(Luz del Oriente. Alberto Porlán. Mondadori. Madrid. 1991)
El ejercicio de la caballería, más allá de una realidad histórica, es el desarrollo de un mundo imaginal, a la manera del descrito por Henri Corbin en sus estudios sobre misticismo iranio; el protagonista de este paisaje es el javânmard, el joven eterno cuya edad es la del alma, pues ésta no tiene tiempo, ni está constreñida al espacio.
Lo imaginal del mundo caballeresco medieval se evidencia en el ciclo del Grial en Occidente, en las aventuras místicas de los más elevados caballeros de la Tabla Redonda, Perceval y Galaad. Ya René Guenon supo ver la relación existente entre estos mitos cristianos (el Cáliz sagrado, la lanza de Longinos) y el Islam. Los inicios de la caballería europea arrancan, desde luego, de la tradición guerrera germana, igual que de los rituales romanos; sin embargo, no hay que olvidar que también en Oriente, entre los persas, se desarrolla el espíritu caballeresco encarnado en el faras, el paladín que entrega su existencia a un ideal que le supera y en el cual su alma se mantiene en la eterna juventud a la que antes hacía mención.
En Occidente, casi me atrevería a decir que en toda cultura sea cual sea su lugar geográfico, uno de los mitos fundamentales es el del guerrero místico en el cual se aúna el arma y el espíritu, lo material enaltecido hacia lo más sutil, y esto es lo imaginal. Por esta razón, en la novela de Alberto Porlan, Luz del Oriente, la aventura de la imaginación hacia lo iniciático adquiere gran importancia.
Hay algunos momentos en Luz del Oriente en los cuales el estilo, extremadamente cultista e irónico, me recuerda algunos de los fragmentos escritos por Juan Valera en su novela, también de aventuras de carácter iniciático, Morsamor. Y, por supuesto, la tradición del libro encontrado de raigambre cervantina, aunque nacida desde los libros de caballerías. El fingimiento está en la atribución de este libro a su protagonista (de ahí que las imágenes iniciáticas adquieran un sentido especial). Tal texto habríase encontrado en una versión aljamiada que posteriormente es arreglada para un lector contemporáneo a 1693, fecha en la que el licenciado Joseph Alguazas (lo cual significa gozne, bisagra) firma la dedicatoria del libro. Todo ello como añagaza para introducir al lector en la historia de Almás ibn Chúder al-Samani, caballero místico de Samarcanda, y sus hermanos de Orden, Yabir y Gasák. Las aventuras de estos caballeros, conforme a la frase de Farid Uddin Attar que actúa como pórtico de la obra, “el hombre no tiene más herencia que la imaginación”, se desarrollan, fundamentalmente en el territorio de lo metafórico, el símbolo y el onirismo.
Oriente, además de ser el lugar de la verdad espiritual, es también el paisaje del exotismo, por ello, en el protagonista de esta novela, espiritualidad y sensaciones eróticas van de la mano. A diferencia de lo que ocurre en la mística cristiana, en la persa –sea musulmana, sea mazdeísta- no se niega lo sensual, siempre y cuando el yo superior del héroe no se deje arrastrar hacia la negación de cualquier otra realidad que vaya más allá de lo físico
“Cuando somos viejos, pensamos, a menudo en nuestra juventud de un modo insensato, porque olvidamos el peso que entonces tuvieron las pasiones. El recuerdo no apresa con exactitud cómo fue el tirón de los deseos, de modo que tenemos tendencia a condenarnos por acciones de las que en realidad fuimos inocentes. Por ese camino, muchos hombres olvidan la virtud de la piedad para consigo mismos, o la confunden con una indulgencia marchita, exangüe, que termina por allanar todos los relieves de su ser y por convertirlos en una masa muerta que oscila sobre unas babuchas”.
Es por ello por lo que el camino hacia la búsqueda de su verdad, que es el alma, Almás va a encontrarse con el amor, Farasa. No hay que olvidar el simbolismo subyacente en el nombre de los personajes de esta novela.
Por otra parte, el camino que ha de recorrer el caballero de la fotowwa cruza por tierras oscuras y otras de brillo de ágata, ambas están reflejadas en el recorrido iniciático de Almás.
Perfectamente se le podrían aplicar a esta novela las palabras con las que Henri Corbin (El hombre y su ángel) define qué es el camino del javânmard
“El peregrino, tras haberse liberado progresivamente en el curso de su viaje interior, de los lazos y pasiones del alma carnal, llega a la estación del corazón, es decir, del hombre interior, del hombre verdadero. Accede entonces a la morada de la juventud, manzal-e javâni, de una juventud que no se desvanece con el paso del tiempo”.
Pingback: Juan Valera y Oriente. Miscelánea de textos orientalistas | La Mansión del Gaviero