadas por las legiones romanas de Augusto.
Era el año 378, el 1110 para los nazarenos. Qasim tenía doce años. La noche anterior a la partida estuvo durante muchas horas sentado frente a la muralla del alcázar, la Aljafería, así conocida en honor a su constructor, Abú Yafar Almuqtadir, el segundo rey Hudí de Zaragoza. Lugar creado para el saber, para el placer, para la alegría. Numerosos habían sido los acontecimientos reflejados en la alberca del salón dorado, cuyas paredes deslumbraban a los embajadores que hasta allí llegaban.
Algo se rompió en el pecho de Qasim durante aquel atardecer, con su luz filtrándose tras cada una de las ventanas de las torres. Así lo describía él mismo a su hermano Ahmad que, por aquel entonces, se encontraba en la ciudad de Córdoba.
Hermano
Horas antes de salir hacia nuestro exilio, permanecí ante las murallas de la alcazaba, en aquel lugar donde tantas veces jugamos, mientras esperábamos la salida de nuestro padre. El reflejo de la blancura de sus torres se fue apagando y éstas tiñéndose de un tono rosáceo. Nunca me habían parecido tan hermosas, hasta este momento en el cual sé que no volveré a verlas.
Nuestro mundo está desapareciendo.
Cuando el sol se ocultó totalmente en el Occidente, algo en lo más profundo de mi ser había cambiado. Mis raíces se habían roto y sabía que, una vez arrancado de allí, no podría volver a ser de ningún lugar.
La estancia de la familia Ibn Hasán en el sur, en las tierras que pertenecieron a los Banu Razín, transcurría con mayor sosiego que en Zaragoza. Más alejados del peligro. La situación acomodada que ocupaba Hasán Ibn Hamad no era tan próspera como antaño, pero sus relaciones en la pequeña corte eran fluidas, tanto como para que la vida no les apesadumbrara más allá de la nostalgia por la tierra perdida.
Qasim continuaba con su formación, encargada a Abu Zakariyya y Sad Al-Muchbar. Abu Zakariyya había nacido en tierras griegas. Siendo niño fue capturado por un grupo de piratas normandos, junto a otros muchos de su poblado cuando éste fue asaltado y saqueado. A pesar de su juventud, Abu Zakariyya, entonces con el nombre de Alexandros, intentó defenderse bravamente. Los normandos lo vendieron como esclavo en las costas del reino de Valencia y, con quince años, pasó a formar parte del ejército del rey Al-Mutamin. Su valentía y destreza hicieron que consiguiese la libertad y un puesto en la guardia del monarca. Conoció a un guerrero cristiano, mercenario al servicio de Saraqusta; había sido desterrado por el rey Alfonso de Castilla, se llamaba Rodrigo Díaz de Vivar, y era apodado entre musulmanes, Cid. En una de las incursiones contra los cristianos del norte, que amenazaban la ciudad de Huesca, Abu Zakariyya resultó herido en la pierna derecha. Cerca estuvo de la muerte, pero el veneno no era lo suficientemente fuerte; la herida, sin embargo, le dejó una visible cojera; eso le impedía que en el futuro siguiese realizando sus labores como guardia del monarca. En cierta ocasión, ante las murallas de Barbastro, Hasán Ibn Hamad se libró de la muerte gracias al auxilio de Abu Zakariyya. Por ello, se le ofreció un puesto en su casa como tutor militar de su hijo mayor, Ahmad. Años después, cuando Qasim cumplió diez años, Abu Zakariyya pasó a ocuparse de su educación.
Sad Al-Muchbar era un sabio versado en los más variados conocimientos. Pertenecía al círculo filosófico y místico que, bajo la tutela de Al-Mustain, había desarrollado su trabajo en la ciudad de Saraqusta. Sad Al-Muchbar había viajado mucho. La obligación sagrada del Islam, la peregrinación a La Meca, le había llevado por las tierras del norte de Ifriqiyya, Egipto, la Península de Arabia, Siria y Bizancio. En Siria había oído hablar de lejanos países por los que muchos siglos atrás anduvo el gran Iskander, lugares donde existían las amazonas, santones que martirizaban sus cuerpos traspasándolos con objetos punzantes; tierras de riqueza desde las cuales llegaban hasta Al-Maghreb riquísimos productos. De todo ello hablaba Sad Al-Muchbar con su joven discípulo Qasim. También le hacía ver cómo las realidades de los distintos lugares eran muy variadas, cómo había conocido a hombres que no participaban de sus mismos cultos religiosos, pero que le ayudaron en momentos de penuria, de ello se podía sacar una importante lección.
