
El libro Córdoba pertenece a la colección España. Sus monumentos y artes. Su naturaleza e historia, presentada en 27 tomos entre 1884 y 1891. Fue publicada en 1886 en Barcelona por el Establecimiento tipográfico-Editorial de Daniel Cortezo y Cía (situado en la calle Pallars-Salón de San Juan, también estuvo ubicada en la calle Ausiàs March). Junto a esta información de carácter editorial, en la contraportada de este libro se mencionan los siguientes datos: su autor fue Pedro de Madrazo; la obra va acompañada de fotograbados y heliografías de Laurent, Joarizti y Mariezcurrena, de cromos de Casals y dibujos a pluma de Gómez Soler. No se cita que el primer capítulo y la presentación de la Mezquita de Córdoba fueron escritos por Pi y Margall, hasta que este abandonó la empresa editorial por circunstancias particulares, como señada Madrazo sin concretar, aunque bien pudo ser por la persecución clerical a la que se vio sometido o por su dedicación en exclusiva a la carrera política (Presidente del Poder Ejecutivo de la República Española, Ministro de Gobernación de España; Diputado en Cortes por Barcelona, Valencia, Sabadell, Madrid, Tarragona y Figueras hasta su fallecimiento en 1901).
A continuación reseñaré alguno de los aspectos citados en el párrafo anterior para situar la obra en su contexto editorial.
La Editorial de Daniel Cortezo y Cía fue una empresa con cierta importancia en el desarrollo del Realismo español; publicó La Regenta de Clarín en 1884 y, al año siguiente, La dama joven de Emilia Pardo Bazán. Entre 1884 y 1888 fue la tipográfica encargada de la Biblioteca Arte y Letras, importante empresa cultural de finales del siglo XIX. Entre otros títulos de la casa hay que mencionar las traducciones de Mil y un fantasmas de Alejandro Dumas, 1885; La niña Dorrit de Charles Dickens, 1885; La obra de Émile Zola, 1886; Cuentos fantásticos de Ernest T. A. Hoffmann, 1887; una selección del Teatro de Victor Hugo, 1887; Ana Karenina de Lev Tolstói, 1888. En 1886 también imprimieron María, de Jorge Isaacs. Entre los clásicos hay que mencionar El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Alonso Fernández de Avellaneda en 1884; las Obras escogidas de José Cadalso, 1885; o La Diana de Jorge de Montemayor con La Diana enamorada de Gaspar Gil Polo, 1886.
La técnica del fotograbado se desarrolló a partir de la década de 1820 con Joseph-Nicèphore Niépce. Consiste en la producción de impresiones en relieve mediante la transferencia de imágenes fotográficas a una placa para su posterior impresión. Esta técnica cobrará gran importancia en las artes gráficas, pues permite reproducciones de gran calidad a menor coste que las realizadas en plancha metálica. En torno a la década de 1890, este proceso desbancó a los grabados realizados a mano en madera y metal. El proceso de la heliografía también fue desarrollado por Joseph-Nicèphore Niépce; consistía en una fotografía de positivo directo mediante la utilización de una cámara oscura y distintos materiales que actúan como soporte sensibilizado (papel, cristal, peltre, estaño…); para captar la imagen era necesaria una exposición a la luz durante un tiempo largo.
Miquel Joarizti y Lasarte (Gerona 1843-1910 Barcelona), ingeniero, fue uno de los responsables de la introducción de nuevos sistemas de reproducción gráfica en la imprenta española. En 1876, junto a otros tres socios fundó la Sociedad Heliográfica Española; uno de ellos fue Heribert Mariezcurrena; este grupo sería fundamental para el avance de la reproducción fotomecánica de la heliografía y del fotograbado.
Heribert Mariezcurrena i Corrons (Gerona 1847-1898 Barcelona) fue grabador y fotógrafo catalán, propietario desde 1870 de la galería conocida como Fotografía catalana, en el histórico pasaje Madoz. El taller de la Sociedad Heliográfica Española marcó la evolución de la ilustración en la imprenta de la época.
Jean Laurent (Garchizy 1816-1886 Madrid) fue uno de los más importantes fotógrafos franceses del siglo XIX; su obra se desarrolló principalmente desde España; se asentó en Madrid en 1843 y se identificaba con el nombre de Juan; allí estableció, en la Carrera de San Jerónimo, su estudio fotográfico y fue nombrado fotógrafo de la reina Isabel II. En 1857 comenzó a recorrer España y publicó distintos catálogos que describen el paisaje de la época, tanto desde lo natural como desde la arquitectura y sus gentes.
