Edición de La gran conquista de Ultramar por Pascual de Gayangos

Pascual de Gayangos

La edición que contribuyó a mantener la vitalidad de La gran conquista de Ultramar fue la realizada en 1858 por Pascual de Gayangos (1809-1897), uno de los hitos en el conocimiento de la literatura medieval española; los otros fueron Menéndez Pidal (1869-1968) y Martín de Riquer (1914-2013). A mediados de la década de 1850, Pascual de Gayangos ya había conquistado renombre como arabista, bibliógrafo y anticuario. Es en ese momento cuando publica en la Biblioteca de Autores Españoles las ediciones y estudios titulados Libros de caballerías, con un discurso preliminar y un catálogo razonado (Madrid, Rivadeneyra, BAE 40), contiene el Amadís de Gaula y las Sergas de Esplandián, en 1857; al año siguiente, La gran conquista de Ultramar que mandó escribir el rey don Alfonso el Sabio; ilustrada con notas críticas y un glosario (Madrid, Rivadeneyra, BAE 44) y en 1860, Escritores en prosa anteriores al siglo XV (Madrid, Rivadeneyra, BAE 51). Los tres volúmenes serán una herramienta fundamental para el conocimiento histórico de la literatura española.
Pascual de Gayangos había comenzado el trabajo que fructifica en Libros de caballerías en torno a 1842; después de quince años de catalogación de ejemplares pertenecientes a este género, escribe uno de los primeros estudios literarios centrados exclusivamente en el mundo de estos héroes caballeros tan denostados, por una mala lectura de Don Quijote de la Mancha, desde Cervantes. En su magistral Discurso preliminar, Gayangos señala la importancia de la gesta de las cruzadas como una de las bases que permiten el desarrollo de los libros de caballerías hispánicos. ¿Por qué dedicó un esfuerzo de tantos años a esta literatura olvidada? Posiblemente, podría incluirse en su interés por la historia de España; para mostrar un sustrato caballeresco en una épica de imperialismos occidentales. Gayangos publica los tres libros mencionados en el periodo Isabelino (1833-1868). España no había entrado en el concierto de las potencias europeas posterior al Congreso de Viena en igualdad de condiciones con otros países; ha perdido su capacidad como metrópoli de un gran territorio, precisamente en la época en la que comienza la expansión imperialista. Esto comporta ciertos beneficios como el de no verse involucrada en los conflictos que se desarrollan en la Europa posnapoleónica (guerras de Crimea, Franco-prusiana, hasta llegar a la Primera Mundial). El gobierno hispánico intenta sumarse al poder económico que implica el adueñarse de una buena parte del mundo. A partir de 1849, con el final de la segunda guerra civil carlista, España va a vivir un periodo de cierta estabilidad política que implica, al menos, un mínimo desarrollo económico e industrial. Ahí se sitúan las intervenciones españolas en el exterior para intentar situar al país en el panorama internacional: Santo Domingo (1861-1862), Cochinchina (1862-1863), Comisión científica del Pacífico (1862-1865), desarrollo del arabismo en relación con el interés por el Norte de África. En prácticamente todas ellas los intentos expansionistas hispánicos van a verse frenados, al chocar con los intereses de otras potencias como Inglaterra, Francia o Estados Unidos; un yugo que se hace sentir en los ataques a los intereses económicos españoles, en el caso de Gran Bretaña disfrazado bajo el aparente humanitarismo de la persecución de la trata de esclavos; y en el del control del continente americano por parte de los Estados Unidos. Piedra a piedra se va construyendo desde mediados del siglo XIX el camino que conduce al desastre de 1898. No es el momento de entrar en tales disquisiciones; sin embargo, sí es importante centrar nuestra atención en uno de los episodios mencionados, pues contribuye a explicar desde la historia algunos intereses filológicos del imperialismo.