Desde un comienzo, los intereses de Qasim Ibn Hasán le llevaron a la filosofía. Leía continuamente en su retiro en las tierras de los Banu Razín. Pero no eran tiempos para deleitarse en los conocimientos abstractos que arrastraban a Qasim hacia una visión mística del mundo. Era el tiempo de la espada, del brazo fuerte levantado hacia el norte. El cariño que joven Qasim sentía por su tutor Abu Zakariyya hacía que no desdeñara en ningún momento todas las enseñanzas que éste le brindaba. Buena parte de los sueños juveniles de Qasim estaban ocupadas por las imágenes guerreras que el viejo soldado le contaba, por el deseo de emular a los grandes luchadores.
Fueron transcurriendo los años, una calma relativa presagiaba lo peor, y, así, en 1120, cuando había quedado claro que el poder de los cristianos aragoneses era destructivo para el Islam, los almorávides, desde el reino de Valencia y Murcia decidieron lanzar una ofensiva contra Alfonso, ya conocido como el Batallador.
Desde el sur había llegado Ahmad, el hermano mayor de Qasim. Hacía años que no se veían; no había disminuido el amor entre ellos. Ahmad mandaba un destacamento, enviado por el gobernador de Córdoba, para formar parte del grueso del ejército, reunido en la ciudad de Tirwal. Qasim acompañaría a Ahmad, con él iría Abu Zakariyya. Todo iba a ser un triunfal paseo, Alfonso sería derrotado y los lugares que habían visto el florecimiento del Islam volverían a sus dueños.
Meses después, desde las cercanías de Cutanda, Qasim Ibn Hasán escribiría a Sad Al-Muchbar, que había abandonado Al-Andalús tras años antes para vivir en la ciudad de Fez
En el Nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso.
Todo se ha perdido; las últimas esperanzas que nuestro mundo guardaba se han roto como una vasija al chocar contra el suelo de piedra.
Alfonso, Dios lo condene, nos ha derrotado totalmente. Hemos sido abandonados por la misericordia divina.
Abu Zakariyya murió en mis brazos; una flecha de los francos atravesó su garganta. Al terminar la batalla, supe que mi hermano Ahmad también había caído. No pude rescatar su cuerpo.
No hay ninguna belleza en lo que aquí he visto, todo ha sido muerte y destrucción.
Qasim Ibn Hasán partiría al año siguiente hacia Córdoba.
La ciudad de Córdoba todavía mantenía el antiguo esplendor de la capital califal de los Omeyas, la austeridad de los almorávides, llegados de unas tierras limítrofes con el desierto, no habían acabado con una belleza que aparecía en los ángulos más insospechados, muchas veces visible sólo por una pequeña línea de luz.
Qasim Ibn Hasán, nombrado ahora como Assaraqusti por las gentes, seguía una existencia sin mayores sobresaltos. Muchas eran las personas, las cosas, la forma de vida, perdidas; ya no existía el miedo, pero tampoco la esperanza, ni la ilusión. Ocupaba en el gobierno el mismo cargo que su hermano Ahmad; era uno de los capitanes encargados de la custodia de la puerta de Almodóvar. El peligro parecía muy lejano y las labores eran sencillas, anodinas. Era mucho el tiempo que le quedaba libre. Pasaba por ser un hombre piadoso, temeroso de Dios; su existencia, a sus treinta años emanaba tranquilidad a todos aquellos que trataban con él.
Visitaba a menudo la gran mezquita. Le gustaba respirar el aroma de las higueras del paseo junto al río, y, sobre todo, el de las flores de azahar del patio donde realizaba las abluciones necesarias para entrar en el recinto sagrado. Allí, el agua parecía más pura, casi esencia licuada directamente de los árboles, cuya sombra tan agradable le resultaba. No era difícil rezar en la mezquita. La oscuridad que unía las columnas, semejantes a palmeras, sólo se rompía con unas breves luces surgidas de pequeñas lámparas, matizadas entre el humo que brotaba de algunos pebeteros donde, continuamente, se consumía incienso, llegado de lejanas tierras.
Qasim iba atravesando el espacio que le separaba del mihrab, allí sí que había luz, aumentada por los dorados de las paredes.