La técnica de los cromos alcanzó uno de sus momentos culminantes en la segunda mitad del siglo XIX; suponía un abaratamiento de la técnica fotográfica realizada sobre vidrio. Se utilizó mucho para la realización de retratos.
Por lo que respecta a Francisco Gómez Soler (ca. 1860-1899), discípulo del dibujante Apeles Mestres, comenzó su carrera de ilustrador en la colección Arte y Letras. Puso imagen a Episodios nacionales de Benito Pérez Galdós, al Romancero selecto del Cid (1884), a El anacronópete (1887) de Enrique Gaspar Rimbau y a los Dramas de Victor Hugo editados por la Tipográfica de Daniel Cortezo en 1884.
Los viajeros llegan a la ciudad
Mediaba ya la noche, cuando entramos por primera vez en esa ciudad de Córdoba, a que han comunicado tanto interés la historia y la poesía. Yacía la ciudad sepultada en silencio; apenas se percibía más que el dulce susurro del viento entre sus frescas arboledas. La luna resplandecía en lo alto del horizonte; pero no alumbraba sino los techos de sus viejos monumentos; sus estrechas y tortuosas calles estaban casi todas cercadas de tinieblas.
Sentíamos una viva inquietud. Éramos aún niños cuando la leyenda nos había hecho ver ya con los ojos de la fantasía esa segunda Damasco, sentada bajo la sombra de sus palmeras a orillas de un caudaloso río. Agolpábanse a la sazón en nuestra frente las ilusiones de la infancia; y temíamos verlas deshojadas por el soplo de la realidad, soplo helado y funesto que pasa sobre nuestra imaginación como el del cierzo sobre el cáliz de las flores.
No distinguimos por de pronto nada que revelase la mano de los árabes; pero debimos reconocer a poco la antigua ciudad musulmana en lo desigual de sus calles y sus casas, en lo mezquino de sus portales, en la sencillez de sus fachadas. Vimos a trechos asomar por encima de estos, árboles frondosos que subían al parecer desde el fondo de los patios; recordamos que los orientales guardan para el interior la belleza que otros pueblos se complacen en desarrollar en el exterior de sus edificios; y no pudimos menos de concebir la esperanza de descubrir todavía, aunque desfigurada y rota, una ciudad morisca.
Este fragmento con el que comienza el libro fue escrito por Pi y Margall, que se encargó del primer capítulo y las primeras páginas del segundo. A esta circunstancia se refiere Pedro de Madrazo con estas palabras:
“Este capítulo I y las primeras páginas del II fueron escritas por el señor D. Francisco Pi y Margall, quien por motivos particulares, se creyó en el deber de abandonar luego la redacción de la obra de que el tomo actual formaba parte. Al publicar de nuevo este tomo de Córdoba, concienzudamente anotado respecto de las vicisitudes ocurridas en los monumentos que tan interesante ciudad encierra, nos abstenemos de introducir modificación alguna en este primer capítulo por ser obra ajena que debemos respetar en su integridad. Del capítulo siguiente suprimimos por innecesarias las pocas páginas que escribió el mismo señor Pi, dada la latitud con que tratamos nosotros todo lo referente a la historia de la gran mezquita aljama y reproducimos sólo uno de sus brillantes párrafos como encabezamiento de dicho capítulo II”.
Este es el fragmento al que se refiere Pi y Margall:
“¡Mezquita para siempre célebre! ¡Mezquita levantada y frecuentada por emires y califas! ¡Mezquita por cuya pérdida lloran aún bajo su cielo oriental los que creen en Alá y en su Profeta! ¡Mezquita a que han venido a inspirarse ya tantos poetas y a estudiar tantos artistas! ¡Salud! Un viajero desconocido va a atravesar con respeto tus umbrales y a revelar tus encantos a las generaciones presentes y futuras. Eleva su lenguaje al par de tu belleza, evoca ante él todas sus glorias y recuerdos, enardece hasta donde puedas su corazón, exalta hasta donde quepa su humilde fantasía. La pluma se estremece en su mano al contemplarte en toda su grandeza y necesita de todo tu favor para no sucumbir en tan ardua y aventurada empresa. ¡Que el genio de creación y de armonía que te construyó dirija mis acentos! ¡Que sea yo quien escriba! ¡Que seas tú quien dictes!”
