MI ULTIMA PUBLICACION: CASTILLOS ENTRE NIEBLA

Portada del libro CASTILLOS ENTRE NIEBLA

Portada del libro CASTILLOS ENTRE NIEBLA

Alejandro Montañés, protagonista de esta novela (si es que podemos afirmar que en una historia de este género puede hablarse de un único personaje principal), es un inspector de policía un tanto peculiar –todos los investigadores de ficción han de serlo-. Justo cuando en su vida parecía que ya estaba todo encarrilado hacia una tan prometedora como insulsa trayectoria profesional como investigador y profesor universitario, justo entonces decidió abandonar el seguro espacio de las bibliotecas y cambiarlo por las calles. Sin embargo, siempre retornará, en sus noches solitarias, pues su novia está lejos, a los papeles y a la caligrafía de textos escritos años o siglos atrás, a historias aparentemente ajenas a las terribles circunstancias vitales de algunos seres que encuentra en su camino.

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            ¿Por qué Castillos entre niebla?

            Hay días en los meses de invierno en Zaragoza en los cuales no existe una línea de horizonte pues el mundo se desdibuja entre la niebla, y las arboledas cercanas a la ribera del Ebro son como presencias fantasmagóricas.

            Entre esa niebla, que también es la del pasado, surgen recuerdos o personas concretas. Estos son los castillos, porque Alejandro Montañés ve la vida desde las páginas que tuvo que leer una y otra vez, porque su mundo fue el de los libros, aunque para él, la existencia siga pareciéndose a ese libre recorrer el mundo del caballero andante. Un camino jalonado de castillos en los que descansar, amar, seguir luchando o recordar.

            Es muy frecuente que en una novela de género policiaco, criminales e investigadores compartan protagonismo con el espacio que les rodea. En Castillos entre niebla no podía ser de otra forma.

            He querido que Zaragoza esté presente en esta historia porque sin su espacio, la persona no es nada cuando cada calle, monumento o paisaje marcan lo que ha sido su vida. Los recuerdos, y esto es la vida, están guardados en aquellos rincones a los que nos gusta regresar una y otra vez.

  Existía un lugar en Zaragoza en el cual el tiempo y su nombre parecían haberse detenido muchos años atrás. Una fría mañana de noviembre aparece el cuerpo de un hombre asesinado. Otras muertes seguirán a esta.

            El inspector de policía encargado del caso es Alejandro Montañés. Acaba de regresar a su Zaragoza natal después de haber permanecido durante diez años destinado en el Servicio de Exterior. La investigación se convierte para él en una indagación en su propio pasado, un necesario recorrer caminos que ya le eran conocidos, y en un volver a encontrarse con personas que estuvieron antes en su vida; indagaciones y encuentros que van a ser necesarios para sentir como suyo un territorio que ya lo fue.

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Hacía siglos que los lobos no aullaban en aquel paraje que, pese a su cercanía, estaba apartado de los ruidos de la ciudad. También habían desaparecido las jaurías de perros semisalvajes que se adentraban por el barrio, asustando con sus gruñidos y continuas peleas a los escolares en el amanecer de los días de invierno. Todo se sentía alejado en el tiempo, como si de un relato mítico se tratase. Cantalobos se llamaba aquel territorio cubierto por la humedad de la bruma que ascendía procedente de las orillas del río Ebro.

Era noviembre. La ligera brisa de la medianoche sonaba en el suelo alfombrado con las hojas caídas de los chopos. A lo lejos se rompían las luces de una ciudad que había crecido demasiado en los últimos años. Focos tan lejanos que limitaban una frontera con aquel dominio salvaje que Zaragoza todavía no se había atrevido a colonizar.

La corriente del río transcurría suavemente, arrancando de las piedras de la orilla una música siempre distinta en su repetición. Más allá todo era silencio en aquella noche fría de principios de noviembre. La niebla se iba extendiendo entre los grises troncos de los chopos con marcas de eternos corazones de amores ya olvidados.

Nada de todo aquello sentía aquel cuerpo tendido entre raíces y barro. Si la noche hubiese tenido luna, quizá se podría haber reflejado en el charco de sangre oscura que cubría las hojas marchitas, improvisado lecho fúnebre.

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Para terminar, os dejo un link que corresponde a un álbum de fotografías con las tomas de mi ciudad, Zaragoza, preparado especialmente a propósito del libro.  Ciertos lugares mencionados por el protagonista en la novela.

http://es.calameo.com/read/00303720496db8269c855?authid=jGaiB5anVZKs

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El despertar de la sensualidad

Fermina Márquez

Valery Larbaud

Larbaud

Antonio Joaquín González

Valery Larbaud (1881-1957) es uno de los más destacados autores en la narrativa francesa de la primera mitad del siglo XX. Su obra es la plasmación de una visión aristocrática del mundo, aprendida en un peregrinaje de lujo por toda Europa durante su juventud, acompañando a su madre. A este conocimiento de lo selecto hay que unir una significativa erudición y la consideración de la literatura desde unos paradigmas cercanos a lo religioso, tanto es así que habría que plantearse si Valery Larbaud se convirtió al catolicismo, desde el protestantismo hugonote de la madre, más por la búsqueda de una espiritualidad estética. Los títulos que hay que mencionar de este autor son Fermina Márquez (1911), Las obras completas de A.O. Barnabooth (1913), Enfantines (1918) y Beauté, mon beau souci… (1921). A consecuencia de un ataque cerebral, en 1935 concluyó la posible dedicación de Valery Larbaud a la literatura. Es necesario recordar también su labor como traductor al francés: Walt Whitman, James Joyce, William Faulkner y Las Greguerías de Ramón Gómez de la Serna.

Fontenay-aux-Roses_ancien_collège_Sainte-Barbe-des-ChampsEntre 1881 y 1899, Valery Larbaud permaneció en el colegio católico y de ambiente cosmopolita (muchos de sus condiscípulos eran hijos de las clases más pudientes de Hispanoamérica) cercano a la ciudad de París, Sainte-Barbe-des Champs. En buena parte, Fermina Márquez va a surgir de sus experiencias en esta institución educativa. En esta novela breve serán varios los ojos que sirvan para contemplar y describir el mundo: Santos Iturria (el aventurero de Monterrey), Demoisel (el negro haitiano que define a su madre como una pura parisiense de París), Joanny Lênoit (el alumno más brillante, aquel para el cual la perfección del mundo está en las fases finales del Imperio Romano, de la misma manera que sólo existe una posible salvación de la humanidad pasando por la asimilación de Religión e Imperio); también está ahí Camilo Moûtir (el más tímido de todos, para él la gesta máxima que logra la culminación de un curso escolar es llegar a pasear con un banderín representando los colores de la enseña colombiana ante Fermina Márquez).

betsabePorque Fermina Márquez, en definitiva es el detonante que hace surgir un mundo de experiencias, y más una visión del mundo desde la sensorialidad exacerbada de estos adolescentes que viven en el Colegio de San Agustín. Así es la primera descripción de esta musa del sentimiento encarnada en una jovencita colombiana recién llegada a París:

“¡Pero la mayor! No dábamos con palabras que pudieran expresar su hermosura, o, por mejor decir, sólo encontrábamos palabras insulsas que no querían decir nada; versos de madrigal: ojos de terciopelo, ramo de flores, etc. ¡Su talle de dieciséis años tenía al mismo tiempo tanta esbeltez, tal firmeza!, y las caderas en que se asentaba aquel talle, ¿no podían ser comparadas a una guirnalda triunfal? Y el andar seguro, cadencioso, indicaba, en aquella criatura deslumbradora, conciencia de dar ornato al mundo por donde caminaba… En verdad, traía al pensamiento las venturas todas de la vida”.

