(ÁLVARO MUTIS, LAWRENCE DURRELL Y D.H. LAWRENCE)
En “Qedeshím Qedeshóth”, el yo lírico narra una experiencia de prostitución desde la seriedad de lo trascendente hasta la burla de la parodia con la que es descrito un coito por el cual han de ser abonados cincuenta dólares, con ellos será posible ir al otro mundo. Prostituta, sacerdotisa, hieródula y psychopompo, todo en esa muchacha que pretende condensar el ser más profundo del Mediterráneo, aunque las ventanas de Cádiz miren hacia el Atlántico. Un Mediterráneo ficticio interpretado desde los tópicos del exotismo tanto paisajístico como sensorial. Fijémonos con qué términos es descrita esta cortesana del templo, enmarcada en una luz blanca que no deja de anunciar una epifanía, que pese a lo paródico, ahí está. Es fenicia, bellísima y prostituta aunque pertenece al templo, así que es un ejemplo de esa entrega carnal en honor a la divinidad que se produce en algunas religiones. No es ajena al sentimiento, aunque este sea expresado desde el patetismo de la acción de llorar; con sus lágrimas y el “rouge” acabará pintando un pez. No quiero entrar con detalle en este poema, pero tal imagen se puede poner en contacto, perfectamente, con ese ambiente de pecador arrepentido que aparece en los versos finales del poema y la mención de Agustín, al fin y al cabo el pez fue el primer símbolo que sirvió a los cristianos como modo de identificación. Los grandes ojos de la cortesana son de turquesa. Baila sobre la alfombra y sus movimientos son como un rito que hace que, de repente, aparezcan palomas. Pero nos encontramos en una parodia, así que es totalmente necesario que se rompa esa escala hacia lo trascendental, para dar paso a una realidad mucho más prosaica: su desnudez, en un sentido ya puramente carnal, su pelo rojizo y sus zapatos verdes y altos, acompañados por la mención de un catre y un gramófono, nos llevan a recordar los primeros encuentros escabrosos del protagonista de Memoria de mis putas tristes de Gabriel García Márquez con la bella durmiente Delgadina. Esos zapatos verdes y altos le hacen parecer una estatua “marmórea y sacra”. No deja de ser curiosa la cantidad de ocasiones en las que el deseo se dirige hacia la piedra, el clásico es Pigmalión, también Álvaro Mutis lo reflejará así en su poema de Los emisarios “Hija eres de los Lágidas”. Esta figura de sacerdotisa gaditana, que no está tallada pues es mujer, tiene su historia: fue rifada en Tiro y en Cartago, a los quince años, valorada como bailarina con derecho a sábana. De un modo u otro, lo paródico es también lo carnal y el espectáculo “angélico” o trascendente, provocador del deseo en el yo lírico, lleva a un esfuerzo copulador que es violador y lascivo, a besos, pétalos y un goce que acaba en éxtasis y “arder a grandes llamaradas”, por mucho que no se encuentre en un templo sino en un prostíbulo, y la experiencia extática origine la jaculatoria final que es de arrepentimiento. Saúl Yurkievich (2007:251) da las claves para adentrarse en este poema tan exótico, orientalista, prostibulario, baudelariano, extático y tentador, hasta el punto de originar una liturgia que, a la manera de los decadentistas, no es sino la lascivia de un deseo exacerbado:
“la poesía erótica de Gonzalo Rojas es hálito fogoso, en el doble sentido de férvida inspiración y de exaltación vibrante. Esta viene de la entraña caliente y pasa por la boca ensalivada para hacer intervenir, paladeando las palabras, toda su fruición articuladora. La mujer, constante acicate del deseo, se posee en la boca, preferida por la voluptuosidad vocal”.
La poesía de Gonzalo Rojas se sitúa en la estela del surrealismo; y en esa misma órbita nos encontramos con uno de sus principales representantes en España, Juan Eduardo Cirlot. Publicó en Barcelona en 1947 una obra que surge del sueño, en ella lo cartaginés, como lo gaditano antiguo del escritor chileno, va alcanzar su principal protagonismo, es El libro de Cartago (Diario de una tristeza irrazonable) de ambiente muy similar al que encontramos en “Qedeshím Qedeshóth”:
“se oye el mar porque estoy en una habitación de alquiler en el extremo litoral de una ciudad que no conozco. La mujer distinta que siempre me acoge en sus brazos moribundos nada dice. Siento junto a mis pies, los pies de ella. Y por una estrecha ventana puedo contemplar el cielo de un anochecer más, cuya luz azul tiñe los miembros de mi desnuda compañera” (Cirlot 1997:31).
Se trata del encuentro con una doncella de la Nada, un cuerpo desnudo que se renueva en cada habitación, estancia o noche, cerca del mar y en una luz azul que es la más apropiada para la ensoñación trascendente, objeto continuo en la búsqueda, o gesta, que marca el itinerario de este postista catalán. Tal ambiente conduce a un misticismo erótico, aunque ahora alejado de la parodia. El cuerpo vivo acabará transformándose, en la propia voz de la mujer, en una estatua, objeto perfecto de un deseo que se fundamenta en lo estético, alejado de la pulsión propiamente animal por poseer al otro; este, además, es quien expresa por propia voluntad su identidad y su afirmación como ente exótico: “Sí, soy verdaderamente cartaginesa. Toca mis hombros cubiertos de sal. Tócame los pechos convertidos en sal. Estás en Cartago. Esta es la playa de Cartago” (Cirlot 1997:57). La Eneida revive en los sueños del poeta para convertirse en el cauce del deseo en el que confluye Historia, exotismo y esteticismo del cuerpo femenino.
¿Cómo enlaza lo aquí dicho con la obra de Álvaro Mutis localizada en un Mediterráneo al que llega como ajeno para acabar plenamente integrado en la experiencia de lo español? Por dos textos a los que, a continuación, se les va a prestar atención: “Hija eres de los Lágidas” e Ilona llega con la lluvia.
El momento culminante de la poesía de Álvaro Mutis llega en 1984 con Los emisarios. Leemos aquí algunas de las composiciones de su producción más iluminadoras del ser; ahí están “Una calle de Córdoba”, “Tríptico de la Alhambra” y “La visita del Gaviero”, quintaesencia del personaje emblemático del escritor colombiano, aunque a Maqroll todavía le faltaba un paso más en esa desnudez del alma que había comenzado con La Nieve del Almirante. “Hija eres de los Lágidas” es la segunda composición del poemario, de ella se deduce una posible definición de la belleza en Mutis, por la estetización del cuerpo femenino y por el paisaje tratado desde lo exótico (González Gonzalo 2016:94).