En estas palabras se hace evidente el sentido de viajero emocionado más que el de un erudito que quiere retratar el arte de una ciudad desde el análisis de sus monumentos.
Francisco Pi y Margall (Barcelona 1824-1901 Madrid), estudió Leyes en su ciudad natal; allí se relacionó con el grupo de escritores románticos catalanes encabezados por Milá y Fontanals y Pablo Piferrer. En 1842 publicó el volumen Cataluña en La España Pintoresca, colección que pretendía recorrer todas las regiones españolas, pero que se quedó en este. En 1847, se trasladó a Madrid; allí escribió críticas teatrales para El Correo. Al morir Piferrer, Pi y Margall pasó a ocuparse de Recuerdos y bellezas de España (1839-1865), obra litográfica sobre paisajes españoles; completó el volumen correspondiente a Cataluña y comenzó el de Andalucía, cosa que le supuso viajar a esta región en diversas ocasiones. También escribió una Historia de la pintura que, por considerarse que contenía ataques al catolicismo, acabó siendo prohibida por la presión de los obispos españoles al gobierno de Bravo Murillo. Por tal motivo, Pi y Margall tuvo que renunciar también a seguir con la empresa de Recuerdos y bellezas de España.
En 1848 había ingresado en el Partido Demócrata y en 1854 abandonó el ejercicio de las letras para dedicarse a la política; ese mismo año participó en el levantamiento de Madrid, fue autor de una Proclama radical, que no sería aceptada por la Junta Revolucionaria, y de un folleto, El Eco de la Revolución, en el cual pide al armamento del pueblo y la convocatoria de Cortes Constituyentes por sufragio universal, la defensa de las libertades de prensa, conciencia, enseñanza, reunión y asociación. Tales planteamiento le llevarán a prisión. Se comprometió con los cenáculos que conspiraban contra la monarquía de Isabel II y tuvo que exiliarse en París hasta que pudo regresar a España cuando triunfó la revolución de La Gloriosa. En 1870 comenzó a dirigir el Partido Republicano y en 1873 fue nombrado Ministro de Gobernación y segundo Presidente de la República del 11 de junio al 18 de julio. Ocuparía diversos puestos en el gobierno de España hasta su muerte.
El primer acercamiento a la ciudad de Córdoba en este libro se desarrolla desde el misterio de la noche en un lugar que no es el habitual para el viajero; de ahí, ese comienzo tan rotundo: “Mediaba ya la noche”. Este ambiente de oscuridad, pensemos en una ciudad a la que todavía no alcanzaba un alumbrado que borra fronteras temporales, permite el desarrollo desde el paralelismo por sugerencia entre el territorio de la realidad y la fantasía; no tanto enfrentados como complementarios. Esto es un eco, una herencia del Romanticismo del que el Realismo español no consigue desligarse del todo, para cuando quiera comenzar a sentirse como tal, ya habrá llegado el Modernismo que, en muchos aspectos, es una continuación de la estética de Espronceda, el Duque de Rivas y Zorrilla.
En el panorama real se encuentra la noche cuya oscuridad está ligeramente matizada por una luna en el horizonte que casi no alumbra; la ciudad en silencio sólo interrumpido por el susurro del viento que discurre entre frescas arboledas; unos techos viejos, más bien antiguos, y monumentales y las calles estrechas y tortuosas en tinieblas. Descripción en la que, por otro lado, la contraposición entre la ciudad y una naturaleza que aparece idealizada como un locus amoenus con términos como “frescas arboledas”.
Igual que hace Bécquer en “Un rayo de Luna” y en “El Miserere”, la oscuridad es el tiempo idóneo para que, desde la penumbra, se desarrolle una visión fantástica del paisaje que es más interior que objetiva. Esa objetividad cuyo campo léxico acabamos de detallar permite una traslocación de la mera observación en una fantasía que abre el camino a una vivencia apasionada del paisaje. Esto es algo que se encuentra en Córdoba. Sus monumentos y artes. Su naturaleza e historia, en la parte inicial, la escrita por Pi y Margall; más allá del primer párrafo del segundo capítulo nos vamos a situar con un recorrido más descriptivo que sentimental, apropiado a lo que se acerca a una guía de viajes decimonónica.