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            Fermina Márquez es mucho más que una novela de educación sentimental, a la manera de Flaubert, o una bildungsroman, a la de la poética alemana. Esta novela es una perpetua exaltación de los sentidos, una prolongación de los rasgos que caracterizan la literatura finisecular –en el más puro estilo del Modernismo Hispanoamericano-. Ahí está, al respecto, la tensión que se produce mientras Joanny Lêniot enseña a Fermina las distintas estancias del internado, incluida la gran habitación en la que duermen los escolares. Ahí se une el pensamiento del calor que el cuerpo de Fermina podría dejar entre las sábanas de Joanny, como lo había dejado al tomar asiento en el pupitre donde él estudia tanto tiempo, embebeciéndose en sus libros, como el joven teniente Napoleón Bonaparte mientras se preparaba para ser el sol de una generación. El camastro frío y un crucifijo que custodia la entrada a la habitación; el deseo y el recuerdo de un libro que en su candidez –y no podemos afirmar hasta dónde llega ésta- Fermina Márquez va a recomendar al joven aprendiz de latinista, La vida de Santa Rosa de Lima

“En tanta confusión, tuvo que oír un panegírico de Santa Rosa de Lima, a quien según ella decía, se esforzaba por parecerse; y le dijo que hubiera querido sufrir todos los tormentos de la Cruz. Un día que tenía mucha sed entró con su tía y con su hermana en un café del bulevar. Pidieron bebidas heladas. Y en el momento de llevarse la copa a los labios pensó ella que Él había padecido sed en su agonía; y tan terrible era aquel pensamiento, que la propia sed le pareció llena de delicias”.

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            Literatura modernista unida a los nuevos principios de la estética narrativa defendidos desde la Nouvelle Revue Française, dirigida por Andre Gide. Este grupo, en cuyo órgano editorial se publicó por primera vez Fermina Márquez (1910), es la unión de los principios más puros del Realismo francés a las novedades que se estaban produciendo en la narrativa tanto inglesa (James Joyce) como francesa (Marcel Proust). De la fusión de estos dos extremos, realismo tradicional e innovación, surge uno de los momentos más especiales de Fermina Márquez. La exacerbación de los sentidos en el erotismo es una técnica que dominaron los grandes autores realistas (desde Madame Bovary hasta La Regenta); aquí en Fermina Márquez sucederá cuando la protagonista se sienta atraída apasionadamente por uno de los alumnos del Colegio de San Agustín, Santos Iturria, el mexicano de Monterrey para el cual las normas solo existen para ser vulneradas. Igual que sucedió con Emma Bovary, cuando leía las novelas sentimentales que distorsionan su visión del mundo; o con Ana Ozores con las lecturas piadosas que acaban creando en ella un deseo satisfecho en su soledad; los libros que marcarán el enamoramiento de Fermina Márquez son Pequeñeces del Padre Luis de Coloma y María de Jorge Isaacs; y sus efectos están en este párrafo que es una de las joyas que van surgiendo a lo largo de la lectura de esta obra de Valery Larbaud

9-Alphonse-Mucha-Autumn-1280x1024“Una noche, al entrar en su habitación, se dejó ella caer en la alfombra, sollozante. Quiso humillarse, aniquilar todo el pecado que sentía en sí, que iba a vencerla. Resolvió quedarse tendida cara al techo, juntos los pies y los brazos en cruz, durante una hora. Mas pronto se le hizo intolerable; oprimida, descoyuntada, hinchadas y a punto de estallar las venas de la cabeza, no pudo resistirlo. Levantándose, volvió los ojos a la esfera del despertador; apenas había perseverado diez minutos. Entonces se hundió ardientemente en lo que llamaba el pecado. No trataba de encontrar excusa: quería a un hombre, y aquello significaba la perdición de su alma. Quería. Y tan hermosa fue para la ella la noche, que la vivió entera, que apuró con delicia todos sus negros minutos y no se durmió hasta que fue de día”.

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De Alphaville a Murakami

HÉROES QUE BUSCAN LOS SENTIMIENTOS.

DESDE ALPHAVILLE A LAS NOVELAS DE HARUKI MURAKAMI

Antonio Joaquín González

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En 1965 se estrenó la película Alphaville, una étrange aventure de Lemmy Caution, dirigida por Jean-Luc Godard (protagonizada por Anna Karina, Eddie Constantine y Akin Tamiroff, fue premiada con el Oso de Oro a la mejor película en el Festival de Berlín). Su argumento podría presentarse así: Lemmy Caution es un agente secreto enviado a una ciudad, Alphaville, situada en otro planeta. Su misión es localizar a un agente con el cual se ha perdido el contacto. Para ello se hace pasar por un periodista que quiere entrevistar al profesor von Braunn, al cual tendrá que asesinar, pues es el principal responsable en la existencia de un mundo tan peculiar como Alphaville. Para entrar en contacto con el científico, aparece una intermediaria, Natascha, hija de este (aunque en un mundo sin sentimientos esto tampoco es decir mucho).

00106522934626____3__1000x1000Mari Asai, la protagonista de After Dark de Haruki Murakami llega a un Love Hotel llamado Alphaville. En una conversación con Kaoru, empleada del motel, le dirá que el establecimiento tiene el mismo nombre que el de su película favorita y pasa a definirla con estas palabras:

“Es el nombre de una ciudad imaginaria del futuro. Una ciudad que está en la Vía Láctea […]. Es una película conceptual. En blanco y negro, con muchos diálogos. Una de esas de arte y ensayo […]. En Alphaville, a las personas que lloran las arrestan y las ejecutan en público. […] Porque en Alphaville no está permitido tener sentimientos profundos. No existen cosas como el amor. Tampoco existen las contradicciones ni la ironía. Allí todas las cosas se procesan mediante la aplicación de fórmulas matemáticas”.

            Desde luego que todo eso es Alphaville, una expresión de la distopía, un género que aparece con cierta frecuencia en la literatura del siglo XX, bien como anuncio de lo que está por venir (los totalitarismos y la guerra mundial), bien como crítica a esos sistemas ya asentados. Entre las distintas obras que describen la anti-utopía hay que mencionar Un mundo feliz de Aldous Huxley (1932), 1984 de George Orwell (1949) y Fahrenheit 451 de Ray Bradbury (1953), novela que sería llevada al cine por François Truffaut, otro de los miembros de la Nouvelle Vague, en 1967.

