Feliz aquel que se ocupa del destino eterno y, como viajero que parte con la luz del alba, se despierta, todavía el alma en el ensueño, y desde la aurora reza y lee. Victor Hugo, Las contemplaciones
RENACIMIENTO DEL SINTOÍSMO PURO. El siglo XVII fue testigo de un gran renacimiento del aprendizaje del chino en Japón. Abarcó no solo el estudio renovado de los clásicos antiguos de Confucio y Mencio, sino también los escritos filosóficos de Chu-hi y otros escritores escépticos de la dinastía Sung (960-1278). Los samuráis, o casta gobernante de la nación, se dedicaron a estos estudios con asombroso celo y entusiasmo, con gran descuido del budismo, que de aquí en adelante se dejó sobre todo para la gente común. Este movimiento alcanzó su momento culminante en el siglo XVIII, cuando se produjo una reacción. Kada, Mabuchi y otros eruditos patrióticos, resentidos por la preponderancia indebida permitida al pensamiento chino, hicieron todo lo posible, por medio de tratados de comentarios y exégesis, para llamar la atención hacia los monumentos de la literatura antigua nacional como el Kojiki, el Nihongi y el Manyôshiu, que habían sido descuidados durante tanto tiempo y que, en parte eran ininteligibles, incluso para los hombres que habían recibido una buena educación. Bajo su discípulo y sucesor, Motoöri (1730-1801) este movimiento asumió un carácter religioso. Sus prejuicios patrióticos hacían que sintiesen como una ofensa los elementos extranjeros que encontraban en el ryôbu y otras formas prevalecientes del sintoísmo, mientras que la doctrina del Sung de un «Gran Absoluto» no sólo les resultaba odiosa a causa de lo ajeno de su origen, sino porque fracasaba en satisfacer el hambre de un alma por un objeto de culto más personal. Por lo tanto, volvió a la forma más antigua del sintoísmo. A su propagación, mediante conferencias y libros, dedicó muchos años de su vida y no sin éxito. Tuvo numerosos seguidores entre las clases más educadas.
Grafico del Libro «Sintoísmo, el camino de los Dioses».
La obra principal de Motoöri es el Kojiki-den, un comentario sobre el Kojiki, en el que no pierde ninguna oportunidad de atacar todo lo chino y de exaltar las antiguas costumbres japonesas, el idioma y la religión con un espíritu de ardiente e indiscriminado patriotismo. Parece haber estado completamente ciego al hecho de que las religiones y filosofías exóticas, cuya intrusión en el sintoísmo hacían que estuviese amargamente resentido, contienen elementos mucho más valiosos para la humanidad que el ritual del Yengishiki y los mitos del viejo mundo del Kojiki.
Su discípulo Hirata (1776-1843) fue menos literato y más teólogo que su maestro. Durante su extensa vida, escribió numerosos libros que alcanzan cientos de volúmenes, y pronunció innumerables conferencias, insistiendo en la reivindicación del antiguo sintoísmo. Sus enseñanzas fueron tan exitosas que, al final, atrajeron sobre él la atención del gobierno del Sogún, quien, al descubrir que su propia autoridad estaba siendo socavada, por la preeminencia otorgada a los derechos soberanos de iure de los descendientes de la Diosa del Sol, prohibió sus conferencias y lo desterró de su provincia natal de Dewa. Los prejuicios anti-extranjeros de Hirata no le impidieron creer en la inmortalidad del alma, doctrina de origen budista, o de tomar prestado de China un culto a los antepasados muy diferente de cualquier elemento que esté en el sintoísmo. Adoptó el mandamiento chino de «piedad filial» y realizó extenuantes, pero inútiles, esfuerzos para encontrar apoyos de tales elementos en el Kojiki y en el Nihongi. Aunque dice que los kami detestan el budismo porque nos enseña a abandonar al señor y al padre, a la esposa y al hijo, por lo tanto es destructivo de la moralidad, porque aquellos que son sus seguidores son mendigos inmundos, que se jactan de usar harapos desechados y comer alimentos que les son entregados en caridad, por otra parte, van tan lejos como para admitir a Buda en su panteón sintoísta, con la condición de que se contente con un puesto de condición inferior. Acepta tácitamente el código moral de China, mientras que protesta de que tales cosas son innecesarias, ya que estamos dotados por la naturaleza de intuición respecto al conocimiento del bien y del mal.