¿Por qué es así? Sobre todo por el valor connotativo de algunas de los descriptores utilizados para plasmar una realidad objetiva. Si separamos las palabras, entendiéndolas como semantemas, con un significado pleno, de un modo inmediato, comienza una sugerencia que late bajo lo existente: noche, luna, silencio, viento susurrante, arboledas, viejos monumentos, estrechas y tortuosas calles.
Así en el primer párrafo, en el que aparecen mencionadas como compañeras, en la interpretación del mundo que se propone Pi y Margall, la historia y la poesía, convertidas en llaves para adentrarse en el paisaje del misterio por el silencio y la oscuridad. Lo poético, en el sentido de ‘perteneciente o relativo a la poesía’ no va a verse tan reflejado en la obra a la que pertenece este fragmento más centrada en asuntos relacionados con la arquitectura; pero pensemos que todas las artes están englobadas en el concepto de poiesis interpretado como creación; según Platón, en El Banquete, este proceso de creación, la poiesis, es “la causa que convierte cualquier cosa que consideremos de no-ser a ser”.
¿De verdad, Pi y Margall está describiendo lo que ve? ¿No será mejor pensar más en el sentimiento, en una hermenéutica que en una fenomenología? Según el Diccionario de la Real Academia Española, la palabra “Fenomenología” tiene tres acepciones que ahora me interesa destacar: ‘1.- Teoría de los fenómenos o de lo que aparece. 2.- En Friedrich Hegel, filósofo alemán de comienzos del siglo XIX, dialéctica interna del espíritu que desde el conocimiento sensible a través de las distintas formas de consciencia llega hasta el saber absoluto. 3.- Método desarrollado por Edmund Husserl que, partiendo de la descripción de las entidades y cosas presentes a la intuición intelectual, logra captar la esencia pura de dichas entidades, transcendente a la misma consciencia’.
De un modo u otro, el autor -como texto descriptivo creo que es perfectamente legítimo hablar de esta categoría más que de narrador- va a dar un salto definitivo al comienzo del segundo párrafo: “sentíamos una viva inquietud. Éramos aún niños cuando la leyenda nos había hecho ver ya con los ojos de la fantasía esa segunda Damasco, sentada bajo la sombra de las palmeras a orillas de un caudaloso río”. Sentimientos que desde “las ilusiones de la infancia” permite ver el mundo existente bajo la realidad, contra la cual, a manera de un nuevo Quijote, el autor lucha para que no se deshaga esa quimera que alcanza la posición del fenómeno, pues lo objetivo es “como el cierzo sobre el cáliz de las flores”.
Cuatro lexemas me parecen especialmente destacables en el segundo párrafo de este texto: inquietud, fantasía, ilusión e imaginación. Lo ominoso de la inquietud, inevitable en la oscuridad de lo desconocido, origina la posibilidad de las otras tres. Hermosa palabra “Ilusión” que va desde el compromiso de la persona ante el deseo de conseguir un objetivo hasta la esperanza pasando por el ‘concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos’. Ilusiones que, además lo son de la infancia como ese tiempo en que no existen las fronteras entre la realidad y lo maravilloso.
El recuerdo permite, junto a la fantasía de la infancia, un retroceso en la temporalidad que alumbra el mundo antiguo que subyace en la contemporaneidad; y así Córdoba recuerda en sus reminiscencias a la antigua Damasco, capital de los primeros Omeya, pues Córdoba es “esa segunda Damasco sentada bajo la sombra de sus palmeras a orillas de un caudaloso río”, según la misma base que encontramos en el libro de Adolf Friedrich von Schack Poesía y arte de los árabes en España y Sicilia, traducido por Juan Valera.
Aunque no se hace tan evidente en este fragmento, sí en otros momentos de la obra, la historia y la realidad arquitectónica van a resultar ficcionalizadas al verse interpretadas desde el paradigma del Orientalismo; creado desde la fantasía, la imaginación y la ilusión; también desde la inquietud, pues buena parte del exotismo encuentra sus raíces en el miedo de Occidente hacia el Levante.
Como podemos leer en el tercer párrafo del texto, lo árabe, lo hispanoárabe sería mejor, es una corriente subterránea en la cultura española que, como le sucede al autor, en un primer momento no se percibe, más en la oscuridad del paisaje. Pero ahí está la antigua ciudad musulmana, lo desigual de las calles, la mezquita y sus portales que sobrecogen la sangre andalusí que palpita en quien esto escribe, la sencillez de las paredes que ocultan al extraño la vida que en el texto parece ausente, pues se guarda para la hospitalidad esencial de unos patios que dignifican la condición humana.