Mari Asai, la protagonista de After Dark de Haruki Murakami llega a un Love Hotel llamado Alphaville. En una conversación con Kaoru, empleada del motel, le dirá que el establecimiento tiene el mismo nombre que el de su película favorita y pasa a definirla con estas palabras:

“Es el nombre de una ciudad imaginaria del futuro. Una ciudad que está en la Vía Láctea […]. Es una película conceptual. En blanco y negro, con muchos diálogos. Una de esas de arte y ensayo […]. En Alphaville, a las personas que lloran las arrestan y las ejecutan en público. […] Porque en Alphaville no está permitido tener sentimientos profundos. No existen cosas como el amor. Tampoco existen las contradicciones ni la ironía. Allí todas las cosas se procesan mediante la aplicación de fórmulas matemáticas”.

            Desde luego que todo eso es Alphaville, una expresión de la distopía, un género que aparece con cierta frecuencia en la literatura del siglo XX, bien como anuncio de lo que está por venir (los totalitarismos y la guerra mundial), bien como crítica a esos sistemas ya asentados. Entre las distintas obras que describen la anti-utopía hay que mencionar Un mundo feliz de Aldous Huxley (1932), 1984 de George Orwell (1949) y Fahrenheit 451 de Ray Bradbury (1953), novela que sería llevada al cine por François Truffaut, otro de los miembros de la Nouvelle Vague, en 1967.

            Desde la primera secuencia de Alphaville se hacen evidentes unos rasgos que definen el concepto de distopía, a la vez que anuncian elementos que posteriormente podremos encontrar en la narrativa de Haruki Murakami. Esto es lo que me propongo hacer a continuación. En el inicio de la película se presentan distintos elementos que, a la manera del surrealismo, son inconexos, aunque en su conjunto pasarán a estar dotados de una significación propia y metafórica: una lámpara de quirófano, fría, hiriente; una voz metálica, que desde la insensibilidad de una pronunciación computerizada nos define la realidad; un tren que se aproxima, que indica el viaje galáctico realizado por el protagonista para llegar a tan extraña ciudad, definida en primer lugar desde la distancia.

Tokyo_night_view_1Recordemos el inicio de After Dark que, por otra parte, es la novela más cinematográfica de Haruki Murakami

“Perfil de una gran ciudad.

Captamos esta imagen desde las alturas, a través de los ojos de un ave nocturna que vuela muy alto.

            En el amplio panorama, la ciudad parece un gigantesco ser vivo. O el conjunto de una multitud de corpúsculos entrelazados. Innumerables vasos sanguíneos se extienden hasta el último rincón de ese cuerpo imposible de definir, transportan la sangre, renuevan sin descanso las células. Envían información nueva y retiran información vieja. Envían consumo nuevo y retiran consumo viejo. Envían contradicciones nuevas y retiran contradicciones viejas. Al ritmo de las pulsaciones del corazón parpadea todo el cuerpo, se inflama de fiebre, bulle. La medianoche se acerca y, una vez superado el momento de máxima actividad, el metabolismo basal sigue, sin flaquear, a fin de mantener el cuerpo con vida. Suyo es el zumbido que emite la ciudad en un bajo sostenido. Un zumbido sin vicisitudes, monótono, aunque lleno de presentimientos.

            Nuestra mirada escoge una zona donde se concentra la luz, enfoca aquel punto. Empezamos a descender despacio hacia allí. Un mar de luces de neón de distintos colores. Es lo que llaman un barrio de ocio”.

            Todo ello, tanto en el filme como en la novela, marcado desde la objetividad del reloj.

3aVJWERYG3goVDhKo1VtHULFtnoA partir de aquí nos encontramos con la presentación del personaje, caracterizado por sus gestos y su mirada. Se trata de Lemmy Caution; sabemos que su vida está acostumbrada a los riesgos pues desde el primer momento con una profesionalidad, que más parece frialdad absoluta, prepara su pistola. En ciertas descripciones de la narrativa de Haruki Murakami nos encontramos con personajes de este tipo, sacados de las novelas de pulp-fiction y de detectives; sin llegar a los extremos de violencia que anuncia Lemmy Caution, podríamos nombrar al investigador de “En cualquier lugar donde parezca que esto pueda hallarse” (en la colección de cuentos Sauce ciego, mujer dormida), heredero de tantos detectives que marcaron las primeras lecturas del autor japonés, aunque llevado al territorio de lo metafórico, pues no indaga en la suciedad de la ciudad, sino en la soledad.

  alphaville-anna-karina-natacha-von-braun          La falta de sentimientos se evidencia desde un primer momento por la utilización de la grosería como norma, pues nadie es amable, pero tampoco nadie se molesta ante las malas formas del otro, y por una ambigüedad erótica personalizada en las seductoras de clase tres en las cuales el deseo se transforma en una mera matemática de la carne, ¿no es similar la nieta del científico de El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas? Ambigüedad erótica que incita al sexo sin deseo. Poco después aparecerá Natascha von Braunn, la cual encuentra su reflejo en otro personaje de esa misma novela, la bibliotecaria y compañera del lector de sueños.

En el recorrido que Lemmy Caution realiza por Alphaville se vislumbra una urbe de edificios inhumanos con habitáculos que más parecen oficinas; un paisaje que refleja esa búsqueda de matar los sentimientos. Luces que deslumbran, y que en ningún momento resultan acogedoras, así es el paisaje de After Dark. Toda luz que aparece en Alphaville hiere a los ojos pero no hace desaparecer unas sombras que abruman, metáfora de este mundo despiadado en el que aquellos que no resisten la matematización del sentimiento son invitados a suicidarse o se les ajusticia en un terrible espectáculo donde las parcas son nadadoras sincronizadas.alphaville_05

Lemmy Caution se transformará en un héroe mitológico a la manera de Orfeo, o como el protagonista de El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas, cuando comience a indagar en los sentimientos que no están totalmente perdidos en Natascha. Aunque el lavado cerebral matemático al que son sometidos todos los habitantes de Alphaville ha hecho mella en ella, Natascha todavía se deja llevar por las palabras de la poesía en la cual está la salvación ante la frigidez de un mundo como este. Los versos que comienzan a mover lo que yace en su interior pertenecen a Capitale de la douleur de Paul Éluard, uno de los libros más importantes del surrealismo francés, publicado en 1926. Natascha va pronunciando algunos versos de esta obra

“Vivimos en el vacío de nuestras metamorfosis

pero el eco que resuena a lo largo del día,

más allá del tiempo, de la angustia

o la caricia sigue preguntándose

si estamos cerca o lejos de nuestra conciencia”

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El libro más importante que ha de estar en todas las habitaciones de hotel de Alphaville es la Biblia, aunque una biblia un tanto peculiar, pues se trata, en realidad, de un diccionario en el que se han eliminado aquellas palabras que pueden hacer recapacitar a los ciudadanos, igual que en 1984 cuando, por orden del Gran Hermano, los distintos Ministerios (y así aparecen mencionados también en Alphaville) borran aquellos sucesos que pueden desmentir los intereses históricos del totalitarismo.

            Justo en la secuencia de Alphaville en la cual Lemmy y Natascha se aproximan a la poesía, se hace especialmente evidente la presencia de un televisor que, hasta apagado, resulta inquietante, igual que ocurre con tantos momentos en las novelas de Haruki Murakami (en After Dark y en Kafka en la orilla especialmente).