La agitación producida por el renacimiento del sintoísmo puro supuso un movimiento retrógrado , que sólo podía concluir en fracaso. Sin embargo, contribuyó. Sustancialmente a la revolución política que en 1868 trajo consigo la restauración del Mikado a una posición soberana, resultado lógico de las enseñanzas de Motoöri y Hirata. La reforma sintoísta, en las mismas fechas, también se debió a su influencia, cuando los sacerdotes budistas fueron separados de los santuarios de ryôbu y, después se efectuó una purificación de rituales y ornamentos. Para obtener una visión completa del renacimiento del sintoísmo puro se pueden consultar los artículos de sir E. Satow en sus contribuciones al T.A.S.J. de 1875; nuestros conocimientos del sintoísmo datan de esta época.
Ya conocéis por esta historia cómo Pedro el Ermitaño peregrinó hasta el Santo Sepulcro de Jerusalén y allí conoció las lacerías en las que vivían los cristianos de Tierra Santa. Se presentó ante el papa y comenzó a predicar la cruzada hacia ultramar. La compañía de Pedro el Ermitaño fue desbaratada al llegar a Bitinia, después de cruzar el Brazo de San Jorge. Pocos fueron los que sobrevivieron, entre ellos Pedro el Ermitaño. Quedaron encerrados entre unas altas peñas, como escucharéis más adelante, hasta que llegó una gran hueste. También otros peregrinos sufrieron sus desastres al pasar por Hungría y Bulgaria y no pudieron llegar a su destino. Estos inconvenientes hicieron que muchos no se decidiesen a realizar la peregrinación de ultramar. Pero cuando se conoció la historia del rey Cornomarán, ante el duque Godofredo de Bouillon se reunió un gran número de gentes para pasar a Tierra Santa. Tal deseo creció en los corazones de muchos por un milagro divino ante unos caballeros que estaban en ultramar.
Imagen contraportada libro La Gran Conquista de Ultramar, Vol. I. Ill. G. Andrango
Recordad, ahora, el maltrato que recibían los cristianos bajo el dominio de los turcos en Tierra Santa y el impuesto que todo peregrino tenía que pagar para llegar al Santo Sepulcro.
Sucedió que, un poco después de la partida de Pedro el Ermitaño, llegaron a Jerusalén tres caballeros cuyos nombres eran Aycarte de Montemerte, natural de Borgoña, Remón Pelés, del condado de Poitiers, y Gondemar, de la tierra de Unixi. Estos tres peregrinos iban juntos. Viajaban con todo lo que habían podido reunir, pero tanto duró su periplo por el mar, tantas veces fueron asaltados en tierra que, cuando llegaron a Jerusalén, no tenían para comer más que lo que la voluntad de Dios les concediese. Llegaron a la ciudad santa el día de la Cruz; recorrieron todos los lugares señalados en la peregrinación. Pero cuando quisieron entrar a adorar el Santo Sepulcro no les dejaron, porque no tenían el maravedí de oro que se exigía a cada uno. Llorando y avergonzados se apartaron de la puerta. Durante todo el día se ocuparon en conseguir el dinero que necesitaban para entrar a hacer su oración en aquel sagrado lugar. Remon Pelés y Gondemar consiguieron sendas monedas, así que al día siguiente pudieron entrar a su adoración; pero Aycarte no pudo lograrlo. A la puerta del Santo Sepulcro comenzó a llorar fuertemente:
— Señor Jesucristo — decía —, que quisiste que yo viniese hasta aquí para adorarte, desde una tierra tan lejana, que sufriese hambre, sed, frío y pobreza para ver los lugares donde naciste, sufriste pasión y muerte por nosotros, donde fuiste enterrado en el sepulcro, para resucitar al tercer día y ascender a los cielos después de quebrar los infiernos y librarnos del poder del diablo por siempre jamás. Señor, así como esto es verdad, te pido por merced que no permitas que me tenga que ir de aquí hasta que entre en este Sepulcro santo. Además, ayer fue Viernes Santo, día en el que todo cristiano debería orar donde fuiste clavado a la cruz. Hoy es Sábado Santo, cuando permaneciste en la oscuridad de la tumba, mientras que de noche descendió el fuego del cielo a la lámpara ante el altar por tu virtud. Mañana será día de Pascua, cuando Tú resucitaste de la muerte a la vida, y todos los cristianos tienen derecho y obligación de oír misa y comulgar. Esto te pido por merced, que no sea alejado de los otros cristianos; te ruego, Señor, que sea tu gracia el que yo muera en este lugar, para jamás irme de aquí, que nunca habrá cosa que yo más desee.
