DOS POETAS ANTE LA EXPERIENCIA DE SER ABUELO: VICTOR HUGO Y ÁLVARO MUTIS (3)
El arte de ser abuelo comienza en una situación de exilio voluntario del poeta en la isla de Guernesey, en unas circunstancias un tanto diferentes a las del primer destierro que, además de ser consecuencia de un enfrentamiento directo a la tiranía, se prolongó mucho más en el tiempo (1855-1870). No es el tema de este escrito tratar acerca de las grandezas del espíritu romántico que encarnó Victor Hugo como uno de los principales representantes de tal movimiento; aunque tampoco estará de más que recordemos algunos de los hitos biográficos, siempre teniendo en mente que es el hombre, en sus sentimientos más íntimos, el que nos interesa, desde unos escritos que evidencian una experiencia personal confirmada en su entrega a un humanitarismo comprometido en la lucha a lo largo de su vida. Es en ese plantar cara a las injusticias donde Victor Hugo se presenta como uno más de esos héroes románticos vitalistas, entregados a la plenitud de la existencia; la lucha del creador romántico era a ultranza, y no importaba desde qué ideología, por eso podía capear el temporal de la Asamblea desde el banco conservador, votando por principios liberales. Nadie vea en esto el interés de medro, sino libertad, incluso ante uno mismo, y entrega a pecho descubierto a unos valores realmente humanos.
Es ante sus nietos ante quienes Victor Hugo, el león, se transforma en un cordero para encontrarse realmente con la esencia de la humanidad que, de nuevo, le conduce al exilio. Su descubrimiento de la condición de abuelo le hace olvidar ese ojo vengativo del destino que es como el de Dios persiguiendo a Caín en su conciencia, tal y como es retratado al principio de La leyenda de los siglos.
La situación ante la que se encuentra Victor Hugo en el momento de composición de los poemas que forman El arte de ser abuelo es muy diferente a la del primer exilio, tanto es así que incluso se permite encabezar el primero como “A Guernesey. El desterrado satisfecho”. En ella, expresa su atracción por el desierto, entendiéndolo como una circunstancia existencial interior que implica soledad y silencio; sin olvidar nunca el compromiso con la vida: “Me atraen el desierto, la soledad y el silencio; en él está mi corazón severamente satisfecho; voy a buscar en los bosques el vago horror de su sombra que destella cierta claridad” (p. 581), es en esta en la que se mantiene viva la esperanza por el futuro y ese amor hacia sus nietos que actúan como contrapeso ante la melancolía de vivir en el exilio y el olvido que es similar a la tumba. Para eso es necesario el desierto, para que el trato cotidiano con la humanidad no apague la antorcha de la esperanza. Aunque se aparte de los hombres, Victor Hugo no renuncia a sus hermanos; necesita el descanso, eso sí, después de haber visto tantos aspectos negativos entre ellos. ¿Quizá está buscando respuestas ante una sociedad desigual e injusta? ¿Las encontró? Los miserables es el intento de hallar la solución mediante la biografía de un nuevo salvador, un nuevo Jesucristo sufriente y resucitado, hijo de la Religión (el obispo) y de la injusticia social, hace lo posible para redimir al ser humano inocente (Cosette) y su existencia es su cruz, al fin y al cabo, toda vida es un sufrimiento, que sólo tiene sentido cuando el que se entrega lo hace para que otro viva. Lleno de tropiezos y dolores estuvo el camino de Victor Hugo para llegar a tal interpretación del mundo.
En el segundo poema de El arte de ser abuelo (I, II), el propio autor se pregunta acerca de cuál es la esencia del mundo, e inmediatamente dará una respuesta (p. 582), “¿Qué es el mundo? Una tempestad de almas. En la oscuridad que nos rodea, errantes marineros, solo abordamos escollos que tomábamos por puertos en el huracán de rugidos, de dolores, de deseos, montón de nubarrones, suspendidos sobre nuestras cabezas; en los fugitivos besos de las prostitutas, que llamamos fortuna, ambición y éxito”. Está claro que la existencia se interpreta como algo aciago y para representarlo recurre a una serie de metáforas que ya están en su novela Los trabajadores del mar (1866) y que serán compartidas por Álvaro Mutis, ¿hasta qué punto intertextualidad, hasta dónde coincidencia en la tradición? Un campo semántico sirve para definir la vida: sufrimiento, duda, protección de Satanás, que es despilfarrada en el poder tanto de los papas como de los césares, catástrofes, nada, caos, mentira, tinieblas, odio, oscuridad, guerra, cadenas. Sin embargo, afrontando todo ello se anuncia la enseñanza recibida de la convivencia con sus nietos: el ser humano es soberano en su inocencia. Y ante esta iluminación, la primera entre las que se manifestarán en el libro, el poema da un giro radical
“Es ciertamente saludable, útil para el pensamiento disfrutar de la profunda paz de la soledad y desde el entrecruzamiento de tan espesos ramajes [estos son la pervivencia de todo lo oscuro en nuestra existencia], contemplar algunas veces, al través de nuestras desgracias, colocadas entre el cielo y nosotros, como velos, esta profunda y luminosa paz: esto es sin duda lo que Dios pensaba cuando puso a los poetas cerca de las cunas adormecidas” (p. 582).