            La llegada de la policía acaba con ese acercamiento al origen olvidado de Natascha que es un viaje en busca de los sentimientos perdidos. Lemmy es descubierto como lo que es, pero a la manera de Tooru Okada (Crónica del pájaro que da cuerda al mundo) o el protagonista de El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas, como si fuese un héroe épico que acaba con el monstruo, Lemmy Caution, agente secreto 003 de los Países Exteriores, terminará su misión, recorrerá el laberinto de despersonalización e insensibilidad y rescatará a una doncella que no ha de mirar atrás para buscar aquellas palabras que le hagan recuperar la esencia perdida. ¿No es lo mismo en El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas?

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Y se llamaban Mahmud y Ayaz

José Manuel Lucía Megías

José Manuel Lucía Megías

Antonio Joaquín González

He de confesar que no soy un habitual lector de poesía, sin embargo también diré que hay unos pocos poetas cuyas palabras me atrapan y sus versos me interesan como para volver a ellos una vez y otra: Álvaro Mutis, Luís Alberto de Cuenca y José Manuel Lucía Megías. No voy a nombrar aquellos que están en un pasado más o menos lejano, porque ahí sí que la lista podría desmentir mis primeras palabras.  A José Manuel Lucía Megías lo conocí no como poeta sino como uno de los más importantes especialistas en libros de caballerías. Siempre ha sido tan valiente en sus investigaciones como en su poesía. En sus estudios porque, cuando en este tiempo de bachilleres, barberos y curas todos veían en el Quijote una mera parodia provocadora de risas origen del género novelístico, él, José Manuel Lucía, nos hizo recordar que, de verdad, la obra de Miguel de Cervantes es otro libro más en la nómina de las Caballerías (y esta afirmación no es baladí, pues el Hidalgo deja de ser un patético loco y se transforma en una recuperación de un ideal que bien nos vendría tener presente ahora).

            Con Y se llamaban Mahmud y Ayaz, José Manuel Lucía Megías vuelve a ser ese autor valiente que arrostra una ignominia más de este mundo. Y digo bien lo de arrostra, porque en la cuidada edición, en la hermosa impresión de este libro, después de las páginas de cortesía, algunas de ellas en el negro de la tristeza, lo primero que nos encontramos es su rostro y su vida. Y esto, en esta época de villanías y resquemores, es tomar partido, plantar cara, denunciar, estar harto del silencio y gritar, porque eso es Y se llamaban Mahmud y Ayaz, un alarido contra la injusticia que es cortar la posibilidad de amar.

            Y se llamaban Mahmud y Ayaz nace desde un suceso, otro más de los muchos reseñados por los informes de Amnistía Internacional o de tantos otros grupos comprometidos con la búsqueda de un mundo más justo. Me limito ahora a las palabras que acompañan como epílogo, explicando el hecho que genera la reflexión poética. El desenlace fue el 19 de julio de 2005, cuando dos jóvenes iraníes, Mahmud Asgari y Ayaz Marhoní fueron ejecutados por causas que, según el correspondiente informe de Amnistía Internacional, no están nada claras, aunque todo viene a ser una aplicación de la ley que persigue a los homosexuales en tantos y tantos lugares.

7709_the_execution_of_mansur_al_hallaj_source_wikipedia            No es mi idea ahora seguir por esta línea de la denuncia porque Y se llamaban Mahmud y Ayaz es mucho más que eso. Es un libro de poesía en el que se recogen tantos y tantos tópicos de la tradición de la poesía amorosa, tópicos que no han perdido su valor y su fuerza; la unión de amor y muerte sigue siendo uno de los símbolos que hace vibrar a las palabras. En Y se llamaban Mahmud y Ayaz hay muerte, desde luego que sí, pero también hay mucho amor. A sus metáforas me quiero remitir ahora. La tradición erótica de la poesía occidental parece arrancar de aquellas composiciones que allá por el siglo XII comenzaron a dar vida a una nueva manera de ver las relaciones entre los amantes, fue la poesía escrita en la lengua de la Occitania; en ella está la espiritualización de un sentimiento tan humano como es el amor. Como buen conocedor que es de la literatura medieval, José Manuel Lucía Megías sabe que la erotología europea no solo proviene de las amables tierras meridionales del cristianismo medieval. También está en ella toda una tradición escrita en árabe. Quizá por ello Y se llamaban Mahmud y Ayaz presenta como pórtico algunos versos de Ibn Suhayd y de Abû-l-Abad Ibn al Jatib, ambos andalusíes. Todo sucedió en las tierras que fueron Persia, cuna de poetas místicos del amor (Omar Khayyan, Hafiz o el místico que ardió en un amor trascendente Hallaj).

            Y se llamaban Mahmud y Ayaz es una historia en tres tiempos; el del amor, el de la tortura y el de la muerte. Los dos últimos son terribles, son la injusticia desde la que nace la denuncia que también es este libro. Comienza en una referencia a la situación que origina toda la reflexión sobre el amor y la muerte

“Y se llamaban Mahmud y Ayaz

y tenían tan solo 17 años,

y fueron ahorcados un 19 de julio […]

Llegaron llorando a la plaza.

En la furgoneta de su angustia,

llorando las lágrimas que no derramarán de viejos […]

Y llegaron como dos cachorros asustados,

temblando entre el frío de tantas miradas,

ante el abismo del final de su vida

antes incluso de haber intentado imaginarla”

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            Es necesario poner al lector ante la situación concreta para que se sienta conmovido. El poeta no está hablando de abstracciones, está ante la realidad. Luego, en la muerte, resultado final de este camino de crueldad, la poesía podrá reverberar con ecos lorquianos, ahora es necesario el sentimiento físico de frío, de la angustia expresada en una lágrimas, del miedo como de cachorros; ya habrá tiempo después para la metáfora lorquiana en la detención de un tiempo que no ha podido transcurrir, de una corriente que no llega a su desembocadura (Poeta en Nueva York), cuando todo esté concluido y el amor permanezca, porque, que no se nos olvide, aquí hay denuncia pero también mucho amor. Antes de la muerte, el camino ha sido preparado y entre los versos hay palabras que demuestran la inhumanidad sufrida: “Quizás me torturen con el silencio / y con la oscuridad y con el miedo”. La violencia que degrada y el dolor brutal del golpe físico que rompe a la persona, “pero de mis labios solo escucharán: / te quiero. Te quiero. Te quiero”.

            Un asesinato justificado con las imperfectas leyes de los hombres en ese caso se transforma en un martirio de amor, por eso el triste cadalso que es una grúa se metamorfosea “en el improvisado altar del crimen, / de la barbarie, de la muerte”; sí, de crimen y barbarie, pero altar, al fin, pues

“Dos jóvenes colgados

en las grúas criminales de la plaza.

Dos jóvenes. Dos enamorados.

Dos nuevos ángeles en el cielo de Irán”.

Muerte que es un paso definitivo de una trayectoria en la que cada caricia era escribir un salmo.

Monumento a los Amantes (Córdoba)

Monumento a los Amantes (Córdoba)

            El tiempo del amor ha estado marcado por la esperanza de poder, algún día, mostrar su amor sin miedo; porque todos los elementos que han definido la pasión de estos amantes se quedan en miradas, susurros, deseos y en un sigilo que no impedirá que la persecución acabe en la muerte. El silencio es una ley más del código amoroso, pero aquí no es así, pues no es el secreto que mantiene el ardor, sino que es el del miedo. Las palabras, cuando no son poemas, alejan el amor, pues este es inefable, por ello, la callada como respuesta sigue siendo una manifestación de la pasión.