Vio entonces entre los moros que custodiaban la puerta, uno que él crió de niño, haciéndole mucho bien, pues era natural de su tierra; a él le llamaban, cuando era cristiano, Juan Ferret, pero un día llegado como peregrino a Jerusalén, se volvió musulmán; como odiaba a los cristianos, le pusieron como guardia de la entrada al Santo Sepulcro.
Cuando Aycarte de Montemerle vio a Juan Ferret, se alegró mucho, creía que se acordaría de él y del bien que le hizo en su niñez y por eso le dejaría entrar. Le rogó humildemente, recordándole el deudo que tenía con él. Pero el corazón de Juan Ferret estaba lleno de falsedad y crueldad, así que, aunque reconoció al caballero y sabía que era verdad cuanto decía, le respondió con acritud diciéndole que no podía entrar allí salvo que se hiciese musulmán, renegando de nuestro señor Jesucristo y de Santa María; si así lo hacía, llegaría a ser muy rico en aquella tierra, pues él mismo le recomendaría a su señor, el rey de Jerusalén; además podría casarse con una sobrina suya que era una dueña maravillosamente hermosa. Si tal cosa no quería hacer, debía aceptar recibir una pescozada tan fuerte como él se la pudiese dar, con ella prometía que le causaría tanto daño que le haría morder el suelo o dar con la cabeza en la pared tan fuerte que los meollos le saldrían por las orejas. Tal cosa quería hacer Juan Ferret para deshonrar la ley de Jesucristo, en cuyo Sepulcro ganaba mucho dinero.
Al oír lo que le dijo Juan Ferret, Aycarte de Montemerle sintió gran pesadumbre en su corazón, pues vio que solo consintiendo en la pescozada podría entrar en el Santo Sepulcro y, a la vez, sabía que de tal golpe le sucedería algún mal, así que tuvo miedo de aquel moro; sin embargo, recordando los muchos dolores que padeció nuestro señor Jesucristo, aquello que podía ocurrirle, herida, muerte o deshonra, le parecía muy poco. Así pues le dijo al moro que no iba a renunciar a su fe, que prefería sufrir la pescozada. Juan Ferret se enojó y le dio tal golpe a Aycarte de Montemerle que le hizo caer de rodillas y comenzó a manarle sangre por las narices. Se puso en pie y fue a entrar al Sepulcro con la ropa ensangrentada, cuando llegó ante la tumba comenzó a llorar fuertemente, tanto que el suelo se cubrió de sus lágrimas y de la sangre que salía de su nariz. Durante un rato no hizo más que llorar hasta que pudo orar a nuestro Señor, agradeciéndole las muchas mercedes que hiciera por salvar al mundo, tanto de la vieja como de la nueva ley, derrotando al diablo, con sus sufrimientos. También le pidió que ordenase la venganza contra aquellos moros que de manera tan vil trataban su fe, y que no olvidase la deshonra que él mismo había sufrido al entrar en el lugar santo para orar.
Acabada su plegaria, Aycarte de Montemerle fue a salir y se encontró en el templo con los otros dos caballeros compañeros suyos en la peregrinación. Decidieron quedarse a velar aquella noche en la puerta del Templo, hasta que cantasen los primeros gallos. Pero cayeron traspuestos y tuvieron un sueño, aunque no estaban acostados. Vino a ellos un ángel en figura de hombre maravillosamente hermoso y les dijo:
— Amigos, yo partí ayer de Roma antes de hora de vísperas; fui a la misa que ofició el papa y serví el altar cuando se hizo el sacrificio de la hostia, en el momento en que se hizo cuerpo nuestro señor Jesucristo. Ha sido Él quien me ha enviado a vosotros para que sepáis que quiere sacar esta tierra del dominio de los musulmanes y volverla a su santa ley. Por ello os manda que vayáis ante el papa directamente para decirle que haga predicar la cruzada por toda la cristiandad para que vengan a conquistar esta santa tierra. A todo aquel que acuda a ultramar por su amor o por arrepentimiento de sus pecados no le dará otra penitencia y si aquí muere, irá derecho al paraíso….