Pascual de Gayangos


La prepotencia occidental en el siglo XIX va acompañada por la erudición; a diferencia de las conquistas del siglo XVI, que no suponen un pararse a valorar al otro, salvo contadas y muy limitadas excepciones. Uno de los ejemplos más claros de cómo la cultura es la compañera del imperio es el desarrollo de los estudios de lo indoeuropeo, la práctica generación espontánea del eruditismo en una lengua que solo existe desde la teoría y para las raíces del discurso occidental.
A partir de la emancipación de las colonias hispanoamericanas, España dirige sus intereses hacia los pocos territorios que le quedan del antiguo imperio; Cuba y Puerto Rico en el Caribe; Filipinas, Carolinas, Marianas y Palaos en el Pacífico. Todos ellos alcanzan para la metrópoli en esos momentos una importancia política, social, económica y geoestratégica que no habían tenido con anterioridad. España, para entonces, es como un gigante avaricioso en una edad de decrepitud, aferrándose a las últimas monedas que le quedan. Estas intenciones se hacen evidentes en la relación que se establece con la perla del Caribe, Cuba, cuya pérdida, en 1898 será demoledora. Mantener unos dominios tan alejados es muy complicado para una metrópoli en decadencia. Se hace necesario dirigir los intereses hacia algo más cercano: Marruecos.
Los reinos hispánicos habían visto en un horizonte muy cercano el norte de África. Durante el reinado de Alfonso X se pretendió llevar la guerra contra los musulmanes a la otra orilla del Estrecho de Gibraltar, proyecto que ya había sido valorado por Fernando III el Santo, con la intención de cruzada, para la cual el papa había otorgado los correspondientes beneficios espirituales, aunque más bien eran económicos. Esta campaña quedó en algunas incursiones por el norte de África, entre las cuales hay que mencionar el saqueo de Salé en 1260, sin que se llegase a conseguir el principal objetivo, la conquista de Ceuta. Desde finales del siglo XV volvió a dirigirse la mirada hacia este territorio a raíz de los intereses imperiales de Fernando el Católico, continuados por Cisneros y Carlos I: Melilla (1497), Mazalquivir (1505), Peñón de Vélez de la Gomera (1508), Orán (1509), Bugía y Argel (1510), Túnez (1535), Ceuta (incorporada a la monarquía hispánica en 1580). Desde 1840, las ciudades españolas de Ceuta y Melilla sufren las incursiones de los rifeños; esto aparentemente concluye en un acuerdo diplomático con el sultán de Marruecos que ya esconde el germen de una guerra declarada el 22 de octubre de 1859, con el episodio central de la batalla de Tetuán en 1860. Este es el periodo histórico que sirve como apoyo al desarrollo de ciertos estudios filológicos, tanto lingüísticos -el arabismo- como literarios en los que se inscribe la obra de Pascual de Gayangos.

Alfonso X El Sabio


En su introducción a La gran conquista de Ultramar, Pascual de Gayangos se ocupa de la cuestión de su autoría. Este texto fue atribuido a Alfonso X el Sabio, hasta se llegó a afirmar que no se trata de una traducción, sino de una obra original, fundamentada en la investigación de una serie de documentos, tal y como se hacía en la Edad Media, muchos de ellos árabes; así lo defendía Gaspar Ibáñez de Segovia Peralta y Mendoza, marqués de Mondéjar (1628-1708) en sus Memorias históricas del rey don Alfonso el Sabio (1777). Aunque no llegue a tal extremo, tal y como hacen evidente los estudios desde 1858, no deja de ser interesante llamar la atención en que, evidentemente, no estamos ante una traducción de una obra sin más, sino en el manejo, traducción y elaboración de una serie de materiales que dan lugar a un interesante y peculiar texto de la literatura española medieval, si bien la segunda parte adolece de la voluntad de estilo que encontramos en los libros primero y segundo. Gayangos señala que lo más verosímil es aceptar que La gran conquista de Ultramar fue realizada desde una serie de traducciones ordenadas por Alfonso X; sin embargo, plantea algunas dudas. En primer lugar, que ningún autor anterior al siglo XVI habla de esta obra como traducción del scriptorium del rey Sabio; es así en la primera impresión, la de 1503 y es debida al librero, que la toma de Bocados de oro. En segundo, porque la nota del colofón en uno de los códices de la Biblioteca nacional de Madrid afirma que la obra fue traducida por orden de Sancho IV el Bravo; aunque este texto es poco fiable, pues considera que se trata de Alfonso XI y de Sancho VI. Por último, en el capítulo CLXX del libro III se trata de la extinción de la orden del Temple por condena del papa Clemente V, cosa que sucedió en 1312, dato que pudo ser interpolado a posteriori, en algún manuscrito que sirvió para la impresión de 1503. Tal dato no puede ser utilizado con la finalidad de justificar una fecha de composición -de hecho, nos alejaría de valorar la obra como producto de la corte alfonsí o de Sancho IV- pero sí explica el espíritu crítico que a partir de cierto momento se hace evidente en La gran conquista de Ultramar hacia los templarios. Este era el estado de la cuestión acerca de la autoría de la obra en torno a 1858.