Este último es el motivo principal que puede llevar a interpretar los dolores del vivir desde otros puntos de vista; se trata del gran descubrimiento, de la iluminación trascendental vivida por Victor Hugo durante la época de composición de El arte de ser abuelo. Es ahora cuando aparece en escena la nieta, Jeanne (poema I,III). ¿Qué elementos sirven para retratarla? Habla, balbucea mejor, pues no se sabe qué significa lo que dice, sus murmullos son el sonido de la inocencia que ha de llegar a toda la naturaleza, tanto al mar rugiente como al bosque sonoro; en su sonrisa “flota un alma” y “tiembla una idea”; por todo “ese murmullo confuso, vago y embrollado, Dios, que es el abuelo eterno y universal, lo oye sonriendo” (p. 582); la inocencia del niño salva al mundo. En el siguiente poema (I, IV, “Victor, sed victus”) el autor se retrata como un luchador contra las multitudes inmundas, atacado por los abismos, por el rugido de millones de hombres, por tempestades de oleaje espumante y la oscuridad. Debemos destacar aquí la pervivencia de esas imágenes marinas que son las que desde un primer momento me sugirieron la posibilidad de interpretar algunos textos de Álvaro Mutis a la luz de la poesía de Victor Hugo. Ante todos esos embates que vienen de la naturaleza y la vida, el poeta, como luchador, se mantuvo firme: “No soy de los que se asustan de ver el cielo negro; de los que, no atreviéndose a profundizar las estigias ni los avernos, tiemblan ante la desconocida abertura de las cavernas; cuando los tiranos lanzaban sobre nosotros desde lo alto de las nubes sus rayos, yo lancé mis versos sombríos contra esos siniestros transeúntes” (p. 582).
El luchador contra la tiranía no bajó los ojos ante Napoleón III, “fui durante cuarenta años altivo, indómito y vencedor, y ahora me vence una niña”; esta es su nieta Jeanne. Y también George; ella de 10 meses, él de dos años. ¿Cuál es el significado que ambos otorgan, desde su soberanía de nietos, a la vida? A esa pregunta responderá Victor Hugo en el poema siguiente (I,V)
“Nuestros nietos nos encantan: son para nosotros, pájaros que cantan en su aurora, y hacen que vuelva a florecer en nuestra triste morada la primavera, las flores, la vida y la luz. Sus risas nos hacen asomar lágrimas a las pupilas, el peso de los años y la vista de nuestra tumba entreabierta, sus alegres miradas hacen borrar de nuestra memoria; transportan nuestro corazón a los años juveniles, haciendo abrir en él todas las flores marchitas; nos hacen inocentes, candorosos y felices” (p. 582).
¿No hay algo de todo ello en el estado final que queda como balbuciendo en la existencia del Gaviero durante su convivencia con el niño Jamil? La vida del hombre entrado en la senectud representa la noche, la frialdad y la palidez como metonimia de la muerte; ante ello, los niños: “el alba de la vida”, la claridad, “un resto del cielo que se desvanece”. En esta descripción y en los sentimientos que inspiran, se observa el amor de Victor Hugo por los inocentes, como en Los miserables. El Romanticismo es la oscuridad de la melancolía, pero también la luz del espíritu y la fe en una humanidad mejor, como heredero que fue de las luces y de Rousseau, uno de sus más importantes representantes. Un claro ejemplo de esto son los versos que siguen: “Acepto los consejos sagrados que da la inocencia, como lo hice toda mi vida; que jamás conocí nada tan grato como el olvido que nos invade el alma ante los seres puros que despiden casto fulgor, y siempre contemplo extasiado, en nuestros tiempos turbios y revueltos ese punto luminoso que sale de las cunas y de los nidos” (p. 583).
Los niños son contemplados como seres espirituales, hasta tal punto que su lenguaje es “la lengua infinita e inocente que usan los vientos, los bosques y las olas” (p. 583), al fin y al cabo, todavía siguen, en su inocencia, siendo seres del cielo y “aún conservan la embriaguez del paraíso”. En todas esas afirmaciones se encuentra esa referencia que he mencionado respecto a un Romanticismo de luz que mantiene vivos los principios iluministas que nacen a finales del siglo XVIII, heredados por Louis Claude de Saint-Martin, retratado en los escritos de Chateaubriand, en sus Memorias de ultratumba (libro XIV, Cap. I), aunque los términos con los que lo muestra no sean de elogio. Recordemos, por otra parte, que este libro es compañero de las andanzas de Maqroll. Pero en Victor Hugo está también ese otro Romanticismo, el más conocido y el que aparece en su primera época (Han de Islandia, Bug Jargal). Ante el horror del mundo, su poesía es “la boca abierta de un cráter, y siento la inquietud feroz que el furioso huracán causa a los árboles seculares; mi corazón se enciende, y siento convertirse en lava todo lo que yo tengo de mármol” (I, VII) (p. 584). El mundo es una enorme mentira, un infierno en el que el trono es la sangre y la iglesia el templo en el que “el alma se sumerge como navío que zozobra”, hasta tal punto de oscuridad que las religiones confunden a Dios con el diablo; esta es la visión ominosa del mundo, la que origina el Romanticismo rebelde; “quisiera pronunciar palabras que aterrasen; quisiera romper esas Constituciones, esas Biblias, esos Códigos y esos Koranes; quisiera poder lanzar el grito desgarrador de las catástrofes; quisiera poder ahogar a los sofistas en mis estrofas y a los tiranos con mis garras” (p. 584).