Marie Victor Stanislas de Guaita nació el 6 de abril de 1861 en Alteville-Nancy en la Lorena francesa. Su madre, de ascendencia francesa era ferviente católica; en cuanto a la rama paterna, procedía de una antigua familia de origen germánico. En el colegio de la Compañía de Jesús donde estudió, en Nancy, tuvo como compañero a Maurice Barrès (1862-1923). Ambos compartieron sus primeros acercamientos a la poesía.
Su trayectoria literaria comenzó en 1881 con Les Oiseaux de passage; de 1883 es La Muse Noire y en 1885, Rosa Mystica.
En 1882, acompañado por Maurice Barrès, se instaló en París, para cursar estudios universitarios de Derecho, más por compromiso que por vocación. Progresivamente se acerca al estudio del ocultismo. Leyó las obras de Eliphas Levi, a quien consideró su maestro. En París va a relacionarse con alguno de los más importantes ocultistas del momento como Barlet, Papus, Saint-Yves d’Alveydre y Joséphin Péladam.
Durante cinco meses al año se alojaba en su apartamento de París; allí se reunía un importante grupo de investigadores de lo oculto; él mismo fue uno de los principales responsables de la fundación de la Orden Cabalística de la RosaCruz. El resto del año lo pasaba en el castillo de Alteville, en compañía de su madre, cuidando de sus posesiones y ocupado en estudios ocultistas y alquímicos. Llegó a reunir una importante biblioteca. La vida de Stanislas de Guaita en el campo era similar a la del sabio buscador, apartado de la vida social, preocupado exclusivamente en indagar, desde la Libertad interior, la Verdad y la Belleza; desde el esfuerzo de la Voluntad, siguiendo el régimen vital del solitario.
En 1886, Guaita, en una carta a Péladam, le cuenta que está preparando una obra que, en un principio, iba a titularse Los tres mundos, con la finalidad de dar a conocer la materia esotérica en profundidad. Aquí está el origen de En el umbral del misterio. En esta época ya han hecho acto de presencia los sufrimientos causados por la enfermedad que le llevará a la muerte.
En el umbral del misterio fue publicado en 1886. Se trata de una síntesis general sobre alta magia. Uno de los elementos que centra su pensamiento ocultista es el principio de analogía, equivalente a las Correspondances que encontramos en la poesía de Baudelaire. De 1891 es la segunda obra de ese acercamiento a la filosofía de lo oculto, El templo de Satán, donde se aborda un detallado estudio de los siete primeros arcanos del tarot. Y finalmente, en 1897, el mismo año de su fallecimiento (el 19 de diciembre), La llave de la magia negra.
Como poeta, Stanislas de Guaita pertenece al movimiento literario simbolista, que se sitúa cronológicamente entre 1867 (muerte de Baudelaire, maestro de esta escuela) y 1916 (fecha que está marcada, para el Modernismo hispánico, por el fallecimiento de Rubén Darío). Como prolongación de estéticas anteriores, surge desde el Romanticismo negro (ejemplificado en Edgar Allan Poe y en la novela gótica) y en los poetas satánicos, cuyo máximo representante es Lord Byron. Heredero de tal panorama, el Simbolismo manifiesta una estética enfrentada a la vida, entendida esta como materialización del espíritu burgués. Los precursores del Simbolismo comenzaron su vida durante el periodo del Romanticismo; así Aloysius Bertrand (1807-1841), creador del poema en prosa con Gaspard de la nuit (1842), y Gérard de Nerval (1808-1855) con sus sonetos de Les Chimères (1854), hasta Baudelaire (1821-1867).
El Simbolismo defiende una visión que es la de los valores opuestos al mundo burgués. Ya se encuentran atisbos de esta tendencia en la novela Madame Bovary de Flaubert (1856, en 1857 es publicada Las Flores del Mal de Baudelaire) o en la pintura de Manet Olympia (1863). La crítica, la denuncia de una ideología materialista, el alejamiento hacia otras filosofías como el ocultismo o una religiosidad pura alejada de la hipocresía católica oficial, la presencia de los mundos antiguos contemplados desde el arqueologismo exótico y estético; todo ello marca la definición del Simbolismo y aquí es donde se encuentra la obra de Stanislas de Guaita.
FUNCIONES DE LOS DIOSES. Las deidades de la Naturaleza rara vez se limitan a sus funciones propias en la misma naturaleza. El sintoísmo exhibe una tendencia progresiva a reconocer en ellas una providencia que influye en los asuntos humanos. Incluso en el sintoísmo más antiguo se encuentran ejemplos de Dioses ejerciendo un cuidado providencial hacia la humanidad, más allá de sus propias esferas de acción. La Diosa del Sol no solo otorga luz al mundo, sino que conserva las semillas del grano para sus amados seres humanos Ella vela de una manera especial por el bienestar de sus descendientes, los mikados.