Gustave Doré. Las Cruzadas.


El asunto que Pascual de Gayangos desentraña de una manera más directa es la base del stemma desde el que se desarrolla el texto; parte de la obra en latín escrita por el arzobispo Guillermo de Tiro, Belli sacri historia, cuyos acontecimientos narrados llegan hasta 1190, toma de Jerusalén por Saladino. En esta no aparece la Historia del Caballero del Cisne ni la de Berta y su hijo Mainete; no cabe tal intención en la obra del arzobispo, que está más interesado en la crónica que en la narración de unos episodios novelescos que, por otra parte, serían muy del gusto de los receptores de la impresión de 1503. El interés por los libros de caballerías que muestra el Discurso preliminar y el catálogo razonado que acompañan a la edición de 1857 de Amadís de Gaula y las Sergas de Esplandián, hace que el erudito dedique un espacio muy destacado en su introducción a la Historia del Caballero del Cisne, en un recorrido que le acerca hasta el estudio folclórico de un mito todavía vivo en la época en la que preparó su edición. Deyermond (1984), para mostrar el éxito de la Historia del Caballero del Cisne, señala que esta ave se transforma en un motivo frecuente en la heráldica medieval, eco quizá de la difusión de este argumento que pervive hasta bien entrado el siglo XIX, recordemos la ópera de Wagner Lohengrin (estrenada en 1850, tan cerca de la obra de Gayangos) y la pervivencia de este animal como metáfora y símbolo en la estética modernista finisecular hispánica. Pascual de Gayangos señala que Guillermo de Tiro solo quiere narrar con sencillez aquello que vieron sus ojos en Palestina, lo que pudo comprobar en los documentos que estuvieron a su disposición y aquello de lo que fue informado por testigos presenciales y de confianza. Más allá de esto, leemos en La gran conquista de Ultramar, además de la historia del Caballero de Cisne, otras como las de Carlos Mainete y la infanta Sevilla, Baldovín y la sierpe, el conde Harpín de Beorges y los ladrones, y del sultán Kerboga o Corvalán de Mosul. Todas ellas responden a un gusto muy concreto por la ficción caballeresca que acabará desembocando en la estética de los libros de caballerías que, así, encuentran una fuente en La gran conquista de Ultramar.

Sancho IV de Castilla

Acerca de lamansiondelgaviero

Escritor y amante de la literatura. Obras publicadas en kindle: "Realismo mágico y soledad, la narrativa de Haruki Murakami", "Castillos entre niebla", "Amadís de Gaula, adaptación", "El tiempo en el rostro, un libro de poesía", Álvaro Mutis, poesía y aventura", "Edición y estudio de Visto y Soñado de Luis Valera" y mis últimas publicaciones "Tratado de la Reintegración. Martines de Pasqually. Traducción de Hugo de Roccanera", "El Tarot de los Iluminadores de la Edad Media. Traducción de Hugo de Roccanera", La gran conquista de ultramar, versión modernizada en cuatro volúmenes.
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