Adolf Friedrich von Schack en su Poesía y arte de los árabes en España y Sicilia (1865) en la traducción y versión de Juan Valera, fechada entre 1867 y 1871, escribe en torno a Córdoba y Abderramán I y su poesía:
“Con el intento de hermosear su capital por todos estilos, a imitación de las ciudades de Oriente empezó Abd al-Rahman en Córdoba, de cuyo esplendor puso los cimientos, la construcción de la gran mezquita, que aún en el día sobresale, entre las ruinas de tantas obras maestras del arte arábigo, como una maravilla del mundo. Al mismo tiempo edificó un quinta hacia el noroeste de la ciudad, a la cual dio el nombre Ruzafa, en conmemoración de una casa de campo cercana a Damasco y perteneciente a su abuelo Hisam. En los jardines que se extendían en torno de este palacio hizo plantar árboles raros de Siria y de otras tierras de Oriente. Una palma, que allí, bajo el apacible cielo de Andalucía, creció como en su patria oriental, y que parece haber sido la madre de todas las otras palmas de Europa, infundiendo en el alma de Abd al-Rahman melancólicos recuerdos del país nativo, le inspiro los siguientes versos:
Tú también eres, ¡oh, palma!
en este suelo extranjera.
llora, pues; mas siendo muda,
¿cómo has de llorar mis penas?
Tú no sientes, cual yo siento,
el martirio de la ausencia.
Si tú pudieras sentir,
amargo llanto vertieras.
A tus hermanas de Oriente
mandarías tristes quejas,
a la palma que el Éufrates
con sus claras ondas riega.
Pero tú olvidas la patria,
a par que me la recuerdas;
la patria de donde Abbas
y el hado adverso me alejan.
En el libro citado se contienen otras dos composiciones del emir con el mismo tema.
El mismo ambiente de nocturnidad con el que comienza Córdoba lo encontramos también en el Episodio Nacional de Benito Pérez Galdós Zaragoza (1874):
“Me parece que fue al anochecer del 18 cuando avistamos Zaragoza. Entrando por la puerta de Sancho, oímos que daba las diez el reloj de Torre Nueva. Nuestro estado era excesivamente lastimoso en lo tocante a vestido y alimento, porque las largas jornadas que habíamos hecho desde Lerma por Salas de los Infantes, Cervera, Agreda, Tarazona y Borja, escalando montes, vadeando ríos, franqueando atajos y vericuetos hasta llegar al camino real de Gallur y Alagón, nos dejaron molidos, extenuados y enfermos de fatiga. Con todo, la alegría de vernos libres endulzaba nuestras penas”.
Ese mismo ambiente nocturno se encuentra en “El rayo de luna. Leyenda soriana”, narración de Gustavo Adolfo Bécquer, publicada en El Contemporáneo entre el 12 y el 13 de febrero de 1862:
“Las calles de Soria eran entonces y lo son todavía estrechas, oscuras y tortuosas. Un silencio profundo reinaba en ella, silencio que sólo interrumpía, ora el lejano ladrido de un perro, ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de un corcel que piafando hacía sonar la cadena que le sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas. Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche que unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto, otras, voces confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas horas corriendo al azar de un sitio a otro. Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio, se veía un rayo de luz templada y suave que, pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de la casa de enfrente”.