Susa-no-wo, la Tormenta de Lluvia personificada, es el proveedor de todo tipo de árboles útiles. Prácticamente, se les reza a todas las deidades por una buena cosecha, o por la lluvia. Incluso es posible apelar a un hombre-dios como Temmangu, para tales propósitos. Cualquier Dios puede enviar un terremoto o una pestilencia. En 853 hubo una gran epidemia de viruela. Un oráculo de Tsukiyomi, el Dios de la Luna, indicó cuáles eran los medios para obtener alivio en esta plaga y, desde entonces, gentes de toda clase, le rezan cuando es necesario. Los Ujigami y Chiju, dioses protectores locales y de la familia, podían ser elegidos desde cualquier clase de deidad. Un escritor japonés moderno, citado por el capitán Brinkley, en Japan, dice:
«Nadie sabe qué espíritu del cielo o de la tierra se venera en el Suitengû, en Tokio. Pero, a pesar del anonimato de tal divinidad, la gente le atribuye el poder de proteger contra todos los peligros del mar, contra las inundaciones, los robos y, por una extraña yuxtaposición de esferas de influencia, contra los dolores del parto. La deidad de Inari asegura eficacia para la oración y abundancia de cosechas; el Taisha (gran santuario de Idzumo) preside el matrimonio; el Kompira comparte con el Suitengû el privilegio de custodiar a los que <bajan a lo profundo>. El resto confiere prosperidad, evita la enfermedad, cura la esterilidad, otorga talento literario, dota de habilidades guerreras, …»
El doctor Florenz, en su Japanische Mythologie, dice que Sui-tengû es una fusión de la Sumiyoshi, Diosa del Mar, con el indio Dios del Mar, Sui-ten, es decir, Varuna, con posterioridad identificado con el joven emperador Antoku, que perdió su vida al ahogarse en 1185.
CARÁCTER POLITEÍSTA DEL SINTOÍSMO. Un culto a la naturaleza como es el antiguo sintoísmo fue en sustancia y de manera inevitable, politeísta. La adoración de un solo Dios-Naturaleza, como el sol, es, en verdad, inconcebible; sin embargo, en la práctica, el mismo impulso que lleva a la personificación de un objeto o fenómeno de la Naturaleza nunca va a quedarse en eso sólo. El Universo viviente es una posible deidad monoteísta de la Naturaleza. Pero esta concepción requiere un mayor conocimiento científico que el que poseían los antiguos japoneses, los cuales disponían sólo de un imperfecto y fragmentario reflejo de una visión espléndida.
Hay alguna evidencia de que el sintoísmo ocupó el lugar de un politeísmo anterior más grosero e indiscriminado. Se nos dice que Take-mika-tsuchi y Futsunushi prepararon Japón para el advenimiento de Ninigi, limpiándolo de deidades salvajes que durante el día zumbaban como moscas de verano y de noche brillaban como braseros, a la vez que, incluso las rocas, los árboles y la espuma de las aguas tenían el poder absoluto del habla.
