Las experiencias contenidas en esta narración, que tiene una evidente finalidad didáctica, son atribuidas a uno de los guerreros legendarios, aunque históricos, japoneses: Tsukahara Bokunden. Vivió entre 1498 y 1571, en la Era Ashikawa (1338-1568, con capital en Kyoto). La evolución continua marcó el desarrollo de su técnica en el uso de la espada; realizó tres peregrinaciones (musha-shugyô) a lo largo del país durante su vida, la última cuando contaba con sesenta años. Fue considerado como un Kengô –maestro de espada- y en sus enseñanzas, que en un principio fueron transmitidas oralmente, se encuentra el origen de la escuela denominada Shintô Ryû Bokuden Ryû, una de las más importantes Koryû –escuelas antiguas- de iajutu y jûjutsu (Serge Mol, Classical Fighting Arts of Japan), aunque no queda ningún documento que corrobore esta teoría; de hecho, el primer soke –representante autorizado para transmitir una enseñanza- de la Bokuden Ryû sería Ishii Bokuya, sobrino de Tsukahara.
Según la tradición (recogida por Daisetz T. Suzuki en El zen y la cultura japonesa), Tsukahara Bokuden definía su estilo de esgrima como mutekatsu, que puede traducirse como ‘derrotar al enemigo sin usar la espada’. En este sentido hay que decir que para Bokuden, la espada no implica un adiestramiento para matar, sino que es una herramienta de autodesarrollo espiritual. En esta línea se encuentra la siguiente narración.
Bokuden había enseñado la técnica de la esgrima a sus tres hijos, los cuales habían alcanzado un cierto grado de maestría. Un día, el padre quiso comprobar hasta qué punto ellos habían logrado entender que significa ser portador de una espada y responsable de unos actos que implican vida o muerte; así que colocó un cojín situado en el quicio de la entrada a la habitación en la que él se encontraba, dispuesto de tal manera que caería cuando alguien cruzase el umbral; después llamó a su hijo más pequeño, el cual acudió presuroso, entró como un arrebato en la estancia y el cojín cayó sobre él, inmediatamente desenvainó su espada y lo cortó en dos antes de que tocase el suelo. El segundo hijo fue el siguiente en ser convocado; éste entró con un cierto cuidado y percatándose de la caída del cojín, lo agarró con sus manos, sin sobresaltos y lo depositó con cuida en su lugar. El primogénito fue el tercero en llegar a la llamada del padre; al acercarse a la entrada, fue consciente de que algo no habitual ocurría y antes de que el cojín comenzase a caer lo cogió y lo depositó donde correspondía.
Ante todo esto, el padre calificó a sus hijos en los siguientes términos: al mayor lo consideró como perfectamente apto para la esgrima; reconoció en el segundo que estaba en el camino correcto y se avergonzó de la violencia del más pequeño.