Pío Baroja en 1905 publicó su novela titulada La feria de los discretos, de su trilogía El pasado (junto a Los últimos románticos y Las tragedias grotescas), su acción se sitúa en Córdoba en vísperas de la revolución de 1868. En ella, la llegada de Quintín a la ciudad es en ferrocarril: “<Me estoy convenciendo de que estoy en Córdoba>, murmuró Quintín, y entró en el paseo del Gran Capitán, tomó después por la calle de Gondomar hasta las Tendillas y de aquí, como si el día anterior hubiera paseado por aquellas calles, se plantó en su casa”. Al día siguiente, Quintín pasea por la ciudad:
“Las calles delante de él se estrechaban, se ensanchaban hasta formar una plazoleta, se torcían sinuosas, trazaban una línea quebrada. Los canalones, terminados en bocas abiertas de dragón, se amenazaban desde un alero a otro, y las dos líneas de tejados, rotas a cada momento por el saliente de los miradores y de las azoteas, limitaban el cielo, dejándolo reducido a una cinta azul, de un azul muy puro. Terminaba una calle estrecha y blanca, y a un lado y a otro se abrían otras, igualmente estrechas, blancas y silenciosas. Quintín no se figuraba tanta soledad, tanta luz, tanto misterio y silencio. Sus ojos, acostumbrados a la luz cernida y opaca del norte, se cegaban con la reverberación de las paredes; en su oído zumbaba el aire como esos grandes caracoles sonoros. […] En las plazoletas, las casas blancas de persianas verdes, con sus aleros sombreados por trazos de pintura azul, sus aristas torcidas y bombeadas por la sal, centelleaban y refulgían y al lado de una plazuela de éstas, incendiada de sol, partía una estrecha callejuela húmeda y sinuosa llena de sombra violácea. En algunas partes, ante las suntuosas fachadas de los viejos caserones solariegos, Quintín se detenía. En el fondo del ancho zaguán, la cancela destacaba sus labrados y flores de hierros sobre la claridad brillante de un patio espléndido, de sueño, con arcos en derredor y jardineras colgadas desde el techo de los corredores; y en medio de una taza de mármol, un surtidor de agua cristalina se elevaba en el aire. En las casas ricas, los grandes plátanos arqueaban sus enormes hojas; los cactos decoraban la entraba, enterrados en tiestos de madera verde; en algunas casas pobres, los patios aparecían desbordantes de luz al final de un larguísimo y tenebroso corredor lleno de sombra…”
Pedro de Madrazo y Kuntz (Roma 1816-1898 Madrid) perteneció a una importante dinastía de las artes entre cuyos miembros, era su hermano, se encuentra el célebre pintor decimonónico Federico de Madrazo. Se dedicó a la pintura y a las artes, también fue escritor, jurista, periodista y crítico de arte. Participó en la creación de la revista El Artista (1835-1836), publicación fundamental para conocer el Romanticismo español. Como poeta siguió una temática religiosa (su compromiso con el catolicismo se hace evidente en muchos momentos del volumen dedicado a Córdoba), moral y patriótica, sentimiento que no puede desgajarse, tampoco, de la obra que estamos comentando. Como traductor destacan sus versiones de la poesía del espartano Tirteo o de la obra de Thiers, Historia del Consulado y del Imperio (1845). Colaboró en Recuerdos y bellezas de España, empresa editorial cuya primera responsabilidad corresponde al poeta Pablo Piferrer y al editor y dibujante Francisco Parcerisa. En esta colección Pedro de Madrazo escribió los volúmenes dedicados a Córdoba (1855) y Sevilla y Cádiz (1856). Fue la segunda edición de esta serie la que pasó a titularse España. Sus monumentos y sus artes; su naturaleza y su historia.
Adolf Friedrich von Schack en su Poesía y arte de los árabes en España y Sicilia (1865) en la traducción y versión de Juan Valera, fechada entre 1867 y 1871, escribe en torno a los Omeya de Córdoba:
“Bajo la dinastía de los Omiadas que fundó Abd al-Rahman, y que duró dos siglos después de la caída de su antecesora en Oriente, floreció España hasta el punto de poder y esplendor, que oscureció a los demás Estados de la Europa de entonces. Con las abundosas fuentes de la riqueza pública, que nacían de la agricultura, favorecida por un cuidadoso sistema de irrigación, de la actividad industrial, y del comienzo, que se extendía por todas las regiones del mundo, la población creció también de un modo portentoso. El viajero Ibn Hawqal llama a Córdoba la más gran ciudad de todo Occidente, e Ibn Adhari dice que en la época de su prosperidad contenía dentro de sus muros ciento trece mil casas, sin contar las pertenecientes a los visires y empleados superiores, y que sus mezquitas eran tres mil, y los arrabales veintiocho. El valle del Guadalquivir estaba lleno por todas partes de palacios, quintas y casas de recreo, y de huertas, jardines y públicas alamedas, a cuya sombra acudían a solazarse los ciudadanos, cuando querían apartarse del polvo y del tumulto de la ciudad”.