El número de deidades sintoístas es muy elevado. El Yengishiki enumera tres mil ciento treinta y dos santuarios oficialmente reconocidos y, aunque los mismos Dioses son adorados en diferentes lugares, aun así, su nombre sigue siendo legión. Popularmente se habla de las divinidades como si fuesen ochenta miríadas, ochocientas miríadas o mil quinientas miríadas. El número de deidades efectivas fluctúa mucho. Abundantes son las que caen en el olvido. La identificación de distintas deidades en una misma es otra causa de la disminución de sus filas. Esto sucede con suma facilidad en un país donde, para parodiar la frase de Pope, «la mayoría de las deidades no configuran, para nada, un personaje». Por otro lado, su número aumenta de vez en cuando por el reclutamiento de nuevos Dioses producidos en distintos procesos. La misma deidad, adorada en diferentes lugares, llega a ser reconocida como otras tantas divinidades distintas. Horus, en el antiguo Egipto, la Virgen María en Italia y muchas de las deidades griegas y romanas pueden ilustrar esta afirmación. Podemos asegurar que a los efesios les hubiera molestado cualquier intento de identificar a su Diana con las de otras ciudades. Este proceso resulta más fácil en Japón por la práctica de hablar del Dios, no por su nombre, sino por el de un lugar de residencia; otro ejemplo de hábito de impersonalidad ya anotada de la mente japonesa. De hecho, a los japoneses les importa poco qué Dios es el que se adora en un determinado momento y lugar. Al peregrino cotidiano le basta con saber que alguna deidad poderosa reside allí. Un poema compuesto en el gran santuario de Ise dice: «¿Qué es lo que habita aquí?, no lo sé, pero mi corazón está lleno de gratitud y las lágrimas se deslizan». De uno de los Grandes Santuarios del Yengishiki, el Manual de Murray nos informa que «existe una considerable divergencia entre los estudiosos en cuanto a la identidad de los dioses a quienes este templo está dedicado». Durante el actual reinado (Era Meiji), Kompira fue convertido, por el gobierno, de su esencia budista en deidad sintoísta, sin detrimento de la popularidad de su santuario como lugar de peregrinación. Un mismo Dios puede tener mayor crédito, por lo que se refiere a su eficacia, en un lugar que en otro. Así, el Inari de cierto pueblo tiene gran reputación por la recuperación de propiedades robadas. Tales especialidades fueron reconocidas incluso por el Gobierno, responsable de otorgar diferentes rangos a una misma deidad en distintos lugares. Distinciones de este tipo, por supuesto, facilitan la multiplicación de una deidad en varias. Otra causa de esa multiplicación está relacionada con el error de presentar una misma deidad con diferentes epítetos, cosa que la hace parecer como divinidades diferentes. En tiempos modernos, el panteón sintoísta ha aumentado por la introducción en sus filas de seres humanos. Los árboles todavía son deificados y, en ocasiones, hace su aparición una nueva deidad de no se sabe dónde.
El carácter politeísta del sintoísmo está íntimamente relacionado con la debilidad del Gobierno Central en Japón durante la época de su desarrollo. Aunque quizá sea más correcto decir que es otra manifestación de la misma falta de cohesión nacional. Goblet d’Alviella, en Hibbert Lectures dice: «los diferentes pueblos concibieron y desarrollaron esta jerarquía divina pari passu (a la vez) que se aproximaban a la unidad política»; Aristóteles reconoció el mismo principio. Los antiguos mikados eran cualquier cosa menos autócratas. Su autoridad, casi siempre, fue eclipsada por la influencia de ministros que luchaban entre ellos por la consecución del poder que solo nominalmente estaba conferido al soberano. El Gobierno central tenía poca jurisdicción efectiva más allá de la capital y las cinco provincias originales. No hay que asombrarse de que, en estas circunstancias, las deidades locales mantuvieran su vitalidad y prestigio.
El monoteísmo era imposible en el antiguo Japón. Sin embargo, podemos rastrear ciertas tendencias en tal dirección que no carecen de interés. Una nación puede pasar del politeísmo al monoteísmo de tres maneras; en primer lugar, dando cierto privilegio a una deidad y haciendo que absorba las funciones y el culto debidos a las demás; en segundo lugar, por una nueva deificación de una concepción más amplia del universo; y, en tercero, por el destronamiento de las divinidades nativas en favor de un solo dios de origen extranjero. Este último es el destino más habitual de los politeísmos, esta es la amenaza a los antiguos Dioses de Japón. Debilitado por las invasiones del budismo y la paralizante influencia de la filosofía escéptica china, tal amenaza ya empieza a sentirse. «Los rayos de Belén ciegan sus ojos oscuros» (Himno de Navidad, John Milton 1608-1674). Nuestra cuestión, no obstante, se refiere al pasado, no al futuro.