“¿Dónde encontrarte ahora, corazón mío,

cuando te tengo perdido en el laberinto

de los porqués, de los cuándo y de los dónde?”

             Y en el silencio también está la complicidad del que al callar comparte la responsabilidad de permitir que sigan sucediendo hechos tan atroces.

A diferencia de lo que ocurre con los juegos de palabras de Pedro Salinas (La voz a ti debida) que sirven para expresar el amor desde lo conceptual, al amor de Mahmud y Ayaz se pierde en las palabras retenidas por el recelo

“¿Por qué, siendo tú todo, solo tú,

vivo negándote, rodeándome de soledad

y de miedos y de sospechas y de solitarios

juegos verbales, y de más sospechas y miedos?”

            Entre las metáforas que ayudan a expresar el amor secreto se encuentran abundantes imágenes de la naturaleza; por ello la abstracción del lugar desde lo idílico se transforma en metáfora del sentimiento ante un mundo de gritos y silencios. El paisaje artificial de la ciudad es el territorio del dolor, cuajado de grúas. Lo cotidiano, ante la ausencia o imposibilidad de expresar el amor se transforma en llaves que caen, en casas llenas de polvo que son extrañas hasta para quien las habita o en espejos que “me reflejan fantasmas y muecas / y gestos de purgatorio y pieles desolladas”. El horizonte del amor, sin embargo es otro: un oasis de palmeras y de caricias, de lunas llenas y estrellas andantes, el eco primaveral del paraíso donde se confunden (como en “Romance del prisionero”) los cantos de la alondra y del ruiseñor. El cuerpo del amado es el mundo;

“y me lo decías vestido tan solo de sonrisas

mientras tu cuerpo era el agua de lluvia

que, poco a poco, hacía de mí un oasis”.

            Un imagen que pervive hasta el instante mismo de la muerte simultánea, “morir ahogado en el desierto / muy lejos de la fuente de tus labios”.

            Una muerte que se transforma en un mero trámite, pues para los amantes el paraíso ya ha sido logrado, “el único que soñó que en tus ojos / había encontrado el oasis del paraíso”; un paraíso que perdurará más allá de la muerte.

“Me podrán quitar la vida, arrancármela.

Pero nunca este amor que ahora siento”

            Como en esta rubayyat de Omar Khayyan:

“Cuando tu alma pura y la mía abandonen nuestros cuerpos,

colocarán un ladrillo bajo nuestras cabezas

y un día un alfarero amasará

nuestras cenizas para igual almohada”.

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El francotirador paciente

Reseña

EL FRANCOTIRADOR PACIENTE

Antonio Joaquín González

Veinticinco años después, la narrativa de Arturo Pérez-Reverte mantiene un tono que le caracteriza y que hace reconocible su estilo, desde El húsar (1986) hasta El francotirador paciente (2013); sin embargo hay un elemento en su poética que se ha borrado en esta novela, cosa que ya se comenzaba a hacer evidente en Ojos azules (2009) y en El tango de la guardia vieja (2012); se trata de la morosidad narrativa. ¿Qué quiero decir con esto de la falta de morosidad que echo de menos en El francotirador paciente? Me refiero a que al terminar su lectura queda una sensación de vacío, de obra no concluida; una impresión muy diferente a la que invade al lector ante las que, para mí, son las mejores obras de Pérez-Reverte: El maestro de esgrima (1988) y El Club Dumas (1993).

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            Puede ser que el autor en El francotirador paciente quiera plasmar una imagen de estos tiempos de arte caótico y mercantil, por un lado, o, por otro, expresión de un grito sincero ante la destrucción de cualquier posibilidad de utopía. ¿Realmente no se expresa un ensueño idealista en el alarido de los escritores de graffiti que protagonizan, en buena medida, esta novela? ¿No será ese aullido de pintura que salta desde la pared arrojándose hacia un ciudadano, que camina pasivo e insensible a la realidad, una expresión de la lucha por la libertad o por la vida auténtica, que viene a ser lo mismo? Quizá exista la posibilidad de una salvación; sin embargo, cuando el mundo es el caos y cuando los héroes tienen un lado oscuro –y así sucede con todos los de Pérez-Reverte- esa situación anárquica acaba llegando a la vida del que no puede mantenerse ajeno.  Los personajes de Arturo Pérez-Reverte están marcados como resistentes cuando no como emboscados, tal y como vienen definidos en ese magnífico ensayo de Ernest Jünger, La Emboscadura. Todo ello lo encontramos en el protagonista de El francotirador paciente.

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Graffiti en Avenida Ranillas. Zaragoza. 2013

            Este emboscado es radicalmente distinto a otros que han aparecido tiñendo de sangre, crueldad, sufrimiento y muerte anteriores textos de Pérez-Reverte. Al fin y al cabo, su experiencia como reportero de guerra ha marcado de una manera definitiva su visión del mundo –Territorio comanche (1994) o El pintor de batallas (2006)-.

            Más allá de todo lo dicho, el estilo de Pérez-Reverte se mantiene en estado puro. El retrato de la protagonista, Alejandra Varela (como en La tabla de Flandes 1990, La carta esférica, 2000, o La Reina del Sur, 2002); o el de la hermosa italiana en la que siguen vivos los genes de los arquetipos de belleza femenina que tan bien retrató el cine italiano de los años 1950 y 1960.

Sophia Loren - Año 1953Una mujer venía de frente, bajando la escalinata con una cesta de la compra en la mano. Era grande, atractiva, hermosa de formas, muy clásicamente napolitana. Me recordó a esas rotundas actrices italianas que estuvieron de moda en tiempos de Vittorio de Sica y de Fellini. Ésta llevaba el pelo más corto que largo, una falda oscura y un suéter ajustado que moldeaba las formas de un pecho de aspecto pesado, voluminoso —más tarde comprobé que tenía los ojos verdes y una nariz tan atrevida como su boca, ancha y de labios definidos y rojos—. Sniper se había parado al pie de la escalinata, viéndola llegar, y ella se acercaba a él, sonriente. Yo había visto ya sonrisas como aquélla, y supe lo que significaba antes de que él le enseñase desde lejos la bolsa con fruta que había comprado, la mujer lo amonestara sin perder la sonrisa, con palabras que no alcancé a escuchar, y un instante después, al llegar uno junto al otro, se besaran en la boca.

            También el gusto por la novela folletinesca (en Bigote Rubio y Cara Flaca) y de aventuras. A este respecto he de destacar esa señal para náufragos que es la mención de la Fundación Salgari en Verona.