Gustavo Adolfo Bécquer, en su Historia de los templos de España (1857), al presentar en su introducción a “El Cristo de la Luz” de Toledo el “Bosquejo sobre la arquitectura árabe española”, se sitúa en ese ambiente de orientalismo que encontramos a lo largo de los textos que estamos comentando acerca de Córdoba:
“La arquitectura árabe parece la hija del sueño de un creyente, dormido después de una batalla a la sombra de una palmera. Sólo la religión, que con tan brillantes colores pinta las huríes del paraíso y sus embriagadoras delicias, pudo reunir las confusas ideas de mil diferentes estilos y entretejerlos en la forma de un encaje. Sus gentiles creaciones no son más que una hermosa página del libro de su legislador poeta, escrita con alabastro y estuco en las paredes de una mezquita o en las tarbeas de una aljama”.
Córdoba y Bagdad
La autoría de este texto de Córdoba. Sus monumentos y artes. Su naturaleza e historia pertenece a Pedro de Madrazo.
“El año mismo en que el ilustre vástago proscrito de los Umeyas abrió los fundamentos de la aljama de Córdoba, subía al trono del imperio musulmán de Oriente el famoso Harón-al-Raschid, el Pericles de los árabes, dirigido por su sabio wazir Yahia, de la preclara familia de los Barmácidas, a quien debe su reinado sus principales títulos de gloria. ¡Cuentan que este gran Califa al fijar la planta en el trono de los Abbasidas, ostenta ya ceñida la sien con el lauro de la victoria; que las huestes de la emperatriz Irene han huido ante él despavoridas en los campos del Asia menor; que la Providencia le tiene reservado para hacer inmensas conquistas en el Asia y escarmentar el orgullo de Nicéforo, que no en vano parece haberle dotado la naturaleza de un corazón de hierro y de la más exquisita sensualidad, puesto que para levantar la tiranía del Islamismo a la altura de sistema político capaz de contrabalancear la vigorosa acción del Occidente, es preciso que Harún pueda ver sereno espirar en horribles suplicios a muchos individuos de su propia sangre desde el Asilo y Templo de los Placeres [Bagdad]. El hijo de Harún se jacta de que sabrá mover el Oriente y el Occidente con la misma facilidad que si fueran piezas de ajedrez: bravata verdaderamente asiática, pero que compromete a los emancipados sultanes de Andalucía a sobrepujar, siquiera sea por arte satánica, en fasto, en gloria, en prestigio y poderío, a los que así presumen ser árbitros del mundo. Grande y hermosa es Córdoba, pero bella y grande es también la nueva Ciudad de la Paz, la rica y voluptuosa Bagdad, que Abu-Giaffar Al-Mansur confió a las zalamas del Tigris en el asiento mismo de una poética quinta regalada por Cosroës Anuschireván a su concubina más querida. Grande y próspero ha sido el reinado de Abde-r-rahmán I: su hijo Hixem, continuador de su sabia política, ha logrado ruidosos triunfos que contribuyen a consolidar la más preciosa conquista sarracena. Alhakem asciende ahora a la suprema dignidad en Córdoba”.
Este fragmento es una muestra evidente de cómo la mirada orientalista mediatiza la interpretación del pasado andalusí, situando en paralelo las dinastías Omeya y Abbasí, o, lo que en este caso viene a ser lo mismo, las ciudades de Córdoba y Bagdad, desde una serie de elementos que corresponden a la estética del exotismo que está triunfando en la época en la que se publicó el libro al que pertenece.
Entre los soberanos de la dinastía Abbasí que gobernó el Oriente del imperio musulmán hay que destacar a Harún al-Rashid, que vivió entre el 766 y el 809. Durante su reinado, que comenzó en el 786, el califato Abásida llegó a su punto culminante. Harún al-Rashid se vio inmortalizado para la literatura en la colección de cuentos Las mil y una noches. Abderrahmán I, que en el texto aparece mencionado como “el ilustre vástago proscrito de los Umeyas” nació en Damasco en 731 y murió en Córdoba el 788; así pues se cumplen las coincidencias cronológicas que señala Pedro de Madrazo. Se hace referencia también en el texto a la sucesión Omeya en Al-Andalus, desde Abderrahmán I, su sucesor Hixam I (788-796) continuador de los triunfos del primer emir Omeya de Córdoba y Al-Hakam I (796-822).