El primero de los tres caminos que conducen al monoteísmo se ilustra en la tendencia a atribuir a varias de las deidades sintoístas cierta superioridad sobre las demás. La Diosa Sol, Kuni-toko-tachi, la primera Divinidad, en el comienzo de los tiempos, según el Nihongi, Ame-no-mi-nake-nushi, y, en Idzumo, Ohonamochi, han sido ensalzados, a su vez, a una posición única por sus partidarios. Pero, por razones que aparecerán cuando lleguemos al examen de estas deidades con mayor profundidad, ninguna de ellas merece ser considerada bajo el título de Ser Supremo. La opinión de Max Müller de que «la creencia en un Ser Supremo es inevitable», no se confirma en los hechos del sintoísmo. La segunda ruta que conduce al monoteísmo a través de una visión más integral de la concepción del Universo, está ejemplificada en las deidades creadoras Izanagi e Izanami, personificaciones de los principios masculino y femenino de la Naturaleza, y más aún por Musubi, el Dios del Crecimiento, que posiblemente pudo haberse convertido en el Ser Supremo de tal panteísmo. Pero las abstracciones filosóficas de este no son aptas para el alimento cotidiano de la naturaleza humana. Musubi nunca adquirió mucha confianza por parte del pueblo, aunque durante un tiempo, su adoración ocupó un lugar prominente en la corte de los mikados. Eventualmente, se dividió, primero en dos y, luego, en un grupo de deidades, y finalmente fue olvidado casi por completo.
Il. G. Andrango
El Nihongi, fechado en 644 d.C., narra la historia de un movimiento ciego y abortado dirigido hacia una suprema deidad monoteísta que reclama, para nosotros, una cierta simpatía:
«Un hombre que habitaba cerca del río Fuji, al este del país, llamado Ohofube-no-ohoshi, instó a sus compatriotas a adorar a un insecto proclamando: <Este es el Dios del Mundo Eterno. Los que adoren a este Dios tendrán larga vida y riquezas>. Al final, los magos (kannagi) y las sacerdotisas (miko), fingieron una inspiración de ese Dios y dijeron: <Aquellos que adoran al Dios del Mundo Eterno, si son pobres se volverán ricos, y si viejos, recuperarán su juventud>. De este modo persuadieron a más y más gente para que arrojaran fuera de sus casas todos los objetos de valor que tenían, y para que siguiesen el camino del sake, de las verduras y de los animales domésticos. También les hicieron aclamar: <¡Han llegado las nuevas riquezas!>. Tanto en el campo como en las ciudades, las gentes tomaron al Insecto del Mundo Eterno y lo colocaron en un lugar puro, mientras, con cantos y danzas, invocaban a la felicidad. Tiraron sus tesoros sin propósito alguno. Las pérdidas y el despilfarro llegaron a su extremo. Entonces, Kahakatsu, Kadono-no-hada-no-miyakko, se enojó porque veía que la gente había caído en el engaño, y mató a Ohofube-no-ohoshi. Los magos y las sacerdotisas se intimidaron y dejaron de predicar a las gentes tal culto. Los hombres de aquel tiempo hicieron una canción que decía:
«Udzumasa ha ejecutado al Dios del Mundo Eterno de quien nos dijeran que era el mismísimo Dios de Dioses «Este insecto suele criarse entre los naranjos y, a veces, en los hosoki –cierto tipo de arbusto similar al de la pimienta–, mide más de cuatro pulgadas de largo y tiene el grosor de un pulgar; de un color verde hierba con manchas negras y se parece mucho al gusano de seda».
Dos son los libros que recuerdo como primeros en mi vida de lector. Uno, Robín de los Bosques, de Norman R. Stinnet; el otro, La isla del tesoro de Robert L. Stevenson, aunque en versión muy abreviada de Heliodoro Lillo Lutteroth (todos estos nombres suenan a seudónimos de ediciones de posguerra) en 1955, e ilustrada por el inigualable Jaime Juez Castella –de cuyas figuras femeninas y mártires en la Roma pagana guardo un ambiguo y turbador recuerdo de encendido púber–, en sus dibujos, el blanco y negro es perfecto para ese mundo protagonizado por Jim Hawkins, con un rostro que parece de doncella, cercano a los de la edición Bruguera de Fabiola, escrita por el Cardenal Wiseman; este es otro de esos libros que conservo en mi biblioteca interior que, al fin y al cabo, viene a ser aquella que ningún incendio puede rematar, ni la liquidación en chatarrería.
Quiero, quise, escribir un poema sobre el libro de Stevenson, de Lutteroth, de Jaime Juez; pero ahora, en ese desbarajuste de la mente a rienda suelta, solo me viene a la cabeza un distante sábado, cuando mi abuela Gloria, tan iletrada como sensible, me regaló El conde de Chanteleine, de Julio Verne, en tebeo de Joyas Juveniles de la beata editorial Bruguera, también en ilustración, trazos de maldad revolucionaria a pincel, de Jaime Juez; este permanece en mi biblioteca de papel pues, benditas ocasiones, las hojas impresas guardan el tiempo que discurre.