          De igual manera, la presencia del mundo antiguo que siente el Mediterráneo con el orgullo de una vieja raza (magistral, en este sentido, es la descripción de Nápoles)

Los sábados por la noche —aquél lo era—, el viejo Nápoles es un espectáculo fascinante. En el barrio español, treinta siglos de historia acumulada, pobreza endémica y ansias de vida desbordan una cuadrícula de vías angostas, callejones, ruinosas iglesias, imágenes de santos, ropa tendida y muros minados por la lepra del tiempo. En ese lugar abigarrado, peligroso, donde pocos forasteros se aventuran, la ciudad intensifica su carácter ferozmente mediterráneo. Y en las vísperas de días festivos, cuando llega la hora de cierre del comercio local, el barrio entero se torna caos de tráfico, ruido, cláxones, música saliendo por las ventanillas abiertas, motocicletas con familias enteras asombrosamente agrupadas encima, que circulan a toda velocidad entre una muchedumbre gritona, bienhumorada, que callejea con el desgarro vital de los pueblos prolíficos, indestructibles y eternos.

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Caspar Andriaans van Wittel. Vista de Nápoles. 1700-1710

            El mundo de los libros, también es uno de esos rasgos definitorios del estilo de Pérez-Reverte. Personajes que se entregan a la lectura con la ferocidad del que se enfrenta en un cuerpo a cuerpo. Y, a la vez, los mercaderes de la cultura que ensucian la experiencia vital pura que es leer. ¿No mantiene el autor esta idealización de la lectura desde su El Club Dumas?

            Como siempre, sea bien recibida esta novela de Arturo Pérez-Reverte y en la esperanza de que esa sensación de totalidad que quedaba balbuciendo en sus textos retorne.

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IL GATTOPARDO

CUANDO LAS PALABRAS ALCANZAN A LOS OTROS SENTIDOS.

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SOBRE EL GATOPARDO DE GIUSEPPE TOMASI DE LAMPEDUSA

Antonio Joaquín González

Giuseppe Tomasi de Lampedusa (Palermo 1896-1957 Roma) retrata en su obra El Gatopardo un mundo que, por herencia, le tocó vivir, quizá sea por ello por lo que el esteticismo que caracteriza esta obra no se siente como algo ajeno o forzado. En El Gatopardo, mediante la exacerbación de los sentidos se busca alcanzar una verdad que radica en la sinceridad con la que un individuo, el príncipe Fabrizio de Salina, vive su existencia, más allá de los caóticos tiempos que le tocaron vivir. Una agonía de la historia totalmente necesaria para que, a la muerte del mundo viejo, el nuevo siga siendo exactamente igual. Qué necesaria hubiese sido la lectura de un texto como este en la España de 1978, al menos ahora sabríamos que siguen mandando los hijos de los que siempre detentaron el poder, aunque ya no sean los príncipes de casas solariegas casi derruidas, sino sus descendientes, con la sangre mezclada a la de los arribistas que, para medrar, vendían a sus propias hijas. No es este el tema, sin embargo, del que ahora me estaba ocupando.

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            ¿Cómo consigue Giuseppe Tomasi de Lampedusa alcanzar esas cotas tan elevadas de sensorialidad? Fundamentalmente por el mantenimiento de la tensión; por la prolongación de un tiempo que no está medido en segundos sino en sensaciones. Una de las joyas al respecto que encontramos en la novela; Fabrizio se dirige al encuentro con su amante, una prostituta, Mariannina, “aquella carne joven demasiado manoseada, aquella resignada impudicia”. Nada es esta cita del príncipe con Mariannina, sin embargo, en su viaje hacia Palermo, leemos:

“Ahora, efectivamente, la calle pasaba por entre los pequeños naranjos en flor, y el aroma nupcial del azahar lo anulaba todo, como el plenilunio anula un paisaje: el olor de los caballos sudorosos, el olor del cuero de la tapicería del coche, el olor del príncipe y el olor del jesuita, todo quedaba cancelado por aquel perfume islámico que evocaba huríes y sensualidades de ultratumba”.

Fragmento que podría ser un digno heredero, en 1957, de las lecturas del príncipe Fabrizio de Salina, al cual le gustaba ojear los libros de los poetas decadentes franceses.

En esa búsqueda de la sensorialidad, tan magistralmente expresada en el párrafo citado, lo único que hay es el ansia de vivir, sentir la existencia hasta en su mínimo detalle, encontrarse con la posibilidad de habitar un cuerpo plenamente visto en su desnudez. Todo ello viene a ser una manifestación de una sensualidad, no tanto pagana como renacentista. Igual que sucedió con uno de los autores por los que Giuseppe Tomasi de Lampedusa manifestó su afecto: Stendhal. ¿Es ahora necesario recordar que el protagonista de La Cartuja de Parma también se llama Fabrizio (del Dongo)? Aunque éste no se entrega a la vida con la búsqueda de la sensación que leemos en las descripciones del mundo que acompañan a Fabrizio de Salina: el palacio casi derruido con tantas habitaciones que hasta su mismo propietario las desconoce en su totalidad; habitaciones, bibliotecas o alcobas, salones o espacios íntimos en los que el moho se habría enseñoreado si no fuese por ese clima seco de polvo y luz que acompaña el breve peregrinar de sus personajes, como en las cacerías de don Fabrizio acompañado por don Ciccio. Sensaciones que van junto a la contemplación de la mujer o su recuerdo, o la fantasía de su desnudez impregnando de “perfume del paraíso” las sábanas de Angelica, o su sabor con gusto de fresas y nata, tal y como lo imagina el propio príncipe cuando va solicitar la mano de Angelica para su sobrino Tancredo.

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En El Gatopardo, el mundo es contemplado desde lo sensorial, porque los sentidos son el órgano de la vida

“Don Fabrizio conocía desde siempre esta sensación. Hacía decenios que sentía cómo el fluido vital, la facultad de existir, la vida en suma, y acaso también la voluntad de continuar viviendo, iban saliendo de él lenta pero continuamente, como los granitos se amontonan y desfilan uno tras otro, sin prisa pero sin detenerse ante el estrecho orificio de un reloj de arena”.

La sensación del tiempo que discurre irremediable y que acabará en la agonía del príncipe; hasta la Muerte misma resulta contagiada de esa mirada esteticista del mundo

“Esbelta, con un traje pardo de viaje y amplia tournure, con un sombrero de paja adornado con un velo moteado que no lograba esconder la maliciosa gracia de su rostro. Insinuaba una manecita con un guante de gamuza, entre un codo y otro de los que lloraban, se excusaba y se acercaba a él. Era ella, la criatura deseada siempre, que acudía a llevárselo. Era extraño que siendo tan joven se fijara en él. Debía de estar próxima la hora de la partida del tren. Casi junta su cara a la de él, levantó el velo, y así, púdica, pero dispuesta a ser poseída, le pareció más hermosa de como jamás la había entrevisto en los espacios estelares.

El fragor del mar se acalló del todo”.

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Hermosa, desde luego que sí, descripción de cómo llega la muerte para quien ha visto belleza en un tiempo decadente, agonizante y materialista.

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Era muy difícil que se alcanzasen las mismas cotas de sensorialidad obtenidas por Giuseppe Tomasi de Lampedusa, sin embargo, aunque utilizando un lenguaje diferente, el de la fotografía y el movimiento, Luchino Visconti lo conseguiría con la película que se basa en esta novela, en 1962. Son tantas las secuencias en las que Visconti logra plasmar el espíritu de las palabras de Lampedusa: el beso de Angelica a don Fabrizio bajo la celosa mirada de Alfonso-Tancredo, la persecución de los amantes por un palacio casi en estado de abandono, la larguísima escena del baile. Secuencias prolongadas en el tiempo y en la cadenciosidad de los encuadres para mantener en vilo unas sensaciones que, en el caso del filme no concluirán en la muerte del protagonista, al menos directamente planteada, porque desde un punto de vista metafórico, el sentido es el mismo, al presentar al príncipe arrodillándose al ver pasar a un sacerdote que corre para llevar los santos óleos a un moribundo, mientras en las calles en penumbra comienza a anunciarse al amanecer.