Entre los hitos importantes de la vida de Harún Al-Rashid, el quinto monarca de la dinastía Abbasí, cuando el imperio islámico de Oriente alcanza uno de sus momentos álgidos por sus victorias contra Bizancio. Harún Al-Rashid logró en dos campañas casi simultáneas en 780 y 782 victorias contra la emperatriz griega Irene, consiguió así someter a Bizancio a tributo. De la época de este soberano son también las relaciones que se establecen entre la casa de los Abbasidas y el emperador romano-germánico Carlomagno, entre Oriente y Occidente. Son famosos algunos de los presentes que llegaron al emperador franco provenientes de lejanas tierras; entre ellos un célebre juego de ajedrez con piezas de marfil (este dio origen a la novela de Katherine Neville de 1988 El ocho) y un elefante asiático que, seguramente llegó a marcar ciertas fantasías occidentales de la Edad Media. Esta alianza entre dos polos tan opuestos, desde los principios del enfrentamiento entre civilizaciones, encuentra su explicación en la existencia de unos enemigos comunes en el proyecto geoestratégico de ambos protagonistas, Harún Al-Rashid y Carlomagno: por un lado, la lucha contra el poder de los Omeya en Al-Andalus; por otro, contra el Imperio bizantino. Harún Al-Rashid fue sucedido por Abu-l-Abbas Abdallah Ibn Harún al-Rashid, conocido como Al-Mamun.
En la biografía política de Harún Al-Rashid cobra relevancia otro personaje que también es mencionado en el texto de Pedro de Madrazo, el wazir (ministro) Yahia, de la familia de los Barmácidas, Yahya Ibn Jâlid Ibn Barmak, el Barmací, que fue el tutor del soberano persa. También se menciona a Abu-Giaffar al-Mansur, el segundo califa de la casa de los Abbasíes, Abu Ya’far Abdallah Ibn Muhammad Al-Mansur (712-775), el cual fundó, en torno a 762, la residencia real de Madinat As-Salam, la Ciudad de la Paz, que acabaría siendo la urbe de Bagdad y que, en la antigüedad, fue una poética villa regalada por Cosroes Anuschirevan a su concubina más querida; historia que encontrará su eco en la leyenda de Medina Azahara levantada en tiempos de Abderrahmán III.
Uno de los motivos que me han llevado a elegir este fragmento de la obra de Pedro de Madrazo es perseguir la presencia de elementos orientalistas; algunos de ellos, conceptos históricos, necesarios; otros, eco de la interpretación desde el exotismo.
En primer lugar hay que destacar el léxico utilizado, que nos sitúa en un mundo de resonancias árabes como wazir, califa, ajedrez, sultanes de Andalucía, zalamas del Tigris y sarracena; unido a la presencia de nombres propios como Umeyas, Harún-al-Raschid, Yahia de los Barmácidas, Abu-Giaffar Al-Mansur, Abde-r-Rahman I, Hixem, Alhakem, Abbasidas, Bagdad, que es traducida como Ciudad de la Paz, por su origen como Medina As-Salam.
Pero la connotación orientalista está más allá del empleo del arabismo; se manifiesta desde la utilización de una serie de estereotipos que definen Oriente desde una mirada exotista.
A la hora de calificar a Harún al-Rashid se utiliza una comparación que sirve, también, no sólo para explicar, sino para dejar clara la preponderancia de lo occidental, así es llamado el Pericles de los árabes. Se le define como un personaje con el corazón de hierro y de exquisita sensualidad que valen, en muchas ocasiones, para definir el mundo del otro en el arte y en la literatura orientalista; recordemos el cuadro de Delacroix La muerte de Sardanápalo (1827). Las palabras casi nunca son neutras, así no deja de llamar la atención la comparación entre la tiranía del islamismo enfrentada a la vigorosa acción de Occidente, que se encuentra personificado en la emperatriz Irene, Nicéforas y Carlomagno. El valor de lo sensual también se encuentra reflejado en la definición de Bagdad como asilo y templo de los placeres o en la historia de la concubina de Cosroes cuyo deseo le llevó a construir la villa donde se asentará la capital de los Abbasíes. Nacida desde el deseo, esta urbe, además de rica, habrá de ser voluptuosa.
La crueldad es otro de esos rasgos que se utilizan para definir la otredad que va a justificar la acción del imperialismo, como tan bien supo explicar Edward Said; así se hace inevitable la mención de cómo el califa, para alcanzar el poder tuvo que usar de horribles suplicios contra miembros de su propia familia. Incluso se llega a la interpretación de la crueldad desde los principios del juego al afirmar que el control de Occidente para el califa se acerca a la bravata de ver el mundo equiparable a un tablero de ajedrez, palabra que, por otra parte, procede del árabe.








