El monólogo mantenido con Dios en aquel lugar, fluía con libertad; Qasim encontraba instantes de paz. Los oscuros pensamientos le abandonaban. ¡Qué sencillo era encontrar en aquel lugar el mensaje de la unidad! Cada uno de los colores que formaban los ejes del mihrab concluían en un solo punto, igual que la dorada cúpula en forma de estrella. Mirados desde la pared norte, los arcos bicolores iban produciendo una especial sensación de perspectiva que agrandaba el espacio, que emborrachaba el sentido de la vista y provocaba una especial configuración del espacio.
Un día de primavera, al abandonar la mezquita, embriagado por los aromas, momentáneamente cegado por la luz del exterior, fue deslumbrado por una visión que le dejó clavado en el sitio, sin aliento. Como pudo, asiéndose a la pared igual que un anciano que hubiese quedado ciego, llegó hasta el hammam cercano a la mezquita. Su corazón latía apresuradamente, parecía haber perdido el sentido. Unos esclavos nubios le despojaron de sus ropas. Tumbado en la sala cálida pudo recordar.
En una de las calles que llevaban desde la mezquita hasta el hammam había visto a una mujer, no llevaba velo, posiblemente porque era una hora temprana, y no pensaba encontrar a nadie en aquel camino poco transitado. No era angustia lo que Qasim había visto en el rostro de aquella mujer, fue una sonrisa, teñida de una posible timidez fingida que le recordó aquellas suras del Corán que prometen el paraíso a los fieles. La visión fue rápida.
Durante días, Qasim paseó por aquellas calles intentando volver a encontrarse con aquella mujer. No lo consiguió.
Varios meses después, cuando el fuego no se había consumido, sino avivado por el paso de las horas, Qasim fue invitado por Attar Ibn Hafsún, rico comerciante que había llegado, por oriente, hasta los confines del mundo, que había traficado con nativos de las tierras de Ifriqiyya y que llevó sus especias hasta los nebulosos reinos del norte. Attar Ibn Hafsún prometió una sorpresa durante la celebración.
No eran del gusto de Qasim estas fiestas; normalmente acaban en orgías en las que alguna vez había participado, pero que le dejaban tal sensación de hastío que desaparecía cualquier placer. La melancolía que, desde aquel día, acompañaba a Qasim, hizo que aceptase; quizá abrazado a alguna de las esclavas de la casa de Attar desapareciese la pena.
Caen desde el rosal
cuatro flores en la fuente.
El agua, teñida con su color,
recuerda los labios del amado.
Mecida entre los sones de un laúd, la voz clara, ligeramente aguda, con una pronunciación oriental muy marcada, hizo cesar el murmullo. Una cortina fue apartada por unas manos con tatuajes de henna y allí estaba la mujer que había encadenado a Qasim.
Era Aixa, poetisa venida desde las tierras de Siria. Había aprendido su arte en la ciudad de Damasco. Aquella misma noche, Aixa se entregó a Qasim. El encuentro de ambos fue secreto. Aixa no era libre. Comprada por Ibn Hafsún en Damasco, el comerciante había pensado regalarla a Alfonso, rey de Castilla. De nada sirvieron las promesas de amor, las promesas de conseguir su libertad; Aixa no quería aceptarla, su amor era un regalo de una sola noche y Qasim así debía tomarlo.
Aparentemente, Qasim no opuso ninguna resistencia. Otra vez perdía, no sucedía nada por ello. Una nostalgia antigua volvió a apoderarse de él. Pasaba a menudo por la calle cercana a la mezquita; dejaba que el vapor del hammam penetrase por los poros de su piel. Seguía siendo considerado como un hombre piadoso. Pero en ningún momento consiguió que la sensación de soledad desapareciese de él. Algunas mujeres compartieron su lecho.
Qasim consideró que había llegado el momento de realizar la obligación religiosa de viajar hasta La Meca. Recordó a su maestro Sad Al-Muchbar. Desde Algeciras embarcó hacia Tánger, allí comenzaría su periplo a la ciudad santa. Seguiría la ruta de las caravanas que cruzaban el desierto.
Por las noches, al acampar, Qasim solía separarse de sus compañeros. Le gustaba sentir la infinita soledad que fluía de la inmensidad del desierto. Contemplaba las estrellas, y como un susurro desde la lejanía llegaban a él las voces de los viajeros. Poco antes del amanecer, la caravana iniciaba su marcha, después de realizar las obligatorias postraciones hacia el sol naciente.
No sintió nada especial cuando pisó la ciudad de La Meca, no fue arrastrado por el fervor religioso que le podría haber salvado de sí mismo. Casi automáticamente, realizó los gestos que marca la tradición.