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Los ejércitos del cielo. La primera cruzada y la búsqueda del Apocalipsis

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Jay Rubenstein

(Barcelona, Ediciones de Pasado y Presente, 2012)

Antonio Joaquín González

Jay Rubenstein se aproxima a la historia de la primera Cruzada desde las creencias en un apocalipsis inmediato que habría de realizar la definitiva llegada de la Jerusalén Celestial. Leyendo las circunstancias que acompañaron la peregrinación de los cruzados, bien puede concluirse que, en cierta forma, esa hecatombe que debía ser el último tiempo llega a realizarse. Así, el autor nos recuerda algunos fragmentos de los relatados por escritores del siglo XII; entre otros, la entrada de los cruzados en el Templo de Salomón

“Al relatar la matanza en el Monte del Templo (o el Noble Santuario), los historiadores alcanzaron nuevas cotas literarias: <Nuestros peregrinos entraron en la ciudad, persiguiendo y matando sarracenos hasta llegar al Templo de Salomón, donde se reunieron y donde los sarracenos libraron un duro combate contra nuestros hombres durante todo el día, hasta tal punto que su sangre corría por todo el templo>. Esta imagen, la de los cristianos pisoteando riachuelos de sangre enemiga, persiguió a los escritores del siglo XII, e intentaron mejorarla más todavía”.

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La primera Cruzada es un movimiento espiritual en sus inicios. Aunque no haya que negar las bases socioeconómicas que en otros momentos de la historiografía son las fundamentales; está claro que la invasión de Tierra Santa por parte de los europeos occidentales fue guiada por unos principios religiosos, desde la convocatoria de Urbano II y Pedro el Ermitaño hasta una necesaria búsqueda de la trascendencia de la orden caballeresca, guiada, hasta el momento, exclusivamente por el deseo de poder y tierras.

            El Apocalipsis (14, 1-3) anuncia ese ejército que habría de realizar en la tierra la destrucción de lo viejo para que el espíritu venciese a las fuerzas de un Anticristo identificado en la época en las hordas turcas que habían entrado en tierras tanto cristianas bizantinas como musulmanas.

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“Seguí mirando, y había un Cordero, que estaba en pie sobre el monte Sión, y con Él ciento cuarenta y cuatro mil, que llevaban escrito en la frente el nombre del Cordero y el nombre de Su Padre. Y oí un rugido que venía del cielo, como el ruido de grandes aguas o el fragor de un gran trueno; y el ruido que oía era como de citaristas que tocaran sus cítaras. Cantan un cántico nuevo delante del Trono y delante de los cuatro Vivientes y de los Ancianos. Y nadie podía aprender el cántico, fuera de los cientos cuarenta y cuatro mil rescatados de la tierra”.

            Y de esta manera puede llegar a justificarse el comportamiento de unos guerreros cristianos que en Occidente jamás se hubiesen atrevido a llevar a cabo las inhumanidades a las que se acostumbraron en el Próximo Oriente. La primera Cruzada, muy en consonancia con esa visión apocalíptica, se convierte en una explosión de violencia, en la práctica de una brutalidad sistemáticamente aplicada como estrategia: decapitaciones, mutilaciones, canibalismo más allá de la urgente necesidad de alimentación. Rubenstein en su libro va recorriendo todo este salvajismo. ¿Realmente podemos llegar a admitir que este comportamiento brutal y alejado de las bases del catolicismo practicado en Occidente (la Tregua de Dios es un ejemplo) se asienta en la negación de la categoría del otro como persona? Lo dudo.

            El apocalipsis es el combate de dos fuerzas, la luz y la negrura; lo positivo y lo negativo; lo espiritual y lo demoníaco. Es el enfrentamiento, en definitiva, entre dos visiones del mundo diferentes. Los cruzados, para justificar su peregrinación de violencia, necesitan del otro. Este, en un primer momento, es el judío, al cual se le achaca la muerte del Redentor. Por esta época, y no en Oriente, se realizan las primeras matanzas de judíos. La necesidad de que se cumplan las profecías; el buscar la ruptura de los sellos que marcan el fin de los tiempos hace que se desborde la violencia. Y la crueldad necesita, al principio, el animalizar o cosificar al otro. Y esto último es una ficción. La brutalidad contra los habitantes de la Tierra Santa (entre los cuales también se encontraban cristianos orientales) urge una interpretación del musulmán desde una mentira creada con la frialdad estratégica.

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            Los cristianos conocían a ese otro, con él habían regado de sangre una misma tierra, Al-Andalus. Fijémonos en la figura de uno de los caudillos de esta Cruzada. Raimundo de Saint-Gilles, conde de Toulouse, era uno de los más importantes nobles de la Occitania, lo cual quiere decir de toda Francia. Ya había peregrinado con anterioridad a Tierra Santa, de hecho allí perdió un ojo. Conocía, también, a los musulmanes de Al-Andalus; sin embargo, es uno de los primeros que acude a la llamada de Urbano II. ¿Su sentir puede estar guiado por una visión del otro que provoca el desprecio más absoluto hacia la persona?

            Y, junto a la brutalidad más espeluznante –casi podríamos decir que el mundo ya no podía volver atrás después de algunos de los episodios descritos en este libro-, lo espiritual; la destrucción consigue escenificar algunas imágenes apocalípticas, desde luego que sí, aunque, a la vez, lo escatológico, en su sentido de santo (y lo santo es también inquietante) se manifiesta en la aparición de guerreros divinos en la batalla: Demetrio, Jorge, Mauricio; en los ejércitos fantasmales que acuden a llamada de la divinidad y en los visionarios que se ponen en contacto con lo trascendente. Estos últimos son los responsables, cuando no los farsantes, de la materialización de aquellas reliquias enaltecedoras de la fe en la victoria, en algunas ocasiones, cuando esta parece imposible. La Sagrada Lanza en Nicea y un fragmento de la Vera Cruz hallado en Jerusalén

“El Prefecto de Ramla no salía de su asombro por la conducta de los soldados. ¿Cómo podían sentirse tan eufóricos cuando sobre ellos se cernía la amenaza de una terrible batalla? Godofredo le explicó al prefecto que los francos se regocijaban al pensar en la muerte. Irían a un lugar mejor a reunirse con su Señor. Indicando la Vera Cruz, señaló: <Este signo de la Vera Cruz, que nos fortalece y nos santifica, servirá sin duda como escudo espiritual contra las lanzas de nuestros enemigos. Gracias a nuestra esperanza en este signo, nos atrevemos a enfrentarnos con más firmeza a cualquier peligro>. La Cruz, y no la lanza, y al diablo con los provenzales, protegía ahora Jerusalén, un talismán espiritual contra los paganos que blasfemaban del Señor”.