Permaneció unos meses por aquellas tierras. Visitó el lugar considerado reino de Balkis, la conocida por los cristianos como reina de Saba, la que inspiró a Salomón encendidos poemas de amor que iban más allá de lo humano. Vio cómo en las lindes del desierto nacía un vergel donde la gotas de resina manaban olorosas para transformarse en incienso. Se sentó a los pies de grandes palmeras, sintiendo la agradable frescura de la fronda. Por las noches escuchaba a los recitadores; narraban eternas historias de venganzas, pero también de amores que llevaban a la muerte; oyó hablar de una tribu cuyos hombres podían llegar a morir, asaeteados sus pechos por Eros.
El viaje de regreso atravesaría el desierto árabe para llegar hasta Palestina. También allí los cristianos estaban mostrando su fuerza. Viendo aquel inmenso desierto, Qasim entendió las historias de ejércitos enteros desaparecidos cuando iban a la conquista de Saba, tragados por la arena, el único botín conseguido en su conquista del sur.
Su destino era Damasco. Quería transitar por las calles de piedra, por donde sus pies habían dejado huellas que, sin duda, su corazón reconocería. La presencia de Aixa habría dejado, flotando, en el aire de la ciudad un aroma que respiraría en cada rincón. Recorrió las calles, pasó sus manos por las columnas de las mezquitas, apoyó su cuerpo en paredes ocultas, pero en ningún momento apareció aquella visión de las penumbras de una calle de Córdoba, junto a la mezquita.
Algunos cuentan que Qasim tomó la última determinación en lo alto de la muralla de la ciudad. Es cierto, pero cuán equivocados están aquellos que piensan que el martirio sería en defensa de la fe; el martirio lo sería, efectivamente, pero no por un Dios que le había hecho perder todo.
Lejos estaban los días en que los francos llegaron como una tormenta de destrucción a Tierra Santa, como ellos gustaban en llamarla; pero aquella mañana, con la salida del sol, llegó un ejército cristiano. Su intención era sitiar Damasco, conquistar la ciudad. El terror corrió entre las gentes. Se organizó la defensa. El enemigo no era lo suficientemente poderoso como para entrar en la romper las defensas, pero sí para mantener a sus habitantes cercados, sin posibilidad de comunicación con el exterior, dando lugar a que llegasen más francos y, entonces sí, todo estaría perdido. Se sabía que ejércitos cruzados tenían sitiada la ciudad de Edesa, allí la situación ya era desesperada. Si Edesa caía, Damasco sufriría la plaga de la conquista. Así pues, era absolutamente necesario combatir.
Tras un día de frenéticos preparativos y mutuas observaciones, llegó la noche. No fue reparadora como en otras ocasiones. Los que, al día siguiente, iban a enfrentarse con la muerte se revolvían inquietos en sus lechos, sin poder conciliar el sueño, mirando en la oscuridad de sus alcobas a la esposa y a los hijos que seguramente, simulaban dormir para no inquietar, todavía más, al que, quizá, no volvieran a ver.
Qasim también permanecía despierto en su lecho, pero su vigilia era distinta a la de los otros. No era inquietud lo que le impedía dormir, era una tranquilidad, un reposo absoluto, una especie de descanso interior que hacía innecesario el sueño. Ya conocía su destino, ya había decidido su punto final. Horas antes habló con el gobernador de la ciudad; se le había encomendado un grupo de pocos hombres para encabezar la carga de la caballería.
A la mañana siguiente, cuando Qasim vio preparado su corcel de guerra, no pudo menos que recordar aquellos versos de Abu Salt Umayya de Denia.
Blanco como el lucero del amanecer
Avanzaba orgulloso, enjaezado con la silla de oro.
Alguien dijo, envidioso,
¿Quién ha embridado la aurora
y ha ensillado el relámpago?
Se abrieron las puertas de la ciudad. Poco a poco los caballos fueron lanzándose a un feroz galope. El choque fue brutal. Qasim no sintió el rasgar de su propia carne. Comenzó a perder fuerzas; se agarró como pudo al cuello de su montura. Sin una mano que le llevase hacia el peligro, el corcel se fue alejando del escenario de la batalla. A lo lejos se veía un grupo de palmeras, ignorantes del destino de destrucción y sufrimiento.
Al llegar junto a una pequeña fuente, Qasim cayó y, entre el sonido del agua al brotar, escuchó:
Caen desde el rosal
Cuatro flores en la fuente.
El agua teñida con su color
Recuerda los labios del amado.