            La Historia de las Cruzadas es una historia de multitudes, desde luego que sí; también lo es de algunas personalidades cuya existencia marcó el desarrollo de los tiempos: Pedro el Ermitaño, Raimundo de Saint-Gilles… y Godofredo de Bouillon, especialmente Godofredo de Bouillon en el cual se aúna el poder del guerrero y la espiritualización de la violencia; alcanza por ello una categoría de mito.

Godofredo de Bouillon, Bruxelas

            Joseph François Michaud en su Historia de las Cruzadas (1831) escribe en los siguientes términos de Godofredo de Bouillon:

“La historia contemporánea (Roberto el Monje, siglo XII) nos ha trasmitido su retrato y nos dice que unía el valor a las virtudes de un héroe a la sencillez de un cenobita; que excitaban la admiración en los campos de batalla su destreza en manejar las armas y su extraordinaria fuerza corporal; que templaban su valor la prudencia y la moderación, y que jamás comprometió o deshonró sus victorias con una carnicería inútil o un ardor temerario. Animado de una devoción sincera y viendo la gloria sólo en el triunfo de la justicia, siempre estaba dispuesto a sacrificarse en pro de la causa de la desgracia o de la inocencia, y los príncipes y caballeros le tomaban por modelo, los soldados por padre, y los pueblos por apoyo. Si no fue el jefe de la Cruzada, como pretenden algunos historiadores, alcanzó cuando menos el imperio que dan el mérito y la virtud; los príncipes y los barones acudieron a su prudencia en medio de sus divisiones y contiendas, y dóciles siempre a sus palabras, obedecían sus consejos como órdenes supremas en los peligros de la guerra”.

            La mitologización de la persona de Godofredo de Bouillon casi podría decirse que es contemporánea a su existencia. Tempranamente se le hace sucesor del Caballero del Cisne; su posición se dignifica cuando no quiere alcanzar la categoría de Rey de Jerusalén y sólo se nombra como Defensor de la Ciudad Santa. Hasta su madre, Ida de Boulogne fue considerada como una santa

“El Apocalipsis (12:5) habla de una mujer revestida del sol y a punto de dar a luz a un hijo que debía regir a todas las naciones de Dios. En una imaginativa variante de esta historia, Ida se vio a sí misma embarazada de Godofredo, en pie en el interior del Santo Sepulcro. Vio un crucifijo suspendido del techo y deseó inclinarse humildemente ante la Cruz. En lugar de recibir su adoración, la imagen de Jesucristo cobró vida y descendió para rendir homenaje a su vientre, puesto que el hijo en su interior liberaría la ciudad en la que Él había muerto”.

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HEREJES de Leonardo Padura

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“Del realismo policial a la posmodernidad”

Sobre Herejes de Leonardo Padura

Antonio Joaquín González

No recuerdo muy bien si fue con Vientos de Cuaresma o con Pasado perfecto que inicié la lectura de las aventuras, más interiores que policiales, de Mario Conde. Sea con una o con otra, ahí comenzó una relación que me gustaría considerar de amistad, igual que las novelas de Leonardo Padura son un canto a tal emoción.

El sentimiento de escualidez al que tantas veces hace referencia Leonardo Padura acompañó a aquel volumen, que ahora casi me atrevería a afirmar que fue Vientos de Cuaresma, en un papel, una encuadernación, una impresión que daba la sensación de ir a borrarse por el mero hecho de la lectura; así era la edición realizada por la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en 1994 de una obra que había sido galardonada con el Premio Cirilo Villaverde de Novela en 1993; un volumen que me fue prestado, era el año 2000 ¿o el 2001? Y a quien tal cosa hizo creo que no podré agradecerle lo suficiente; eso aumentaba la escualidez del acto lector, suspensa, sin embargo, en la fuerza de una narración que atrapaba desde la primera aparición de Mario Conde o desde el recuerdo de una resistencia a las penurias y de un heroísmo del pueblo cubano tan pisoteado por la Historia, más ajena que propia.

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Han cambiado las ediciones; han aumentado las lecturas; así siguieron Máscaras, Paisaje de otoño, Adiós, Hemingway, La neblina del ayer –magnífico retrato de La Habana del feeling, una genial mezcla de bolero, libros antiguos y un crimen pasional-, La cola de la serpiente … Esta supuso una revelación; Mario Conde volvía a ser lo que fue –y además conseguía alcanzar uno de sus sueños, Patricia Chion; “un F-1 de chino puro y negra retinta. La mezcla satisfactoria y a proporciones iguales de aquellos genes había dado al mundo una china mulata de un metro y setenta y cinco centímetros de estatura, pelo negrísimo que le bajaba de la cabeza en unos tirabuzones ingobernables pero suaves, dueña de unos ojos perversamente rasgados (casi asesinos), una boca pequeña de labios gruesos, repleta de pulpa comestible, y un color de piel de chocolate aclarado con leche, parejo, limpio, magnético…”.

También, fuera de las protagonizadas por Mario Conde, La novela de mi vida, en la cual vuelve a unirse misterio, vida y literatura; o El hombre que amaba a los perros, un trabajo en el que tras cada palabra se adivinan las horas de ardua investigación, para llegar a trazar un perfecto retrato de Trosky y Ramón Mercader. No quiero olvidar mencionar dos magníficos estudios de Leonardo Padura que tanto me han ayudado en la comprensión de ese concepto tan ambiguo como es el Realismo Mágico: lo real maravilloso, creación y realidad (de nuevo una publicación tan escuálidamente meritoria) completado en Un camino de medio siglo: Alejo Carpentier y la narrativa de lo real maravilloso.

Y, ahora, Herejes. En ella, el investigador, detective, expolicía y buscador de libros valiosos, vuelve a enfrentarse al crimen, a la maldad en estado socialmente puro, aunque los culpables no sean engendros del infierno; sigue cobrando viejas deudas –pues algunas veces la venganza es agridulce- en Fabrizio, el antiguo policía corrupto y expersona y baja a unos infiernos, que aunque sean dantescos, como los descritos en Máscaras, ahora son posmodernos, por ello, el mundo líquido que habitan los nuevos adolescentes cubanos está representado en unos muchachos para los cuales hasta la depresión es objeto de consumo; para todos menos para uno, Judith, la reencarnación de la novia judía en la Amsterdam de Rembrandt, o de una muchachita que sufre, otra más, el peso de la Historia en los campos de concentración, engendro de unos alemanes cuyos descendientes han olvidado su protagonismo en estos hechos, triste protagonismo, para seguir ejerciendo de líderes autodenominados en un imperio deshumanizado. En la biblioteca de esta Judith cubana están Nietzsche, Kundera, Salinger y Murakami, quizá sugeridor del maldito pozo.

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Y es que Mario Conde ya no camina por un territorio en el que la vida estaba anclada a la realidad. Leonardo Padura hace que su protagonista cruce las fronteras de un mundo posmoderno para encontrarse con que la corrupción, el desprecio del ser humano por sus semejantes, la inmadurez, siguen siendo lo mismo. Al menos algunos pueden seguir siendo fieles a su entorno en el cual pueden encontrar ese banquete de amistad que actúa como repelente de la tristeza cotidiana de vivir en un paisaje dominado por los arribistas.

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APROXIMACION A LA LITERATURA ECUATORIANA

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